Complicaciones literarias del aborto

La escritora Marta Sanz reflexiona sobre la percepción social de la práctica de la interrupción del embarazo en la historia y cómo esta ha sido contada en los libros desde diferentes puntos de vista

El Gobierno envía a las Cortes su proyecto de despenalización del aborto en 1983. La ley se demora hasta septiembre de 1985. 20.000 españolas viajaron en 1981 a Londres a abortar.Marisa Flórez

En nuestra literatura bajomedieval las mujeres “se quitan” con brebajes lo que guardan en el vientre y el infanticidio se considera un procedimiento menos peligroso que el aborto. Así lo relata Julio César Corrales en un estudio en el que cita, como ejemplo, el Tirant Lo Blanc. El vínculo entre infanticidio y aborto alimenta el imaginario salvaje de ese movimiento antiabortista, reaccionario y fanatizado, que describe Edurne Portela en Formas de estar lejos (2019): Alicia, desde su convicción de no querer ser madre, se enfrenta al trauma de quedarse embarazada de un maltra...

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En nuestra literatura bajomedieval las mujeres “se quitan” con brebajes lo que guardan en el vientre y el infanticidio se considera un procedimiento menos peligroso que el aborto. Así lo relata Julio César Corrales en un estudio en el que cita, como ejemplo, el Tirant Lo Blanc. El vínculo entre infanticidio y aborto alimenta el imaginario salvaje de ese movimiento antiabortista, reaccionario y fanatizado, que describe Edurne Portela en Formas de estar lejos (2019): Alicia, desde su convicción de no querer ser madre, se enfrenta al trauma de quedarse embarazada de un maltratador; a esa experiencia dolorosa se superpone la extremada violencia del rechazo social y el odio que estigmatiza a las mujeres que deciden abortar. La acción se desarrolla en Estados Unidos, pero el daño infligido a Alicia no es diferente al que yo misma quise retratar en Daniela Astor y la caja negra (2013): un daño que, en este país, se pagaba con penas de cárcel tanto para las mujeres que se sometían al aborto, como para quienes lo practicaban. En Daniela se cuenta la Transición española a través de la metamorfosis y la valentía de cuerpos femeninos púberes, gestantes, encarcelados, trabajadores: lo personal es político, y las mujeres a veces somos fiscales de otras mujeres; a veces, reajustamos nuestra mirada y nos acompañamos.

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Habitualmente la representación de las prácticas abortistas demonizaba a la bruja que lo mismo remendaba un virgo que raspaba con alfileres mugrientos un útero subrayando una suciedad simultáneamente moral y material. A la vez, el tremendismo de la representación también podía constituir un modo de denuncia. La vulnerabilidad de las mujeres y, en concreto, de las mujeres de clases bajas y marginales se había dibujado con pulso tremebundo en Tea Rooms (1934) de Luisa Carnes y, tres décadas más tarde, en Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos: en la novela-reportaje de Carnés, Laurita, una trabajadora de la cafetería es seducida por el canto de sirena del romanticismo y el mito del príncipe azul; su amor y su embarazo no la desclasan, sino que la aniquilan. Carnero sacrificial. En Tiempo de silencio, el aborto y la muerte de la hija del Muecas son el resultado del incesto, la precariedad y la incultura durante el franquismo. La visibilización del desprotegido cuerpo joven de la mujer en condiciones de insalubridad extrema genera una doble posibilidad de lectura a partir de estrategias retóricas de animalización, técnicas naturalistas y expresionismo deformante: la metonimia sucia del aborto impregna el aborto en su totalidad y, entonces, la representación formal es moralizante; pero también cabe la interpretación de que esa sensorialidad sangrienta del estilo ahonde en la crítica de una sociedad en la que la normalización de la práctica evitaría dolor y muerte. En Nuevas amistades (1959) de García Hortelano, el aborto de Julia se tinta con la grasa del mandil de la “mujeruca” que la opera y con la palabra “marranada”; sin embargo, en esta novela el aborto y el fantasma de sus patologías posoperatorias funcionan como desencadenante de una trama que disecciona una juventud que muta grotescamente la tragedia —su hipótesis— en entretenimiento. Los jóvenes de la alta burguesía madrileña utilizan el aborto para sentirse protagonistas de una excitante aventura sentimental que paliará su spleen, frente a otra juventud que no recurre a tales subterfugios emocionantes: asumen sus riesgos y viven en la lucha antifranquista. En el contexto de la psiquiatría nacionalcatólica del franquismo sitúa Almudena Grandes La hija de Frankenstein (2020): María Castejón aborta clandestinamente con la ayuda de un psiquiatra. El acto no es sucio. Quien practica la intervención no es un monstruo. María tampoco es una monstrua. La sociedad que ahoga a uno y a otra sí tiene los colmillos afilados.

