¡Temblad, tiranos y pérfidos!

Tras la Revolución Francesa se desarrollaron los apasionantes actos de un drama que terminó alumbrando el mundo moderno, del que nuestra contemporaneidad es el último avatar

Ilustración del escritor Josep Pla, de R. Capmany (1927).Album / Kurwenal / Prisma

Escojo como título un vibrante verso traducido de La Marsellesa (1792), himno oficial de Francia desde 1795 (aunque prohibido durante el primer Imperio, la Restauración borbónica y durante la Guerra Mundial, tanto en la Francia ocupada como en el régimen de Vichy), porque, para bien o para mal, y al menos en lo que llaman Occidente, todos somos hijos de la Revolución Francesa, incluyendo a quienes la ven como origen de todos los males. Durante 15 años, desde...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

1. Revoluciones

Escojo como título un vibrante verso traducido de La Marsellesa (1792), himno oficial de Francia desde 1795 (aunque prohibido durante el primer Imperio, la Restauración borbónica y durante la Guerra Mundial, tanto en la Francia ocupada como en el régimen de Vichy), porque, para bien o para mal, y al menos en lo que llaman Occidente, todos somos hijos de la Revolución Francesa, incluyendo a quienes la ven como origen de todos los males. Durante 15 años, desde la toma de la Bastilla hasta la (auto) coronación de Napoleón, se desarrollaron los apasionantes actos de un drama que terminó alumbrando el mundo moderno, del que nuestra contemporaneidad es el último (y si no conseguimos evitarlo, terminal) avatar. La historiografía y la literatura que aquella sucesión de acontecimientos ha engendrado es casi inabarcable, en cambio resulta paradójica la falta de un gran museo de la Révolution Française. El del castillo de Vizille, cerca de Grenoble, no está a la altura, a pesar de que en él se encuentra una excelente biblioteca temática en la que se guardan (entre otros muchos) los legados documentales y bibliográficos de dos grandes estudiosos que interpretaron la revolución de muy distinta manera: Albert Soboul (1914-1982), el historiador marxista, mandarín intransigente de la escuela jacobina de estudios revolucionarios, que analizó los acontecimientos bajo el prisma de la lucha de clases, y para quien los sans-culottes encarnaron el embrión del proletariado urbano (y el Terror constituyó un instrumento inevitable para defender las conquistas revolucionarias); el otro historiador es François Furet (1927-1997), que muy pronto se alzó contra “el catecismo revolucionario” de Soboul, criticando acerbamente la “ilusión retrospectiva de ver en los actores de la historia simples eslabones de un engranaje histórico escrito de antemano”, y repensando, por ejemplo, el Terror de 1793 a la luz del implantado por los bolcheviques desde 1917. Sobre la Revolución Francesa me resultan más eficaces y concentradas, aunque limitadas a París, las salas que le dedica el estupendo Musée Carnavalet, en las que se exhiben objetos, documentos, maquetas, emblemas, armas y toda clase de objetos de la época, además de una interesante colección de pintura de la que destaco, por el entusiasmo que revela, El juramento del Jeu de Paume, atribuido a Jacques-Louis David. El último intento de interpretación de la Revolución Francesa es el que lleva a cabo el historiador estadounidense Jeremy D. Popkin en el recientemente publicado (Galaxia Gutenberg) El nacimiento de un mundo nuevo, en el que, además de ocuparse más extensamente de grupos anteriormente descuidados por historiadores europeos (mujeres, negros: excelente capítulo sobre la revolución en Haití), el autor se interesa por los debates de los revolucionarios en presencia, y señala, desde su punto de vista conservador, las diferencias esenciales entre las revoluciones francesa y rusa. En todo caso, y para una visión más panorámica y narrativa de los acontecimientos revolucionarios, mi libro favorito sigue siendo Ciudadanos, una crónica de la Revolución Francesa, de Simon Schama, publicado por Debate en 2019.

Stanislaw Lem, en su casa de Cracovia en 1975.REUTERS

2. Biografías

Nada me alegra más que comprobar cómo se va cubriendo el anterior (y enorme) vacío de las biografías literarias en nuestro mercado libresco. Entre las últimas que se han publicado destaco dos: Rubén Darío, la vida errante, de los profesores Rocío Oviedo Pérez de Tudela y Julio Vélez-Sainz, es una nueva biografía académica pero bien contada (un binomio no siempre presente en los textos de historiadores universitarios) del más influyente poeta hispánico de finales del XIX y primer cuarto del XX. El libro está publicado por Cátedra dentro de su meritoria colección de biografías literarias; la única pega que puede ponérsele es la ausencia de índices onomásticos y temáticos, algo que, con los medios informáticos, no resultaría difícil implementar. Lem. Una vida que no es de este mundo (Impedimenta, traducción de Bárbara Gil), de Wojciech Orlinski, es la primera biografía publicada en español del inclasificable polígrafo polaco Stanislaw Lem (1921-2006), cuyas obras (especialmente las clasificadas como ciencia ficción) han sido traducidas por varias editoriales españolas. Desde hace unos años, Impedimenta tiene en su catálogo buena parte de la obra del autor polaco, incluyendo, por supuesto, la profundamente filosófica (y freudiana) Solaris (1961), llevada al cine, entre otros, por Andréi Tarkovsky (1972) y Steven Soderbergh (2002). Más modesta, pero igualmente meritoria es la colección de biografías breves Vidas Térmicas de la editorial malagueña Zut, un sello fundado por el novelista Juan Bonilla y el abogado y editor Carlos Font que descubrí hace unos años gracias a la publicación de Morgue (1912, traducción de Jesús Munárriz), el tremendo libro de Gottfried Benn (1886-1956), del que todavía recuerdo la impresión que me produjo el poema Sala de parturientas. En la colección Vidas Térmicas (en torno a 100 páginas cada una) se han publicado, entre otras, las biografías de Pynchon, Ajmátova o Mohamed Chukri.

3. En el autobús

Cada vez que me subo a uno, me viene a la cabeza, aunque no venga a cuento, una frase genial del Viaje en autobús (1942) de Josep Pla (edición de Xavier Pla en Cátedra): “¡Qué bien estamos todos en el autobús (…) arropados en el humo de las labores variadas y finolis!”. Ya sé que el maestro catalán del castellano se refería a su viaje en un autocar de línea, pero da igual. Estos días he leído a trozos y con mucho gusto el originalísimo libro 101 autobuses de Madrid (Abada), de Carlos Alberdi, una estupenda guía de viajes de Madrid (y de sus transformaciones) a partir de la descripción minuciosa (paisajes, gentes, lugares) de cada línea de autobús que lo recorre. Si aman y odian y aman otra vez a esta ciudad con y sin Ayuso no deberían perdérselo.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Más información

Archivado En