Ampliar el canon para que no cambie nada: el peligro de las exposiciones identitarias
La Tate de Londres dedica dos muestras al arte surgido de la inmigración, lastradas por un didactismo excesivo y una apropiación de las luchas sociales
En 2018, el escándalo del Windrush sacudió al Gobierno de Theresa May en el momento en que, con el país ya fuera de la Unión Europea, quería reencontrarse con sus viejos conocidos de la Commonwealth. La historia saca los colores a cualquiera: desde 1948, numerosos ciudadanos del Caribe habían viajado a Gran Bretaña para reconstruir el país tras la guerra. En...
En 2018, el escándalo del Windrush sacudió al Gobierno de Theresa May en el momento en que, con el país ya fuera de la Unión Europea, quería reencontrarse con sus viejos conocidos de la Commonwealth. La historia saca los colores a cualquiera: desde 1948, numerosos ciudadanos del Caribe habían viajado a Gran Bretaña para reconstruir el país tras la guerra. En el primer barco, el MV Empire Windrush, llegaron unas 500 personas, aunque a lo largo de la década siguiente el número alcanzó el medio millón. La promesa de un futuro estable y de la residencia permanente motivó a estas personas a abandonar sus hogares en las islas caribeñas en crisis, ya que Reino Unido había requerido todos los recursos propios y de sus colonias para la guerra.
Estos “familiares extraños”, según el término del pensador Stuart Hall, se encontraron con el mundo metropolitano desde la diferencia racial y cultural, y tuvieron que enfrentarse a la oposición racista y antimigratoria británica. Con todo, hasta 2010, estos ciudadanos y sus descendientes habían vivido en Reino Unido sin necesidad de gestiones burocráticas (el país no emite carnés de identidad), pero la victoria electoral de David Cameron trajo consigo un endurecimiento sin precedentes en la política migratoria y la voluntad de deportar a tantos inmigrantes no regularizados como fuera posible, entre los que se incluyó a esta primera generación inmigrantes caribeños.
Ocho años después, se supo que aquellos que habían ayudado, décadas atrás, a levantar el estado del bienestar —ese orgullo nacional representado por el Sistema Nacional de Salud (NHS)— estaban siendo deportados. Theresa May tuvo que pedir disculpas y prometió una compensación económica para los afectados, que resultó ser mínima. La otra compensación, de índole simbólica, sigue la línea de los muchos museos occidentales que están revisando o ampliando sus colecciones para recoger en ellas el arte relacionado con el imperialismo y con aquellos individuos que fueron expulsados del canon en su momento.
En la Tate Britain, Art Between Islands: Caribbean-British Art hace un recorrido cronológico y didáctico por el arte de los inmigrantes caribeños y por sus descendientes desde los años cincuenta hasta ahora. Comisariada por el afrocaribeño David Bailey y por el director del museo, Alex Farquharson, la exposición establece una línea temporal que pone los nombres de varios artistas y pensadores caribeños en relación con los sucesos de la vida británica del siglo XX para hacerles un hueco en la historia en mayúsculas. Las obras están dispuestas en las salas de forma rígidamente historicista, obedeciendo a los orígenes de los artistas (primera, segunda o tercera generación de inmigrantes), a las revueltas ligadas a la decolonización, a los movimientos de liberación negra y a la impronta cultural que dejaron en la sociedad británica, principalmente a través del carnaval.
A pesar de lo rígida que resulta esta organización expositiva, las pinturas y esculturas transparentan la diversidad de estos artistas. La presencia al comienzo de la exposición de obras de Ronald Moody, escultor jamaicano de familia acomodada que viajó a Londres en 1923, parece rebelarse contra la progresiva emancipación propuesta por los comisarios. Su particular interpretación de la herencia cultural africana, que facilitaba la identificación exótica por parte de los europeos, fue una clave indudable de su éxito, pero también deja al desnudo la diferencia radical expresada desde la convivencia con los colonos en su metrópoli. De una manera a veces involuntaria y otras crítica, los caribeños en Reino Unido asumieron esta inevitabilidad de producir arte para la mirada ajena, una de las marcas visibles en muchas obras. Quizá en este sentido el artista de la muestra que mejor comprendió esas contradicciones fue Donald Locke, cuyas esculturas, dibujos y pinturas se esforzaron por reflejar desde los primeros años setenta la contradicción encarnada que suponía su presencia como colonizado inmigrante en la metrópoli. Su obra Thropies of Empire 1972-74 demuestra un entendimiento crítico de las normas de representación de los negros en el mundo occidental: su relación con el fetiche exótico, su condición de mercancía y su régimen visual autoritario. En el expositor de trofeos, Locke da a entender las condiciones para que el arte caribeño se mostrara en Londres: había que exagerar los estereotipos ligados a su lugar de proveniencia y permitir así que fuera asimilable a la identidad negra definida por los blancos.
