Chirbes contra Chirbes (y contra todos)
Los diarios póstumos del autor de ‘Crematorio’ son un repaso despiadado a su propia figura y a la de sus contemporáneos. Publicamos una selección con reflexiones íntimas y opiniones sobre escritores como Arturo Pérez-Reverte, Belén Gopegui, Antonio Muñoz Molina, Philip Roth o John Le Carré
18 de enero de 1992. Como me derrumbo y empiezo a pensar una vez más que esa idea de que puedo llegar a ser escritor es una fantasía de ególatra, vuelvo a la modestia de estos cuadernos, que no son para nadie, que no compiten con nadie. Ni están al albur del juicio de nadie. Ellos con ellos mismos, y yo a solas conmigo. Es de noche. Ordeno perezosamente ―sin prisa pero sin pausa― los libros en unas estanterías que me han hecho recientemente. Me aplasta el peso de todos los libros leídos o a medio leer. Con qué poco provecho, pienso. Desde hace algún tiempo, me encuentro cansado, ...
18 de enero de 1992. Como me derrumbo y empiezo a pensar una vez más que esa idea de que puedo llegar a ser escritor es una fantasía de ególatra, vuelvo a la modestia de estos cuadernos, que no son para nadie, que no compiten con nadie. Ni están al albur del juicio de nadie. Ellos con ellos mismos, y yo a solas conmigo. Es de noche. Ordeno perezosamente ―sin prisa pero sin pausa― los libros en unas estanterías que me han hecho recientemente. Me aplasta el peso de todos los libros leídos o a medio leer. Con qué poco provecho, pienso. Desde hace algún tiempo, me encuentro cansado, enfermo (una vez más). Hay que ver qué agonía más larga nos muestra usted, joven: pasan decenios y todo sigue por el estilo, sin un clavo al que agarrarse, en su perpetua mala salud, y preparándose para unos novísimos que se acercan: silencio y osario. Y mucha dosis de oscuridad.
7 de mayo. ¿De qué voy a escribir ahora? Parece que empiezo a librarme de la nefasta influencia que, durante los últimos meses, ha ejercido sobre mí La buena letra: no conseguía desprenderme de ella, me agobiaba, me la leía todos los días, en ocasiones dos y tres veces en el mismo día, y lloraba. Sí, me ponía a llorar. No sé qué nervio de dentro de mí ha tocado ese libro, pero me lo ha dejado en carne viva. Como si el libro y yo fuéramos lo mismo, animalitos temblorosos, irritables y asustadizos, en cualquier caso heridos. Ahora intento empezar otra cosa. Tengo una población de fantasmas en la cabeza: muertos que pelean contra el olvido. Poco más. Quién puede ser el narrador, a quién puede contarle la historia, por qué motivo. O sea, que faltan todos los elementos que forman una novela. Vago perdido: no quiero decir que sea un perezoso sin remedio, sino un vagabundo sin rumbo. Cada vez es lo mismo. Y este país gozoso, que babea entre tracas de expos y olimpiadas. Es como si todo fuera en una dirección y yo me empeñara en ir en otra.
“¿Dónde coño está el bien, eso que uno ha buscado toda la vida?”
20 de agosto de 1992. Ayer me llamó V. R. para decirme que ha muerto François. Su larga enfermedad, los terribles últimos meses primero en el Hospital de Saint Louis, luego en el de Rouen. La última vez que lo visité en el Hospital de Saint Louis, intenté convencerlo para que viniera a pasar una larga temporada en Extremadura. Le conté cómo era el campo aquí, la dehesa, te gustará, las encinas se pierden de vista, las extensiones solitarias, podrás sentarte al sol, que tanto echas de menos, pasear; le aseguré que tenía una habitación preparada para él en la casa. Él asentía, pero luego se echó a llorar desconsolado. Meses más tarde, ya en el hospital de Rouen, le repetí la invitación, ahora más bien como piadosa mentira. Estaba absolutamente impedido, no podía salir de allí porque lo tenían encadenado a los tratamientos (por teléfono, alguna de las noches que me llamó se quejaba de que lo ataban a la cama, y también de que tenía pesadillas, hablaba con dificultad, como si estuviera drogado: nunca sabré dónde terminaban las pesadillas; los sanitarios no son demasiado cariñosos con los enfermos de sida). Sácame de aquí, me pidió, pero ya no se tenía de pie, apenas veía, y escuchaba voces amenazadoras por las noches: seguían acosándolo las pesadillas. En el hospital de Rouen, lo engañé: En cuanto estés mejor, te vienes a Extremadura. Me miró con odio desde el fondo de la almohada. Tengo esa mirada clavada, no me libro de ella. Ni debo, ni quiero, ni puedo.
2001. Releo, muchos años después, Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Cada vez aprecio más la contenida precisión de Zweig, que nunca pretende ser un genio, sino un honesto narrador. Lo consigue y consigue que lo admiremos y respetemos tanto precisamente por eso mismo
No es El jardinero fiel de los mejores libros de Le Carré. Se le ve demasiado la mampostería.
