Crónica del desastre

Vale la pena levantarse del asiento, en lugar de leer esta reseña, e ir de inmediato a una librería a comprar esta bellísima, impresionante, crónica del desastre, escrita como poema infinito, dolido, doloroso, por Alfonso Armada. Él es un español insólito, y por tanto un escritor fuera de serie, así como un periodista que no resiste clasificación alguna, pues ha convertido su mirada sobre la vida, sobre las personas, sobre los hechos, en una forma de explicar su corazón y las tinieblas.

Un ejemplo mayor de esa actitu...

Vale la pena levantarse del asiento, en lugar de leer esta reseña, e ir de inmediato a una librería a comprar esta bellísima, impresionante, crónica del desastre, escrita como poema infinito, dolido, doloroso, por Alfonso Armada. Él es un español insólito, y por tanto un escritor fuera de serie, así como un periodista que no resiste clasificación alguna, pues ha convertido su mirada sobre la vida, sobre las personas, sobre los hechos, en una forma de explicar su corazón y las tinieblas.

Un ejemplo mayor de esa actitud suya sobre lo que ocurre, y no solo sobre lo que le ocurre a él, al contrario, es este libro que tiene forma de poema pero que podría ser también un cuadro, una película, un gran reportaje, una montaña o un abrazo. Es un abrazo, en realidad, en el que se ayuda, para explicar la huella del drama que es la pandemia, de poetas entrañados en su manera de entender la literatura, así como del implacable calendario que él va siguiendo, día a día, para dejar dicho, con palabras de rabia asombrada, lo que le despierta o lo que le hunde.

Es un libro existencialista, en el sentido de que trata del asombro de los que existen y también del dolor de los que han sucumbido en un mundo en el que existir es más que nunca una aventura que encuentra en el hospital y en las estadísticas el peso real de la tragedia. Paul Celan, Cioran, Anne Carson, Szymborska o su amigo John Berger lo acompañan casi en todas las páginas que contiene el libro, pero las suyas no son citas o subrayados cultos, sino piezas rabiosamente humanas que coinciden con el ritmo, la música dolorida, de su escritura cortada en versos como aquellos que Blas de Otero o César Vallejo inscribían con sangre para contar sus días como si le estuvieran midiendo el peso a una cabeza humana.

Acercarse al libro podría ser una manera de abrazo también a esta clase de escritura, radicalmente seria, poseída por un sentido del ritmo que la agranda como un poema en el que el lector querría seguir viviendo. Él dice: “Siento que no entiendo nada, que debería dedicar más tiempo a cada palabra”. Lo entiende todo. La gratitud del lector es a que, gracias a Armada, ha entendido la piel y el alma de todo esto.

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