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Grandes escribe una novela histórica. Aun así, resulta revelador cómo la literatura refleja las pulsiones de su contemporaneidad. La creciente presencia de escritoras en el campo literario y la aceptación o el rechazo de la práctica, su legalización, conduce a planteamientos literarios distintos. La circunstancia de que el derecho al aborto se haya erigido como lucha y conquista en Argentina se vincula con el tono reivindicativo de Catedrales (2020) de Claudia Piñeiro. Sin embargo, en nuestro país actualmente la presencia del aborto en la literatura rebaja el tinte reivindicativo contra las instancias de poder, debido a la sensación de que la batalla ha sido casi ganada. Personalmente, creo que es solo una sensación. También creo que la reivindicación en la literatura no se concibe como lastre porque hemos asumido que lo personal es político: las mujeres, de forma mayoritaria en el siglo XXI, tomamos la palabra para contar, desde la conciencia del sujeto femenino, desde la conciencia de cuerpos sexualizados o maternizados, nuestras propias historias a través de textos a menudo autobiográficos. Pero se ha producido un desplazamiento: ante la conciencia de que la ley nos ampara al menos en parte, desde la denuncia de la violencia institucional —ejecutiva, legislativa, judicial— y la búsqueda de legitimación del cuerpo autónomo y del placer femeninos, del derecho a tomar decisiones sin culpa, la presencia del aborto en la literatura ha derivado hacia la expresión de maternidades frustradas a causa de una “imposibilidad”, social, laboral y biológica… Esa dificultad, relacionada con el retardo en la decisión de quedarse embarazada y con la idiosincrasia bicéfala de mujeres educadas para ser hombres en el mercado laboral y a la vez susceptibles de experimentar la pulsión materna, es uno de los temas de La mejor madre del mundo (2019) de Nuria Labari. El aborto se relaciona con la capacidad de decidir, pero de un tiempo a esta parte la decisión es la de querer ser madre en una sociedad que no da facilidades para serlo. Tienes que mirar (2020) de la rusa Anna Starobinets, La hija única (2020) de la mexicana Guadalupe Nettel y, concretamente dentro nuestro campo literario, Roedores de Paula Bonet o Quién quiere ser madre de Silvia Nanclares ejemplifican esta nueva mirada literaria: la vivencia del aborto —espontáneo o por recomendación médica— es nudo gordiano en el que entran en contradicción el deseo/no deseo de maternidad con los corsés sistémicos y las prácticas sociales, médicas, educativas. Porque la imposibilidad y el trauma iluminan otros espacios de opresión para las mujeres: el sesgo heteropatriarcal de la medicina, los excesos farmacológicos, el desprecio del dolor femenino, las abnegaciones, manías, histerias y otras patologías psiquiátricas asociadas a la infertilidad —el destructor complejo de Yerma y de “los muertos gimen esperando turno” de la lorquiana Casida de la mujer tendida—, la sacralización de un único modelo de maternidad y familia contra el que, desde su trinchera literaria, Gabriela Wiener lleva combatiendo desde hace décadas…

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Todo nos lleva a intuir que no hemos cambiado tanto desde la época de la psiquiatría darwinista denunciada en las novelas de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) o Elizabeth Jenkins (1905-2010). Sin embargo, el cambio ideológico en la literatura ha sido copernicano: si la escritoras de los sesenta reivindicaban el derecho a abortar para salvarse de maternidades no deseadas en general, pero también en razón de las enfermedades detectadas en los fetos; las escritoras de siglo XXI —pienso sobre todo en Starobinets y Nettel—, respetando el derecho de las mujeres a interrumpir un embarazo, reclaman a la vez su derecho a parir criaturas “defectuosas” como defensa frente a una institución médica protocolaria y opresiva, y de resignificar el concepto de “lo defectuoso”. Reclaman cuidados, empatía, acompañamiento en la vivencia del duelo o de una maternidad diferente. Con su reclamo no desacreditan a las mujeres que recurren al aborto y expresan la necesidad de su legalización por razones humanitarias de toda índole. Estamos a aprendiendo a no juzgar a las otras, a denunciar los fallos del sistema, a recalcular el límite entre el deseo culturalmente construido y otras formas inexploradas de deseo. La polémica está servida, el debate no es fácil y está atravesado por una perspectiva de clase.

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En otras novelas, como Dulce introducción al caos, Marta Orriols profundiza en el vericueto psicológico de la pareja que entra en conflicto por un aborto: ella aborta y él no quería que lo hiciese. El aborto se plantea en una instancia conflictiva que va más allá del cuerpo femenino, pero repercute en él. En Boulder de Eva Baltasar, la temática del aborto se diluye frente al poder del hijo intruso que puede destruir un vínculo amoroso entre dos mujeres. En todo caso, parece que en nuestra literatura el aborto es un subtema dentro de la semántica de la maternidad que deja ser representada, como diría Laura Freixas, desde el estereotipo para abordarse desde su dimensión de proceso y su complejidad. Otra cosa es que la sociedad española tome una deriva reaccionaria, y ex diputados del PP, voxistas y miembros de la Asociación de abogados cristianos logren sacar adelante su recurso contra la ley de plazos, una fórmula que, según Catlin Moran, al menos no cae en la demagogia moralista de separar aborto bueno de aborto malo. Esa calidad o textura moral del aborto caracteriza las leyes de supuestos. Si eso ocurre, reactivaremos con más fuerza el pensamiento de que lo personal es político y de que lo político no mancha la pura, santa y arcangélica literatura: no es fácil encontrar en nuestra genealogía narrativa piezas como La bastarda, de Violette Le Duc; El acontecimiento, de Annie Ernaux, o La piedra de moler, de Margaret Drubble. Si el reaccionarismo se agarra a nuestra sociedad como un herpes, tal vez reemprendamos la escritura de textos dramáticos de desmitificación de la maternidad como los de Angélica Liddell o Paloma Pedrero; obras donde el aborto aparece explícitamente como Voces de mujer (Nana. Despedida) de Itziar Pascual; o ensayos autobiográficos como el que Clara Usón nos regaló para la antología Tsunami, Vida de una discípula de Satanás: la excelente narradora cuenta su aborto, las cincuenta mil pesetas que le costó y el desinterés del hombre que la dejó preñada. Porque el aborto es también una cuestión de clase y las más privilegiadas volaban a Londres. Aunque, por lo que me han dicho, aquello tampoco era como para tirar cohetes.

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