Episodios nacionales: de cuando Macià quiso proclamar la independencia de Cataluña
Hacía meses que el teniente coronel retirado, con 66 años y tres de exilio en París, buscaba aliados para implementar el plan insurreccional diseñado por él mismo
La mercancía turbia sobre sus camaradas le ponía. A las nueve de la mañana, Arturo Bocchini —jefe superior de la policía— llega puntual al Palacio Chigi con el portafolio de cuero negro para entregarlo al dictador. Se relamía con datos nuevos sobre viejos compañeros de armas reconvertidos en exiliados derrotados. En teoría esos veteranos de la I Guerra Mundial estaban dispuestos a entrar en combate como activistas antifascistas. Como otros miles de exiliados de toda Europa, recalaban en París y fantaseaban con re...
La mercancía turbia sobre sus camaradas le ponía. A las nueve de la mañana, Arturo Bocchini —jefe superior de la policía— llega puntual al Palacio Chigi con el portafolio de cuero negro para entregarlo al dictador. Se relamía con datos nuevos sobre viejos compañeros de armas reconvertidos en exiliados derrotados. En teoría esos veteranos de la I Guerra Mundial estaban dispuestos a entrar en combate como activistas antifascistas. Como otros miles de exiliados de toda Europa, recalaban en París y fantaseaban con revoluciones y venganzas, pero cada vez más los había que malvivían en la triste miseria. Cuando le cuentan que los hay tan enganchados a la cocaína que están dispuestos a actuar de agentes dobles o informadores a sueldo o lo que sea para poderse pagar la dosis, Benito Mussolini babea.
La escena la recrea Antonio Scurati en El hombre de la providencia, segundo volumen de su novela documental sobre Mussolini. Hace un par de meses le vi en Girona. Entró en Les Voltes y se interesó por la biografía de Massot sobre el Conde Rossi, el fascista macabro que impuso el terror en la Mallorca de la Guerra Civil. Scurati busca datos que tal vez utilice en una de las filigranas narrativas del tercer volumen, centrado en las relaciones del Duce con el Führer. Ahora se ha publicado otro libro —L’aixecament de Prats de Molló, de Giovanni C. Cattini— que le hubiese servido para incorporar más detalles en esa escena que se desarrolla en el Palacio Chigi. Cuenta que uno de los primeros éxitos de Bocchini fue la caída de Ricciotti Garibaldi. El nieto del militar que unificó Italia actuaba como agente provocador y se despeñó al implicarse en la insurrección fallida de Francesc Macià.
Hacía meses que el teniente coronel retirado Macià, con 66 años y tres de exilio en París, buscaba aliados para implementar el plan insurreccional diseñado por él mismo. Pero de los catalanes de América no había conseguido la financiación necesaria ni, a pesar de viajes y reuniones, un acuerdo con los anarquistas o la complicidad de la Komintern. Y pese a ello, objetivo claro: armar a un ejército de voluntarios para cruzar clandestinamente la frontera por los Pirineos y liderar un movimiento revolucionario cuyo objetivo era la proclamación de la independencia de Cataluña. Días de cafés y tabernas. El verano de 1926 algunos de los chavales de Macià conocen a una red de exiliados italianos que habían combatido en la Gran Guerra y cuyo líder era el antifascista Garibaldi. Tenían lo que Macià necesitaba: experiencia de combate. Aceptaron participar de su proyecto, financiado en buena parte gracias a la fortuna de su mujer. El complot debía estallar a principios de noviembre.
Lo que Macià ignoraba era que, por una parte, entre aquellos milicianos había informadores de la policía secreta (los capta el agente secreto Francesco Lapolla) o que Garibaldi jugaba a dos bandas —cobraba de exiliados y también del fascismo para promover una expedición armada fake— y, sobre todo, Macià no sabía que la diplomacia española los tenía controlados. El profesor Cattini, que ya publicó un estudio sobre la conexión italiana de estos hechos, evidencia ahora el monitoreo de las autoridades españolas con documentos desempolvados del archivo del Ministerio del Interior y el de Exteriores. Cartas del consulado de Perpiñán denunciando actos de propaganda nacionalista, telegramas del de Toulouse dando detalles sobre arsenales escondidos en la montaña y proponiendo excursiones para confiscarlos. Información que llega al embajador de España en París, que autoriza el pago a confidentes o se reúne con altas autoridades francesas —para protestar porque el Centre Català de París colgaba banderas, para pedir que se expulsase del país a desertores y al conspirador Macià— y, en fin, puntualmente informa al director general de Seguridad en Madrid. Aunque la policía española desarrollaba actividad en territorio francés sin autorización, al Gobierno galo parece que no le importaba.
El 26 de octubre de 1926 era martes y el embajador de España en París escribía al director general de Seguridad. “Macià ha estado y está al habla con Garibaldi, hijo del general y prófugo italiano que reside en Francia. Insisten mucho en la existencia de un complot preparado para fines de la semana”. Tres días antes había advertido que no podía descartarse un intento de magnicidio: matar a Alfonso XIII y a su dictador Miguel Primo de Rivera. El jueves, detenciones en Barcelona. El viernes, más noticias confidenciales desde París. “Para evitar toda sorpresa, pensamos que convendría adoptar sin pérdida de tiempo las precauciones, pues se agitan muchos en los centros catalanistas y los anarquistas que tienen prisa de intentar algo en España en colaboración con los italianos de aquí a algunos días. Hay un asunto de introducción de bombas…”. El grupo que el 30 de noviembre viajó de París a los Pirineos fue el primero en caer. En total, la policía francesa arrestó a 115 personas, 94 catalanes y 21 italianos. En Niza, la Gendarmerie detuvo a Garibaldi. Se supo que era un traidor y un corrupto. De inmediato, la información llega al Palacio Chigi.
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