La ciudad de los vivos y los muertos
Con la ayuda de un cómplice, el hijo ha matado a alguien, y no ha sido un atropello: lo han torturado durante horas
Dice Cesare Pavese que el destino es lo que ya ha sucedido y todavía no sabemos que ha sucedido. Un hombre conduce con uno de sus dos hijos a su lado, el menor, que tiene 29 años y a diferencia del primogénito no parece inclinarse hacia nada sólido en la vida. El hijo tiene mala cara, está distraído, se le nota que ha pasado la noche entera de juerga. El padre, como otras veces, le riñe cansadamente por cosas que no ha hecho, se queja de que el día antes estuvo llamándolo por teléfono muchas veces en vano. Mirando a la ca...
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Dice Cesare Pavese que el destino es lo que ya ha sucedido y todavía no sabemos que ha sucedido. Un hombre conduce con uno de sus dos hijos a su lado, el menor, que tiene 29 años y a diferencia del primogénito no parece inclinarse hacia nada sólido en la vida. El hijo tiene mala cara, está distraído, se le nota que ha pasado la noche entera de juerga. El padre, como otras veces, le riñe cansadamente por cosas que no ha hecho, se queja de que el día antes estuvo llamándolo por teléfono muchas veces en vano. Mirando a la carretera con los ojos enrojecidos por la fatiga y la falta de sueño el hijo confiesa que se pasó el día entero consumiendo cocaína. El padre estalla: “¿Hay algo más bajo que la cocaína?”. En el mismo tono, el hijo dice: “He matado a un hombre”. Incrédulo, asustado, el padre aventura: quizás ha sido un accidente, el hijo ha podido atropellar a alguien conduciendo bajo los efectos de la cocaína y el alcohol. Pero el espanto de la confesión solo había empezado: con la ayuda de un cómplice, el hijo ha matado a alguien, y no ha sido un atropello: lo han torturado durante horas entre los dos con un cuchillo de cocina y lo han rematado a martillazos.
La historia sucedió en marzo de 2016, y causó en Italia una conmoción pública amplificada morbosamente por los medios y más todavía por las redes sociales. En Roma, una noche, dos jóvenes de posición desahogada y dudosas perspectivas profesionales, Manuel Foffo y Marco Prato, en el curso de una juerga de alcohol y cocaína que llevaba durando sin pausa varios días y noches, se ensañaron con una víctima a la que apenas conocían, un muchacho mucho más pobre y varios años más joven que ellos, Luca Varani, que trabajaba como aprendiz en un taller de mecánica. A la mañana siguiente, cuando le confesó el crimen a su padre, Manuel Foffo se dio cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de su víctima.
Hay historias, del todo ajenas a la propia vida, que parece que estaban esperándolo a uno. Como todo el mundo en Italia, Nicola Lagioia se vio subyugado por el crimen de Foffo y Prato, por su saña sin límite y sin explicación. Lagioia es un periodista cultural y un novelista muy bien considerado en Italia. Empezó leyéndolo todo, la catarata de noticias sobre los asesinos y la víctima, las confesiones, los argumentos legales de abogados y jueces, la erupción de exabruptos vengativos en las redes sociales. Le habían pedido que escribiera algo sobre el caso, pero el cumplimiento de ese encargo lo llevó mucho más lejos de lo que habría sido aceptable, y hasta prudente, para un reportaje de periódico. Lo que iba descubriendo, en vez de apaciguar sus ganas de saber, lo empujaba a seguir buscando febrilmente todo lo que aún no conocía. Y, al seguir el hilo de aquellas tres vidas en principio tan alejadas entre sí y que nunca hubieran debido cruzarse, Lagioia fue encontrando muchas otras que tenían que ver de algún modo con ellas y que también sería preciso contar en los centenares de páginas de un libro que terminó llamándose La città dei vivi.
No hay libro memorable que no sea el resultado de una deflagración, primero súbita y luego demorada, sostenida en el tiempo, alimentada de sí misma, de la obsesión que ha incitado. Lo que empezó siendo la crónica de un crimen y de un proceso judicial se expandía hacia afuera para abarcar el tejido de la ciudad en la que había sucedido, la Roma caótica de los atascos de tráfico, los socavones eternos, las inundaciones calamitosas en los días de lluvia, la corruptela y la inercia política, los abismos sociales. Lagioia encuentra un vínculo entre lo bárbaro y lo gratuito del crimen y la violencia y la ruina de la ciudad, las vidas sin norte que se entrecruzan en ella, la miseria y el lujo, el esplendor y la inmundicia, el abandono de los servicios públicos. Al contar las invasiones de ratas y la rapiña de las gaviotas que desgarran con sus picos las bolsas de basura, Lagioia adquiere un tono entre visionario y de denuncia que recuerda el modo en que Curzio Malaparte describía los desastres de Nápoles martirizada por la guerra y por la erupción del Vesubio en 1944. La exasperación cívica de Lagioia está empapada sin embargo de amor por una ciudad que se vuelve más invivible en la medida en que uno no puede renunciar a ella. La città dei vivi es la Roma en la que los vivos y los muertos están tan cerca los unos de los otros como lo están las diversas ciudades antiguas sepultadas en el subsuelo, emergiendo de pronto en el paisaje del presente y mezclándose con él.
Pero el libro también tiene una dimensión introspectiva, y es mérito de Nicola Lagioia haberla manejado con el pudor suficiente para mostrar la propia herida sin recrearse en el exhibicionismo, a la manera ya agotadora de Emmanuel Carrère. No siempre es explicable para alguien que escribe el motivo verdadero que lo ha empujado hacia una cierta historia. A Manuel Foffo y a Marco Prato se los llamó monstruos de inmediato, sin duda para exorcizar la monstruosidad evidente que habían cometido. Un monstruo siembra el terror, aunque también la tranquilidad de conciencia, porque a él están reservados por definición los actos monstruosos, lo cual nos exime a nosotros, a todos los demás, de la posibilidad de cometerlos, de vernos alguna vez al otro lado de esa frontera de la normalidad que los monstruos han cruzado. Pero Lagioia examina las vidas de Foffo y Prato antes de aquella noche, y antes del día trivial y funesto en que se encontraron, y no ve en ellas nada excepcional, un trastorno, un impulso que de antemano los condujera hacia el crimen. No advierte la diferencia, sino el parecido con muchos otros, con él mismo. También él, de muy joven, se encontró desarraigado y perdido, se dejó llevar por el romanticismo idiota del alcohol y las drogas, cometió tonterías temerarias que quedaron en nada pero que en cualquier momento pudieron haberse vuelto irreversibles, haberle malogrado para siempre la vida. No estaba escrito que Foffo y Prato se convirtieran en asesinos, ni Varani en víctima. En La città dei vivi está el temblor de lo que sucede y de lo que no sucede, de lo que llega sin aviso y ya es irreparable y no termina nunca.
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