Termino El Quincornio, de Miquel de Palol, un libro brillante.
También exhibe brillantez en algunos tramos Lo real, de Belén Gopegui, un libro bienintencionado, que en su conjunto resulta artificioso, hasta rozar la cursilería en algunas metáforas y en la elección de adjetivos. Personajes y diálogos poco creíbles. Un libro que me resulta, sobre todo, aburrido.
De Vincenzo Consolo (El pasmo de Palermo) me gusta el lenguaje, pulido y preciso como el borde de un diamante, y también su desconcentrada estructura, el narrador disperso que propone el libro, ¡refleja tan bien el caos siciliano! Empañan el texto ciertos amaneramientos y un final obvio. Sefarad es, con El jinete polaco, el libro más ambicioso de Muñoz Molina, pero tiene algo resbaladizo, además de ese afán suyo por exhibir un cosmopolitismo de pie forzado. Sus mujeres son más de papel (del papel de los carteles de cine de los años cincuenta) que de carne y hueso. Por otra parte, el libro no se priva de algunas dosis bastante cuantiosas de impudor. Yo no sé cómo Antonio, que tiene un oído tan atento, no se da cuenta de que, en demasiadas ocasiones, al leer el libro se tiene la impresión de que el autor es el único que ha entendido tal o cual problema, el único sensible en un mundo de corcho. Su falta de sentido de la proporción, del decoro, le lleva a decir cosas del estilo de allí estábamos los dos, Mari Puri (o como se llame la novia) y yo, como Kafka y Milena estaban en Praga. Esas cosas abochornan, no debe decirlas un escritor. Si a uno han de compararlo con quien sea, han de hacerlo los otros, los lectores, los críticos, los maestros; sobre todo cuando metemos en la harina de nuestro costal grandes nombres de la literatura, fetiches que calzan público coturno.
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Philip Roth, en La mancha humana, se nos brinda como siempre, corrosivo, lleno de humor. Como en las anteriores entregas de su trilogía patriótica (Pastoral americana y Me casé con un comunista), arremete contra la beatería de sus paisanos. Ha conseguido componer un friso al estilo Dos Passos, verdaderamente imprescindible para entender los comportamientos de la sociedad americana, aunque, ¿por qué no decirlo?, un tanto reiterativo.
2002. El estilo como disciplina del pensamiento. Lo vivo yo mismo, cuando escribo mis novelas: lo que es caos, retórica, a fuerza de disciplina va tomando forma, maneras. Un buen día, te pones a leer lo que llevas escrito y descubres que tienes un libro, que has encontrado el estilo. El libro te dice algo a ti. Te lo cuenta. Una novela.
2004. Son fiestas en el pueblo. Hasta aquí me ha llegado el ruido de los fuegos artificiales (ni siquiera me he asomado a la ventana para verlos), y, ahora, la música que anima el baile llega hasta casa desde el fondo del valle. No soy de este pueblo, ni quiero serlo. En Valverde tuve la sensación de que ―a la contra de las fuerzas vivas, en continua pelea― lo era, me interesaba el bienestar de aquel pueblo, la felicidad de la gente. Aquí me da exactamente igual. Viven satisfechos en su deriva hacia lo peor. Allá ellos. Al principio, me sedujeron las palabras de la lengua materna, el tono de voz, los cuerpos que eran cuerpos que parecían sacados del pozo de mi infancia, cierta manera de estar en el mundo, pero no he tenido tiempo para hacerme la ilusión de que recuperaba algo de ese brillo, de que volvía a él. Lo que el amago de convivencia aquí me ha echado a la cara es el conjunto de razones por las que nunca quise vivir en esta puta tierra.
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Intentaré explicarlo: desde que he vuelto aquí, a esta que debería ser mi tierra, el papel que he representado durante tantos años, y que tanto me ha costado aprender, para huir del que la genética, la historia y la clase social me habían adjudicado, ha perdido credibilidad. Me he quedado sin papel, parado sobre el escenario y mudo, sin nadie en la concha del apuntador. Vuelvo a ser aquel que no quise ser; pero, además, sin centro y en decadencia. Pierdo mis valores y me niego a aceptar los que se me ofrecen, que no son más que una forma de destrucción masiva. Que revienten ellos, que se revienten con su casa su huerto su señora o marido y sus niños. Qué respeto puede merecer un pueblo que ha convertido el paraíso que le regalaron (lo era en su pobreza, lo conocí) en un albañal infecto. Se han follado a los ángeles que ha mandado el Señor. Les queda tragarse la lluvia de fuego, que donde estuvieron (donde están) quede solo una negra y maloliente mancha, entre bituminosa y azufrada.
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Saber que no me queda tiempo para conseguir ese deseable orden de la cabeza, para estudiar filosofía, filología, música, idiomas, tiempo para sistematizar. Nada de eso. Estoy condenado a tener esta cabeza siempre a punto de estallar, un pot-pourri en el que hierve todo mezclado, mal troceado, mal aliñado.
