Trampas de los versos

‘Salambó' me expulsó otra vez. Cada uno de nosotros no está hecho para algunos libros, aunque haya leído mucho y se sienta imbatible. Tampoco estamos hechos para ciertos deportes

La escritora Virginia Woolf jugando al cricket a la edad de 12 años.Alamy Stock Photo

Sin cesar se repite que vivimos superconectados. Algunos lo dicen críticamente o molestos por las interferencias. La mayoría, con un asombro que trata de pasar inadvertido para que el eventual interlocutor no suponga que quien lo dice acaba de descubrirlo, porque es un primerizo en la web y comprueba que su cumpleaños ya fue mencionado en el tuit de algún amigo. De acuerdo, estamos superconectados.

Me pregunto cómo puede leerse algo largo y difícil en estado de superconexión. Cuando empe...

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Sin cesar se repite que vivimos superconectados. Algunos lo dicen críticamente o molestos por las interferencias. La mayoría, con un asombro que trata de pasar inadvertido para que el eventual interlocutor no suponga que quien lo dice acaba de descubrirlo, porque es un primerizo en la web y comprueba que su cumpleaños ya fue mencionado en el tuit de algún amigo. De acuerdo, estamos superconectados.

Me pregunto cómo puede leerse algo largo y difícil en estado de superconexión. Cuando empezaron a aparecer textos literarios completos en la web, pensé que mis lecturas de las próximas vacaciones ya estaban abastecidas, porque no tendría que cargar hasta las sierras un bolso con media docena de libros. Me llevaba la tableta.

Elegí Salambó, una novela de Flaubert que, cuando intenté leerla a los 15 años, me había expulsado, porque me remitía a lugares y tiempos desconocidos y, por lo tanto, intransitables. ¿Serían reales o inventados? Buscarlos en la enciclopedia interrumpía la lectura tanto como mi ignorancia. Convencida de que, esta vez, Flaubert no iba a dejarme por el camino, decidí animarme al día siguiente de llegar a una posada de montaña, rodeada de monte bajo y espinoso. Me senté en la galería, frente a los talas que daban sombra a mi elegante ranchito y abrí Salambó. Para entonces yo había leído bien Madame Bovary y los Tres cuentos, por lo tanto creía que Flaubert no podría jugarme otra mala pasada. Había leído mucha literatura francesa, de Chateaubriand a André Gide. Los años habían fortalecido mis ilusiones. Pero Salambó me dejó afuera otra vez. Me resultaba tan alambicada y lejana como la primera vez que abrí las tapas amarillas de la edición de Garnier. Cartago seguía demasiado lejos.

Desde entonces, comencé a pensar que cada uno de nosotros no está hecho para algunos libros, aunque haya leído mucho y se sienta imbatible. Tampoco estamos hechos para ciertos deportes. Se puede jugar bien al tenis y carecer de toda cualidad para el críquet, un juego que a los latinos nos parece que exige pasaporte británico o hindú. Siempre admiré la fotografía de Virginia Woolf con el palo y la posición del críquet sobre el césped británico. Me daba cuenta de que ese mismo palo me habría quedado ridículo. No tenía la tradición gestual, aunque empuñaba sin dificultades el palo de hockey, porque lo había aprendido como se aprende una lengua extranjera.

Algo así puede pasarnos con los clásicos. En el teatro, los directores talentosos conocen las estrategias para que grandes públicos accedan a la tragedia griega o al drama barroco. Doy un ejemplo: Prometeo, de Esquilo, traducida por Heiner Müller, a cuya representación asistí en el Volksbühne berlinés, se hacía cargo de la pregunta sobre cómo acercar sin traicionar. Y la respondía en un más allá del texto. Incluso cuando los textos hayan sido escritos en nuestra lengua (aunque vacilo en llamar sencillamente mío al español del Siglo de Oro), si nos separa el tiempo, algo debe hacerse, no para destruir su belleza, sino para volverla perceptible.

Claro está que un peligro amenaza siempre cualquier cambio. En el teatro San Martín de Buenos Aires, una puesta de La vida es sueño parecía, en primer lugar, perfecta, pero enseguida se hacía evidente que los actores locales no estaban habituados a recitar la versificación. El ejercicio de memoria que implica aprender un drama barroco no compensa la anacronía de un recitado que no siempre acierta en los acentos de los versos. La puesta puede ser original, pero los acentos no caen donde deberían. Calderón multiplica las dificultades para las diferentes versiones española y latinoamericana del castellano.

Lo mismo sucede con la poesía fuera del teatro. Para recitar bien un endecasílabo hay que haber aprendido a percibir, casi naturalmente, dónde caen los acentos y cómo se respeta el encabalgamiento de un verso a otro. ¿Deben imponerse los preceptos del verso al significado? Puede ser larga la discusión sobre si hay que respetar el corte final del verso o la continuidad semántica. En aquel Prometeo que vi en Berlín, los actores tenían resuelto esto y se notaba que siempre sabían dónde iba la pausa o la continuidad. La versificación, por la que ingresamos a una obra, es solo el comienzo fundador de la experiencia estética.

En el drama de Calderón que escuché en Buenos Aires, los actores respetaban en primer lugar la semántica, convencidos de que La vida es sueño ya es suficientemente difícil sin que se le introduzcan cortes provocados por la versificación. Acertaban al pensar que el texto encierra siempre las instrucciones de puesta en escena y de estilo actoral. Y aportaban sus ideas de cómo representar una obra escrita hace siglos. A veces iban hacia la parodia, a veces hacia el drama filosófico y subjetivo. A veces susurraban y otras chillaban como pájaros iracundos. Agregaban barroco moderno al barroco clásico. No estuvo mal, porque en el teatro no manda la filología sino esa misteriosa unión de cuerpos y de voces.

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