LECTURA

‘Muñoz se va a la guerra’: un cuento inédito de Javier Reverte

‘Babelia’ adelanta uno de los relatos que componen ‘Cuentos de trinchera y retaguardia’, libro póstumo del periodista y escritor recientemente fallecido, que llega este lunes a las librerías

El periodista y escritor Javier Reverte.Carlos Rosillo (EL PAÍS)

Cuando fue creada la línea, el tranvía número 2 de Madrid iniciaba su recorrido en las alturas del barrio de Salamanca y llegaba hasta el de Argüelles. Pero a finales del otoño de 1936, su ruta, aun siendo la misma, tenía un sentido distinto, pues arrancaba en territorios de relativa paz, en la ciudad empeñada en conservar la normalidad, y se detenía en la frontera misma de la guerra, allí en donde resonaba el bramido de los cañones.

Durante los últimos meses del año, las estaciones tranviari...

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Cuando fue creada la línea, el tranvía número 2 de Madrid iniciaba su recorrido en las alturas del barrio de Salamanca y llegaba hasta el de Argüelles. Pero a finales del otoño de 1936, su ruta, aun siendo la misma, tenía un sentido distinto, pues arrancaba en territorios de relativa paz, en la ciudad empeñada en conservar la normalidad, y se detenía en la frontera misma de la guerra, allí en donde resonaba el bramido de los cañones.

Durante los últimos meses del año, las estaciones tranviarias de la orilla derecha del Manzanares iban siendo clausuradas por la proximidad de los combates. Al tiempo, los bombardeos rebeldes dejaban inutilizados muchos de los tendidos de la ribera izquierda, despanzurrando decenas de vagones y arrancado de la tierra los tendidos de vías. Entre el Cerro de los Ángeles y la Ciudad Universitaria, una suerte de semicírculo de fuego había dañado seriamente los barrios de Usera y el Alto de Extremadura, malherido los pueblos de Leganés y los Carabancheles, y todavía con mayor virulencia castigado la Casa de Campo, el Puente de los Franceses y la carretera del Pardo.

Pero en el interior de Madrid, los vehículos de la línea 2 seguían funcionando, como heroicos y tenaces luchadores en la tarea de defender la ciudad y mantenerla viva. Casi todos ellos eran conducidos por mujeres, ante la creciente cantidad de hombres que reclamaban los frentes para la lucha.

Jacinto Muñoz tenía treinta años y era un usuario cotidiano del 2 desde que comenzó la guerra. Vivía con su madre viuda en un piso interior de la calle del General Díaz Porlier y trabajaba en el departamento de venta de sellos de una oficina de Correos cercana a su casa. Nadie le llamaba por su nombre de pila, salvo su madre, sino Muñoz a secas, y era un hombre apático y tranquilo, poco amigo de emociones desmesuradas, que no alentaba otro sueño que el de verse un día agraciado por el gordo de la lotería de los ciegos y trabajar lo menos posible. De modo que la compra del décimo del sorteo semanal constituía su único gasto notable, aparte de unos pocos chatos de vino que tomaba los sábados y domingos con un grupo de amigos, durante las partidas de dominó, en la taberna de la esquina cercana a su portal, el bar «Juanito».

No se le conocía novia y ni siquiera amante. De cuando en cuando, cumplía discretamente con las exigencias de la carne, alejándose del barrio y alquilando los servicios de una meretriz en los callejones próximos a la Gran Vía, allá por los alrededores de la Red de San Luis. La idea de casarse algún día se le hacía tan extraña como a un caracol el atletismo. Y carecía de pasiones políticas, aunque le gustaban el sonido y el significado de la palabra libertad. Por esa razón, y no por otra, había votado a la izquierda en las elecciones que, en febrero de 1936, dieron el triunfo a Frente Popular. Y acudió a la Puerta del Sol aquel día de victoria a airear una bandera republicana, subido a la caja de una camioneta que daba vueltas sin parar a la plaza, atestada de hombres exaltados.

Cuando estalló la guerra y las tropas franquistas se dirigían hacia Madrid, empujando con brío desde el oeste, Muñoz consiguió eludir la llamada a filas gracias a un amigo que formaba parte de los cuadros de la Junta de Defensa de la ciudad, quien logró que le asignaran un lugar en las trincheras de la calle de Princesa, cerca de la cárcel Modelo. Allí cumplía servicio todas las mañanas de 9 a 13 horas, pudiendo seguir por la tarde con la venta de sellos, sin merma de su salario. A cambio, sólo tuvo que afiliarse a la UGT, el sindicato socialista.

Le entregaron una vieja escopeta de caza de dos cañones y munición de posta, además de una gorra cuartelera, un pañuelo de cuello rojo, un mono azul, botas de goma y una gruesa pelliza de lana verde. En cierta manera, se convirtió en lo que, más tarde, los madrileños conocerían como un «emboscado».

Todos los días viajaba en el tranvía número 2 desde su casa en el barrio de Salamanca hasta el de Argüelles, ya en las cercanías del pequeño fortín alzado con adoquines que constituía uno de los puestos en las líneas defensivas de ugetistas.

