El oscuro imán de la gran Rusia
Coinciden en las librerías tres excelentes relatos que, con las herramientas del mejor periodismo de viajes, nos cuentan la inmensidad rusa desde fuera
Decía Ryszard Kapuściński en Imperio que Rusia es “un inmenso país habitado por un pueblo al que desde hace siglos mantiene unido una idea vivificante: la ambición imperial”. Mastodonte inasible, potencia sin la que no se entiende la historia de la Europa —y el mundo— de los siglos XIX y XX, su empeño por mantenerse en liza en el XXI le ha dado un turbio perfil. Sus vecinos a lo largo de los 60.932 kilómetros de frontera con 14 países (el que más en el mundo, junto con China) miran a este gigante geográfico, ...
Decía Ryszard Kapuściński en Imperio que Rusia es “un inmenso país habitado por un pueblo al que desde hace siglos mantiene unido una idea vivificante: la ambición imperial”. Mastodonte inasible, potencia sin la que no se entiende la historia de la Europa —y el mundo— de los siglos XIX y XX, su empeño por mantenerse en liza en el XXI le ha dado un turbio perfil. Sus vecinos a lo largo de los 60.932 kilómetros de frontera con 14 países (el que más en el mundo, junto con China) miran a este gigante geográfico, a este receptáculo de poder y cultura con fascinación, preocupación y miedo. Quizás por eso se genera tanta literatura sobre Rusia fuera de Rusia. En los últimos meses han confluido en las librerías españolas tres sólidas pruebas de esta tradición, tres ensayos bien distintos, pero capaces de buscar poesía y relatos fascinantes en una realidad que está lejos de ser agradable.
La escritora de viajes Sophy Roberts no sabe tocar el piano, detalle que no le impidió lanzarse tras la historia de algunos de estos instrumentos perdidos en un pasado oscuro con una idea: “Lo que falta puede decirte más de un país que lo que queda”. El encargo que da lugar al libro surge en una tienda nómada mongola, al abrigo del vodka, cerca de Karakórum, capital histórica del imperio de Gengis Khan, junto a la frontera siberiana. Allí, un alemán salido directamente de El corazón de las tinieblas, una especie de Kurtz antes de Kurtz, encarga a Roberts buscar un piano que se adapte a la manera de tocar de la virtuosa mongola Odgerel Sampilnórov. El resultado de la odisea que inicia entonces está contado en Los últimos pianos de Siberia (Seix Barral), un libro sobre una búsqueda, sobre la gente que habita uno de los rincones más castigados del mundo y sobre la pasión que los mantiene vivos.
Llega un momento en que no importa si encuentra o no los pianos cuyo rastro persigue. A medida que se adentra en la inmensidad siberiana pierde la perspectiva y el relato gana belleza. A través del amor por la música de los presos que construyeron la Línea 501 de ferrocarril a lo largo del Ártico, Roberts nos cuenta cómo elevaban su arte sobre las ciénagas heladas y la historia nos dice más del Gulag que muchos tratados concienzudos. Lo mismo ocurre con su viaje a la casa Ipátiev, donde ejecutaron a los Romanov, que la autora usa para hablarnos del imperio, la memoria, la vergüenza y el olvido. Porque esta es también una historia llena de enormes silencios y extraordinarias aventuras. Como cuando llega a la Venecia arenosa de Kiajta, donde busca un C. Bechstein de 1874 con la ayuda de Tsogt, un cantante de ópera mongol educado en París y experto tirador de arco. O cuando conoce a los ciudadanos de un pueblo que ha comprado un piano con una colecta y lo mantienen en condiciones óptimas de humedad con tarros de mantequilla y pañuelos de seda húmedos. Porque el ruso es un pueblo que ama la música como pocos. Siberia, como Rusia, abren dimensiones que no sabías que estaban ahí hasta que pisas su territorio o abres uno de estos libros. Les dejo averiguar si cumple con su misión.
Hay una frase de Jacek Hugo-Bader que resume el caladero de orgullo herido en el que ha pescado Putin. Dice el periodista polaco en En el valle del paraíso (La Caja Books) mientras se hincha a vodka con el general Vladímir Mijáilovich Dubnik, que llora a su lado: “En tiempos, todo el mundo les tenía miedo, el mundo entero. Hoy les levanta la voz una dependienta de unos grandes almacenes”. Gran exponente de la escuela polaca de periodismo, el estilo de Hugo-Bader no deja indiferente. Lo que la Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich consigue con su grabadora, Hugo-Bader lo tritura con su verbo ágil, sus preguntas molestas y su capacidad para empatizar con los entrevistados y beber hasta tumbarlos. Es la apuesta de su recorrido por las cenizas de la Unión Soviética en el que hay desde una curiosa entrevista a Vladímir Kalashnikov a una descripción a través de diversos personajes de cómo los veteranos de la guerra de Afganistán pasaron a las filas de la mafia para huir de la miseria y el desprecio de los suyos. Crónicas de 1993 a 2001 en las que el único debe es la ausencia absoluta de Putin. El empuje periodístico de Hugo-Bader, que en Diarios de Kolimá le llevó a recorrer la carretera de los huesos en un relato estremecedor, le transporta en esta ocasión, por ejemplo, a Yamburg, 2.300 kiómetros al norte de Moscú, ciudad cerrada —otra especialidad soviética— creada solo para trabajadores del gigante Gazprom. Y aquí conecta con el territorio extremo descrito por Roberts, tundra infinita que el ruso siempre ha querido domesticar y que nunca se ha cansado de habitar, a pesar de todo. Hugo-Bader quiere encontrar, narrar, denunciar y por eso se va a ver los efectos de las pruebas nucleares, a retratar el circuito de drogas montado en Asia Central gracias a la corrupción y la dejadez o a conocer a las madres de los soldados desaparecidos en Chechenia. Periodismo efervescente.
Erika Fatland apuesta en La frontera (Tusquets) por una perspectiva que, por su ambición, da cierta idea de conjunto a los tres. Avezada viajera, esta escritora (que ya dio pruebas de su capacidad en el excelente Sovietistán, también en Tusquets) inicia su periplo en Corea del Norte (donde Rusia está invirtiendo grandes cantidades para obtener mano de obra muy barata y acceso a ciertos minerales) y termina en su Noruega natal, el único país que hace frontera con Rusia que nunca ha sido invadido por su gigantesco vecino. De la peor dictadura del mundo a una de las democracias más consolidadas en un enorme viaje que incluye lugares que, hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991, eran Rusia, fronteras modificadas, heridas por conflictos abiertos y con la influencia del poder ruso muy presente. La conversación con Stanislav Shushkévich, primer jefe de Estado de la Bielorrusia independiente, en un apartamento atestado de libros de física o el paseo por Vítebsk, escenario de guerras, masacres y cambios de frontera son solo dos ejemplos de un híbrido original y sólido. “¿Se puede confiar en la literatura de viajes en realidad, en la literatura basada simplemente en los recuerdos?”, se pregunta Fatland. No es este el lugar para dar respuesta a eso. Digamos que no son libros de historia, ni necesitan serlo. Sí tres aproximaciones valientes a un mundo inabarcable.
LOS ÚLTIMOS PIANOS DE SIBERIA
Editorial: Seix Barral, 2021.
Formato: 448 páginas. 20,90 euros.
EN EL VALLE DEL PARAÍSO
Editorial: La Caja Books, 2021.
Formato: 432 páginas. 24 euros.
LA FRONTERA
Editorial: Tusquets, 2021.
Formato: 656 páginas. 25 euros.
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