Jill Freedman, una fotógrafa en la ciudad del miedo
A finales de los setenta, la autora documentó el lado más turbulento y criminal de Nueva York en ‘Street Cops’, su publicación más célebre, que se reedita después de tres décadas descatalogada
“Bienvenidos a la Ciudad del Miedo” era la frase que encabezaba el panfleto con el que eran recibidos muchos de los viajeros que en junio de 1975 llegaban a los aeropuertos de Nueva York. Una calavera encapuchada ilustraba el alarmante folleto donde quedaban desglosadas nueve “directrices” que servirían a los recién llegados para esquivar los peligros que podrían acecharles durante su visita. Publicado por una coalición de sindicatos, en representación del cuerpo de policía, de los funcionarios de prisiones y de los bomberos, era su respuesta ante el plan de recortes y despidos que amenazaba a...
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“Bienvenidos a la Ciudad del Miedo” era la frase que encabezaba el panfleto con el que eran recibidos muchos de los viajeros que en junio de 1975 llegaban a los aeropuertos de Nueva York. Una calavera encapuchada ilustraba el alarmante folleto donde quedaban desglosadas nueve “directrices” que servirían a los recién llegados para esquivar los peligros que podrían acecharles durante su visita. Publicado por una coalición de sindicatos, en representación del cuerpo de policía, de los funcionarios de prisiones y de los bomberos, era su respuesta ante el plan de recortes y despidos que amenazaba al gremio. La ciudad se encontraba prácticamente en bancarrota.
De esta ruina emergieron monólogos como el de Travis Bickle, protagonista de Taxi Driver; el terrorífico retrato de la alienación y la soledad urbana, filmado por Martin Scorsese durante aquel verano, coincidiendo con una larga huelga de basureros: “Por la noche, salen todos los animales. Putas, pordioseros, sodomitas, travestidos, maricones, drogadictos, toxicómanos. Todo es asqueroso y venal. Algún día, una lluvia de verdad se llevará toda esta basura de la calle”. En diez años, la tasa de homicidios se había triplicado y Hollywood se disponía a capitalizar la realidad más descarnada de la ciudad que nunca duerme. Si algo compartía Jill Freedman (Pittsburgh, 1939 - Nueva York, 2019) con el perturbado taxista era su afición por merodear por los márgenes observando a sus habitantes pero, al contrario que el solitario y justiciero antihéroe, la fotógrafa tendería a empatizar y a dignificar a los sujetos de sus instantáneas, bien fuesen malhechores o policías, bomberos o circenses.
Freedman llegó a Nueva York en 1964. Se instaló en un apartamento en el bajo Manhattan, en Sullivan Street, donde como autodidacta montó un cuarto oscuro en el que trabajó durante 24 años y consolidó su prestigio como fotógrafa de calle. Al igual que a Brassaï, le atraía la noche y como su admirado y más mordaz antecesor, Weegee, solía llegar de los primeros a la escena del crimen. Si de este último se decía que lo lograba mediante una radio instalada en su coche que conectaba directamente con la policía, Freedman consiguió, algo que hoy quedaría por ver si es posible, empotrarse, desde 1978 hasta 1981, dentro del propio cuerpo policial, en dos comisarias de Manhattan que cubrían Times Square y Penn Station así como el East Village. De aquellas noches de desvelo, salpicadas de sangre, de alcohol, de trifulcas y de furia pero también a veces del humor, de la ternura y de la vulnerabilidad de sus protagonistas, se nutre Street Cops. El monográfico se publicó por primera vez en 1981 y, tras permanecer durante casi tres décadas descatalogado, Setanta Books lanza una nueva edición.
Tras un chivatazo, dos policías aguardan de perfil en el angosto pasillo que conduce a la puerta detrás de la cual que se halla el supuesto criminal armado. Uno de los agentes lleva en la mano derecha una pistola, el otro, en la izquierda, un puro. Entremedias, no muy lejos, pero invisible, se encuentra la fotógrafa, dispuesta también a disparar. “Golpearon la puerta y pidieron al hombre que saliera”, escribe la autora, “No había armas. Pero si hubiese salido disparando, ¿dónde habrían ido a parar?”. Cada fotografía encierra una historia en sí misma. Un relato que no solo retiene la ineludible realidad que abraza el momento sino que se ve enfatizado por la escritura de la autora, tan descriptiva con su cámara como en sus textos. Son imágenes directas y crudas, que desvelan un interés quizá más antropológico que crítico, enfatizando las distintas facetas de la labor de la policía, a quien da voz en los textos intercalando los comentario de distintos agentes con los suyos propios. “A veces una se pregunta a sí misma: ‘¿Qué buscas? ¿Qué es lo que te hace deambular por Harlem o el Sur del Bronx en medio de la noche?”, escribe Freedman. “La única cosa que se interpone entre uno y la gente de la calle es el miedo”, asegura un policía " Si no te tienen miedo, no te respetan. Si no te respetan, estás muerto”.
La autora rompe con la fotografía documental del momento, que requiere de una mirada más distante y neutra, a través de un acercamiento más amable. La serie guarda una clara relación con el trabajo realizado a principios de los setenta por el fotógrafo de Magnum Leonard Freed, Police Work, una obra formalmente más elegante y reflexiva que la de la fotógrafa, que parece más preocupada por lo que está fotografiando que cómo lo fotografía; por acercarse lo más posible a sus protagonistas en busca de reflejar la tensión emocional del momento. “Me dispuse a quitar glamur a la violencia”, diría. El sujeto y la emoción siempre antes que la estética y la técnica.
En un principio fue su escepticismo frente a las prácticas de la policía lo que la condujo a embarcarse en este proyecto. En 1968 había cubierto la llamada Marcha de los pobres, que tuvo lugar después del asesinato de Martin Luther King, de donde salió Old New: Resurrection City, su primer libro, publicado en 1970, donde se evidencia su indignación ante la injusticia y el abuso de cualquier tipo de poder. Pero tras pasar días enteros patrullando la ciudad con la policía de NYPD, su actitud hacia estos fue dulcificándose para acabar presentándolos como dedicados trabajadores que cumplen su función.
A fin de cuentas, tal vez era simplemente el conflicto en sí mismo y la complejidad de las relaciones humanas lo que por encima de todo interesaba a la artista, “una fumadora empedernida a la que la gustaba beber”, tal y como la describía John Leland en la necrológica publicada por The New York Times. “Vivía su vida y su obra como si estuviese participando en una audición para sus propias fotos. La sirena de la policía, decía, significaba que alguien estaba tocando su canción”.
‘Street Cops’, Jill Freedman. Setanta Books. 256 páginas. 60 euros.
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