Abstracción con nombre de mujer
El Centro Pompidou celebra con una muestra colosal la obra de 110 artistas inscritas en las distintas escuelas de ese movimiento
“Este cuadro es tan bueno que nunca sospecharían que lo pintó una mujer”. La cita que da la bienvenida a la colosal exposición que el Centro Pompidou dedica a las pintoras abstractas salió de la boca de Hans Hofmann, precursor alemán del expresionismo abstracto. Iba dirigida a Lee Krasner y, pese a que hoy resulte imposible ignorar su misoginia implícita, tenía la intención de sonar como un halago: H...
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“Este cuadro es tan bueno que nunca sospecharían que lo pintó una mujer”. La cita que da la bienvenida a la colosal exposición que el Centro Pompidou dedica a las pintoras abstractas salió de la boca de Hans Hofmann, precursor alemán del expresionismo abstracto. Iba dirigida a Lee Krasner y, pese a que hoy resulte imposible ignorar su misoginia implícita, tenía la intención de sonar como un halago: Hofmann creía que Krasner era su alumna más aventajada y la consideraba superior, en todos los aspectos, a su sobrevalorado marido, Jackson Pollock.
El malentendido que inspira esa cita es un punto de partida idóneo para examinar, desde el signo del pertinaz desdén que despertó su trabajo hasta para las almas más caritativas, las más de 500 obras pertenecientes a 110 artistas inscritas en las distintas escuelas de la abstracción, desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. Se suma a otra buena idea: la comisaria Christine Macel, que ya desarrolló una brillante genealogía del arte hecho por mujeres al asumir el comisariado de la Bienal de Venecia de 2017, ha colocado al inicio del recorrido una galería de retratos de todas las creadoras expuestas. Apenas dos o tres rostros —Louise Bourgeois, Judy Chicago, ¿es esa Etel Adnan?— son reconocibles a primera vista. El resto forma parte de una masa inabarcable de historias silenciadas, la crónica de un borrado tal vez involuntario, pero no por ello menos injusto. “La invisibilización de las mujeres en esta historia pasa por la ausencia de su representación, de su encarnación visual y de la difusión de sus imágenes, inversamente proporcionales a las de sus compañeros, que personificaban el mito del genio pionero en lo que virilmente se designó, con una metáfora militar, como avant-garde”, escribe Macel en el catálogo, recordando su origen como antónimo de retaguardia.
La exposición retira a estas artistas de un lugar subalterno y las eleva al rango de “coproductoras” de la modernidad pictórica
En la estela de iniciativas similares impulsadas en la última década —este mismo museo abrió la veda en 2009 al reordenar su colección permanente solo con mujeres en la escandalosa muestra elles@centrepompidou—, la exposición aspira a retirar a estas artistas de un lugar subalterno y elevarlas al rango de “coproductoras” de la modernidad pictórica, siguiendo las tesis de Griselda Pollock, que acusa a museos e historiadores de haber orquestado una “eliminación activa”. En ese sentido, la muestra tiene un afán reparador, pero no enciclopédico: se estructura en una retícula de microsalas por las que el visitante deambula instintivamente, que siguen un orden cronológico, pero están comunicadas por discretos pasajes que permiten los saltos extemporáneos. Reflejan las distintas realidades temporales y geográficas en las que nace, crece y se reproduce este nuevo lenguaje. El punto de vista no se limita a la pintura, sino que también se adentra en géneros entonces menores, como la fotografía o la danza, artífices de una primera geometrización del cuerpo humano, o las artes decorativas: los experimentos textiles de Sonia Delaunay o Vanessa Bell llegarán al lienzo poco después. Por ejemplo, un patchwork colorista y modesto de la primera, confeccionado en 1911, terminará convertido, solo tres años más tarde, en un óleo de gran formato titulado Prismas eléctricos.
Al margen del habitual machismo, la raíz de este desaire histórico puede encontrarse en los primeros tanteos realizados por ciertas pintoras del siglo XIX, que no conceptualizaron la abstracción como tal, sino que la vincularon a un “simbolismo sagrado” que aspiraba a representar lo trascendental a partir de la teosofía y el ocultismo. El espiritismo fue refutado por la historiografía moderna, por lo que esos nombres no tuvieron cabida en el canon. En la última década se ha producido un cambio radical al respecto. La alucinante retrospectiva que el Moderna Museet dedicó en 2013 a Hilma af Klint, pintora sueca que dibujó monumentales formas geométricas bajo los efectos de la hipnosis, fue supuestamente rechazada por el MoMA y el Pompidou: lo que ella hacía no era arte, sino esoterismo. Hoy su obra cuelga en la permanente del museo neoyorquino, entre Kupka y Kandinsky, mientras que el Pompidou dedica a su incipiente abstracción una de las salas de esta muestra. Allí la vincula a otra pintora decimonónica que fue redescubierta en 2015: la británica Georgina Houghton, que dibujaba con lápices de colores guiada por “fuerzas divinas”, practicante de un automatismo que anuncia el que luego pregonaría el surrealismo con mayor fortuna.
En 2013, una muestra dedicada a Hilma af Klint, pionera de la abstracción, fue rechazada por el MoMA y el Pompidou. Hoy cuelga en las salas de ambos museos
Las artistas seleccionadas tienen pocas cosas en común, salvo haber sido objeto, por norma general, de un reconocimiento tardío, de Sophie Taeuber-Arp, que no fue reivindicada hasta la primera Documenta, en 1955, hasta Ruth Asawa, cuyas esculturas colgantes, expuestas con los tejados de zinc de París como telón de fondo, cotizan al alza en el mercado. Casi todas se beneficiaron, en cualquier caso, de una menor sujeción a los dogmas, lo que les permitió innovar con mayor libertad, de las pintoras de las vanguardias rusas, como Natalia Goncharova o Alexandra Ekster, a las mujeres adscritas al expresionismo abstracto. Junto a los nombres más celebrados, como Elaine de Kooning, Helen Frankenthaler o Joan Mitchell, la exposición reivindica otros menos conocidos, como Shirley Jaffe o Janet Sobel, ama de casa autodidacta de Brooklyn que despertó elogios de Max Ernst y Peggy Guggenheim.
Emparejamientos
Es admirable el alcance geográfico de la muestra, del grupo Gitai, representado por Atsuko Tanaka, al influjo de las Lygias, Clark y Pape, en el arte brasileño, pasando por las artistas vinculadas al Salon des Réalités Nouvelles, cenáculo parisiense destinado a promocionar la abstracción geométrica donde expusieron Fahrelnissa Zeid o Carmen Herrera, otro nombre redescubierto a raíz de su exposición triunfal en el Whitney en 2016. Menos arrebatadora en su tramo final, la muestra brilla, en cualquier caso, al proponer emparejamientos inesperados y apasionantes: la psicodelia de Martha Boto y los temblores ópticos de Bridget Riley, el hard edge de Ilona Keserü con el de Tess Jaray, las cavidades textiles de Sheila Hicks y las de Lenore Tawney, los montículos flúor de Huguette Caland y las estridencias de Barbara Kasten, los eróticos volúmenes de Zilia Sánchez y los pliegues de cartón de Dorothea Rockburne.
Esta última aporta, junto a otros nombres como Lynda Benglis, una voz crítica respecto al propio enfoque de la muestra: ambas se opusieron al supuesto esencialismo del arte femenino. Las miradas de todas ellas crean un debate polifónico sobre un método, que no un estilo, cuya historia oficial se vuelve ahora un poco menos incompleta.
‘Elles font l’abstraction’. Centro Pompidou. París. Hasta el 23 de agosto.
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