Para que el arte caribeño se mostrara en Londres, había que exagerar los estereotipos ligados a su lugar de proveniencia y permitir así que fuera asimilable a la identidad negra definida por los blancos
En los sesenta y en los ochenta, dos movimientos fundamentales lograron reunir de forma crítica a los artistas que se enfrentaron a las aporías de su identidad en los procesos de migración: el primero, el llamado Caribbean Arts Movement, recogía el problema de la mirada colonial en las obras a través de la producción intelectual de pensadores tan influyentes como Stuart Hall. Fue, sin embargo, a partir de 1979, con la fundación del Blk Art Group, cuando se consiguió la actualización de los discursos feministas y antirracistas en una producción artística autónoma, en paralelo a la maduración de los conceptos de la negritud y a la revolución que supusieron los estudios culturales, en los que la figura de Hall es de nuevo de obligada mención.
Art Between Islands presenta, como muestra artística, un número de problemas que no pueden ser pasados por alto. Su didactismo resulta casi infantilizador para un público británico —que parece suponerse blanco— que no ha hecho los deberes de conocer su propia historia. La muestra, que parece admitir este dato sin mayores complejos, no toma ejemplo de otras obras expuestas en el mismo museo. The Unfinished Conversation, una película de John Akomfrah dividida en tres pantallas sobre la vida de Stuart Hall, completa la colección permanente planteando asuntos que defienden la impureza y la anacronía como los únicos métodos para superar las estrategias coloniales construidas a través de las dialécticas de la inclusión y el desprecio, del centro y la periferia. Junto a la película hay obras de artistas de la diáspora británica, enmarcados en la crítica radical de Hall a la construcción de la identidad tras el colonialismo.
En paralelo a esta muestra, la Tate Modern expone también una retrospectiva de la artista británica nacida en Zanzíbar Lubaina Himid, ganadora del Turner Prize en 2017. Se dio a conocer como integrante del Black Arts Movement y desde entonces ha estado ligada a su espíritu de actualidad y compromiso político. Sus cuadros son irónicos y teatrales, sus esculturas replantean la función del monumento en la posmodernidad, sus poemas buscan una expresión propia entre lo coloquial y lo erudito. Himid presenta una oposición frontal a cualquier generalización museística de “arte poscolonial”, cuyas imprecisiones conoce perfectamente por su labor como profesora. Himid conoce también las tendencias de las instituciones y sabe parodiar sus objetivos, aunque en muchos sentidos no puede evitar ser encajonada en el sistema artístico del gran museo. El potencial político de obras como Do You Want An Easy Life, una parada de autobús a la que el visitante no tiene acceso, o la visión paródica del viaje del migrante, se desvanece en el propio museo, dejando al visitante algo perdido, literalmente fuera de lugar.
Las tres exposiciones parecen llegar a una misma conclusión: en el museo solo parece caber la historia que es más cómoda de contar. El supuesto wokismo de las instituciones termina fagocitando estas luchas sociales, al querer presentarlas de una forma comprensible para los mismos visitantes de siempre. No hay un esfuerzo retórico por modificar las estructuras del discurso y obligar a cambiar a los receptores (tal vez labor imposible desde las instituciones estatales), así que se recurre a ese término ambiguo y peligroso que es la inclusión para disimular la diferencia, como ya advirtió el propio Stuart Hall. El visitante (blanco) no tiene que hacer ningún esfuerzo: las obras aparecen acomodadas al marco que conoce y el museo no se replantea nada en realidad: agranda sus salas, paga a arquitectos para reformar sus espacios y digitaliza sus contenidos, pero solo reproduce, no produce; no es crítico, porque no se enfrenta con su pasado. Tal vez la mejor decisión habría sido mostrar las obras en su diferencia, como sí sucede, quizá de forma un tanto fortuita, con la película de Akomfrah, que ahora se vincula en la colección permanente a los tramos finales del arte británico, aunque con una voluntad multicultural. Por mucho que se amplíe el canon, el problema está intacto, porque las formas de construir la historia, sus metáforas, siguen siendo las mismas.
‘Life Between Islands’. Tate Britain. Londres. Hasta el 4 de abril.
‘Lubaina Himid’. Tate Modern. Londres. Hasta el 2 de octubre.
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