Tres canciones de las noches de trueno con Jesús Toledo, allá por el 83 u 84: Eurythmics: “Sweet Dreams”; Radio Futura: “Veneno en la piel”; Alaska & Nacho Canut: Fangoria: “A quién le importa”. Cada vez que las oigo, me acuerdo de él; de su idea del vicio, pastillitas de colores, polvitos blancos, mucho alcohol de quemar cuerpos y almas, y un joven virgen al que tumbar en el barro. El histérico Madrid de la movida. Su embestida se llevó por delante a una generación y parte de otra.
2004. 21 de noviembre. Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte. Otra forma de espíritu: revolución en el casticismo. Al parecer resulta excelente, no sé si correcta, no entiendo de eso, ni me he documentado, la reconstrucción de las batallas, el novelado de la terminología bélica y marinera. Eso dicen los críticos. Pero, y el pero es muy grave (y tiene que ver con lo que ayer escribía acerca del espíritu moderno y las diversas formas de entenderlo), el artefacto me produce repelús, un sentimiento de rechazo que, a medida que avanza el libro, roza la indignación. Me resultan insoportables los diálogos, que apenas ayudan a construir a los personajes; o, más bien, los destrozan. Pérez-Reverte está convencido de que como novelista puede hacer lo que le salga de los cojones (por usar el lenguaje que le gusta) y le brinda al lector un descabellado recital de lenguaje macarra, lenguaje de corte “vallekano”, pura movida madrileña en boca de estos pobres hombres que tomaron sopas en el siglo XVIII, y, sin salirse de ese arbitrario espacio ―por otra parte es lo suficientemente ancho―, ofrece un esperpento de rancio españolismo levantado en armas frente a lo gabacho, una forma de variante de Torrente, el brazo armado de la ley, en la que no faltan toques de lo que conocemos como prensa del corazón. Algunas frases que dicen los personajes: “una cosa discreta, sufrida, fashion” (pág. 36); “como los enanitos del bosque, aibó, aibó” (pág. 39), “el pifostio” (pág. 51), “les meto a los ingleses... un gol que se van a ir de vareta” (pág. 68), “¿Cómo se dice poca picha en gabacho?” “Poca piché” (pág. 71), “Toma candela yesverigüe fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán?” (pág. 89), “la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot” (pág. 99), o “Que se me tombe par terre la chorra...” (pág. 100). Horacio Nelson, en el texto, se nos presenta como “un marino de pata negra”, un “Jabugo de los mares”. En la construcción del esperpento patriótico, da todo igual, pata negra o “Nati Mistrati” (pág. 168), el “zipizape” (pág. 215). Churruca se casa con un yogurcito de buena familia, y los hay que “cantan la traviata” en la página 140. Y a eso los críticos sesudos lo tratan como novela histórica. “Yes, verywell”. El autor es académico. El artefacto va dirigido a un público de ideología (llamémoslo así) tan confusa como la que mueve las hinchadas de los campos de fútbol, vagamente irritado por el injusto trato que le da la vida, y tocado en sus valores patrios por algo que ha roto con lo que se supone que hubiera sido su buena vida de siempre: hay xenofobia (antigabacherío) y vindicación de la España de siempre: populismo de la España de los de abajo, siempre traicionada. Y el texto se abre a una profusión de proclamas contra la modernidad, y —de nuevo― a favor del pueblo irredento al que castigan, roban y desprecian unos señoritos finos amariconados y afrancesados. Lo dicho: Reverte derrocha dosis de populismo y demagogia. Aunque (y aquí entra la tradición interclasista del franquismo: escribimos después de ese huracán) los conceptos de “Valor” y “España” pueden unir a los de arriba con los de abajo. […] Leyendo Cabo Trafalgar, cobra urgente actualidad La gallina ciega, de Max Aub. Ha ocurrido algo irreparable en la historia de España que no admite la espontaneidad, la inocencia; que exige cirugía al enfrentarse a ciertos temas, a ciertas formas. Digamos que parece que, después de Franco, ya no es posible un Arniches. La bonhomía popular que los franceses de mediados del siglo pasado encontraron en gente como Pagnol, o los italianos con el Don Camilo de Guareschi, aquí no cuajó. No podía cuajar. No hay arnichismo popular contemporáneo que no venga corrompido por el franquismo. Lo que me escandaliza de los personajes de Pérez-Reverte no es el lenguaje, ni los anacronismos que usa como chiste, sino lo que ese lenguaje traduce: los modales, el tipo moral a quien corresponde. No, no soy Virginia Woolf rasgándose las vestiduras por cómo hablan los personajes del Ulises de Joyce. Soy solo yo, que oigo el Viva España de los campos de fútbol, el Puto Valencia de los alicantinos, el moro hijoputa, o Catalán Polaco, o el rájalo, y tiemblo porque sé que ahí se incuba el huevo de la serpiente del fascismo que venga. […]
2005. 7 de enero. En estos días de dictadura del pensamiento uniforme, solo la espinoziana libertad de juicio te mantiene la moral, aunque sea una moral más de piqueta destructiva que de arquitecto que levanta un edificio.
A ratos perdidos. Diarios (tomo I)
Anagrama, 2021. 468 páginas. 20,90 euros.
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