Alex sin Ada
No hay nada de póstumo en Katz, ni en la pintura que hace con 95 años ni en las opiniones que expresa con un tono de laconismo
La aparición de Alex Katz el otro día, en la rueda de prensa del Thyssen, tuvo algo de portento, como si Picasso o Tiziano se presentaran en una exposición de sus propias obras. Picasso y Tizi...
La aparición de Alex Katz el otro día, en la rueda de prensa del Thyssen, tuvo algo de portento, como si Picasso o Tiziano se presentaran en una exposición de sus propias obras. Picasso y Tiziano vivieron vidas larguísimas, y no dejaron de pintar hasta el final, pero Alex Katz ya los ha superado a los dos, cumpliendo al máximo esa longevidad que parece exclusiva de los grandes pintores. El oficio de la pintura favorece la salud porque exige un gran esfuerzo físico, más aún en la escala en que Alex Katz la sigue practicando, apenas a un mes de cumplir 95 años, erguido como un mástil, con una de esas ásperas voces neoyorquinas que expresan muy bien la tozudez y la ironía, y que pueden lo mismo romper en una carcajada que dejarlo a uno cortado con una agudeza imperativa. Habíamos estado recorriendo las salas de la exposición recién instalada, y su amplitud temporal nos había dejado la sensación de una carrera muy larga, más de seis décadas de sostenida maestría, de quiebros y rupturas que en vez de perder vigor se han ido volviendo más radicales con los años. Y al subir a la rueda de prensa el portento fue ver al propio artista, que pertenece tan definitivamente a la historia del arte como tantos muertos ilustres, pero que a diferencia de todos ellos está vivo, según había subrayado un poco antes Guillermo Solana, el comisario de la exposición, al contarnos que Katz, la tarde anterior, había estado supervisando el montaje. “Imagínate que Monet está a tu lado cuando cuelgas los cuadros”.
Alex Katz apareció ante los periodistas y las voces se convirtieron en un rumor antes de que se hiciera el silencio. El asombro con que habíamos mirado un rato antes la escala heroica de sus cuadros ahora se prolongaba en la contemplación de su figura, de su extraordinaria ancianidad, que se advertía en ciertas lentitudes de gestos. Alex Katz se presentó en Madrid con un traje y una apostura como de capo viejísimo rodeado de temeroso respeto, con traje y zapatos blancos, camisa negra, delgada corbata roja, y unas gafas negras que circundaban su cara como un antifaz ceñido al cráneo pelado, con su modelado de osamenta. Inexpresivo y severo, con su larga cara pálida y su traje blanco, sus manos fornidas y moteadas de vejez, Alex Katz examinaba al público protegido por las gafas muy oscuras y pegadas a las sienes y por los auriculares de la interpretación simultánea. Sentado junto a él, Guillermo Solana hablaba con mucho conocimiento, aunque me pareció que no sin cierto nerviosismo, porque al fin y al cabo nos estaba explicando la obra de un viejo maestro con un gran peso de pasado, pero que además estaba presente, y lo estaba escuchando.
Pero no hay nada de póstumo en Alex Katz, ni en la pintura que hace con más de 90 años ni en las opiniones que expresa con un tono de laconismo que en realidad es una afilada elocuencia. Dijo que sigue levantándose cada día a las 7.30, siete días a la semana, y ni uno solo deja de pintar: “Cuanto más viejo me hago, más me dedico a la pintura”. Hablaba del oficio como de una posesión o un arrebato, más que como una tarea organizada, que como un virtuosismo perfeccionado por la experiencia: del momento en que el acto de pintar queda fuera de control, cuando dominan sobre todo los impulsos inconscientes, cuando se pinta para descubrir lo que uno está pintando. “Yo no voy en busca de algo; algo viene en busca de mí”. Moviendo apenas los labios, como un visionario ciego tras las gafas muy oscuras, Alex Katz respondía a las preguntas llevándolas a su propio terreno, imperturbable incluso cuando le preguntaron por la guerra de Ucrania: aseguró que en materia de tecnología militar los rusos no son muy brillantes, aunque sí construyen muy buenos ascensores. Hubo un silencio tras esa observación. Habló con cierto sarcasmo de las anchas olas de la moda en las artes, a las que tanta gente procura engancharse. Desde que empezó a pintar en firme, a mediados de los años cincuenta, Alex Katz ha asistido a muchas de esas olas, y las ha visto llegar y dominarlo todo y luego retirarse y desaparecer, tragadas por otras olas que proclamaban con el mismo ímpetu el catecismo de lo nuevo, y resultaban ser igual de fugaces.
Alex Katz ha pagado el precio relativo de no afiliarse a ninguna, pero eso no significa que haya dado la espalda a los tiempos que ha vivido, entre otras cosas porque algo a lo que ha sido siempre muy sensible es a la moda en sí misma, a lo que tiene de poesía de lo inmediato y lo pasajero, encarnada en los retratos innumerables de Ada, su esposa, que iluminan las salas de la exposición como grandes carteles de una estrella de cine del pasado. Katz fue un pintor figurativo en los tiempos en que la abstracción era obligatoria, pero su independencia personal no le impidió apreciar a los maestros de la abstracción, a De Kooning, Pollock y Rothko sobre todo, ni aprender de ellos mucho más de lo que parece: en la exposición del Thyssen hay un paisaje de almendros en flor que tiene las dimensiones y la tupida trama visual de un cuadro de Pollock. Y la misma amplitud de sus lienzos, el modo en que lo hacen a uno medirse con ellos con el cuerpo entero y no solo con la mirada, y hasta parecer que puede entrar en ellos, proceden de esa energía imperativa de la pintura abstracta: hay que fijarse en un paisaje titulado Orange and Black, pintado por Katz casi a los 80 años, en una época en la que se obsesionó por los atardeceres de verano en los bosque de Maine, que según él debía pintar en 15 minutos, el tiempo que duraba esa luz naranja contra la que se recortan las siluetas negras de la tierra y de los árboles, todo resuelto con rápidos brochazos negros, yuxtapuestos los unos a los otros, con una contundencia gestual como de pintura japonesa. Dice Alex Katz que ahora quiere pintar la tierra, la hierba, el agua, y lo dice como si fuera un propósito difícil, lleno de peligros, aunque también de posibilidades asombrosas, amenazado de fracasos. Luego se queda en silencio y declara: “That’s it”. Esto se ha acabado. Y se nota que lo que quiere es volver cuanto antes al estudio, quitarse ese traje blanco y ponerse a pintar.
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