***

Le gustaba acomodarse en la plataforma delantera, lo más cercano posible al conductor, que casi siempre era una mujer joven. Según avanzaba el conflicto, sin que los rebeldes lograran entrar en Madrid ni los lealistas levantar el asedio, Muñoz se acostumbró a viajar casi a diario con Juanita a los mandos del vetusto vehículo, una muchacha de pequeña estatura, regordeta, rubia y dotada de brusco desparpajo y de un humor castizo. A ella le divertía ejercer de capitana de aquella suerte de nave perdida que transitaba entre la paz y la guerra. Y Muñoz, sin darse cuenta muy precisa de lo que le sucedía, se iba enamorando de ella.

Los tranvías de aquel Madrid amenazado por las bombas, iban llenos durante todo el día. Y con un pasaje variopinto. A primeras horas de la mañana, los escolares que acudían a los colegios de las calles vecinas a Diego de León se mezclaban con obreros y oficinistas. Y entre ellos, se acomodaban malamente, camino de las trincheras, numerosos milicianos ataviados con uniformes diversos: negros los monos de los anarquistas; azul oscuro los de los socialistas y comunistas. Los fusiles bailaban en sus hombros y muchos lucían pistolones en el cinto. Abundaban los gorros cuarteleros, pero también brillaba el metal de muchos cascos.

En los viajes de regreso, el tranvía marchaba cansino ciudad arriba, lleno de evacuados, familias enteras que huían de los barrios próximos al frente hacia el interior de la urbe, cargando con ellas todas las pertenencias que eran capaces de transportar. El de Salamanca era el distrito más seguro de la ciudad sitiada, pues en la zona abundaban las embajadas y las viviendas de muchos madrileños ricos y el mando franquista no quería dañarlas.

Desde que comenzó la guerra, el billete para un recorrido había dejado de costar 15 céntimos y pasado a 25, valor que se conocía como un «real». Pero casi nadie pagaba el transporte y los conductores no se molestaban en intentar cobrarlo. Los pasajeros llenaban el interior de los coches, que se habían vaciado de asientos para ganar espacio, y a menudo, en el exterior, no eran pocos los que viajaban colgados de las ventanillas. Los menores se sentaban sobre los parachoques traseros, desafiando el frío, si es que no caían la lluvia o la nieve. Cuando lucía le sol, cantaban al conductor, gamberreando, como si aquellos fueran tiempos de paz:

«En la trasera, un chico lleva…»

El primer día que Muñoz vio a Juanita gobernar el vehículo mediaba noviembre. Ella iba cantando las paradas y, en cada una de ellas, accionaba los frenos con vigor, levantando un clamor de herrajes y un griterío de aceros que herían los dientes.

—¡Torrijos con la calle de Lista!, ¡Torrijos con Lista! ¡Pasen atrás, jolín! —ordenaba terminante—. ¡Dejad sitio para todos!

—Mira que eres mandona… —dijo Muñoz, sonriendo.

—¿Y a ti qué te importa?

—Lo decía por decir, perdona.

—No hay otra manera de sujetar a este caballo loco en que convierten el tranvía —respondió ella.

Le miró antes de arrancar.

—¿Y tú?, ¿adónde vas con esa facha? Pareces sacado de un álbum de recortables.

—Voy a la guerra…, allí abajo, en Argüelles.

—Ya. La última parada y, luego, el infierno. ¿Has matado a alguien?

—No creo. Y no me gustaría. La mayoría de las veces disparo al tuntún, sin apuntar. Asomar la jeta fuera del parapeto es peligroso.

—¿Ni siquiera te apetece liquidar a un moro de los que se ha traído Franco de Tetuán? Dicen que violan a las mujeres, que castran a los prisioneros y que cortan las orejas de los muertos republicanos.

—No tengo ganas de quitarle la vida a nadie, ni siquiera a uno de esos salvajes.

—Así no vas camino de héroe.

—Estoy en la lucha en todo caso.

—¿Y quién crees que va a ganar?

—Nosotros, supongo. Somos la legalidad, ¿no?

—Nunca he oído que las guerras se ganen por tener razón.

Pisó el freno Juanita y volvió la cabeza:

—¡Torrijos, esquina con Padilla!

Bajaron unos cuantos pasajeros y subió un tropel de gente.

—Este cascajo va a reventar cualquier día —dijo la muchacha—. ¡Pasad atrás, jolín, que hay sitio!

—¡Caray, lo que mandas! —exclamó Muñoz—. Deberías estar en las trincheras y yo en el tranvía.

—Ya me gustaría: yo sí querría matar moros.

***

La vida en el frente madrileño resultaba muy rutinaria tras los primeros ataques fracasados de noviembre por parte de las tropas sublevadas. La sección en que se integraba Muñoz y otras de parecido jaez se reunían a las nueve en las defensas que daban al Parque del Oeste, cerca de la cárcel Modelo, relevando a las que cumplían el turno de noche. Por lo general, soportaban un frío atroz y, a menudo, lluvia o aguanieve. Pero los tiroteos entre adversarios eran cada vez menos frecuentes.

A veces, no obstante, se producían intercambios de disparos con las fuerzas rebeldes instaladas en el vecino Hospital Clínico, una posición conquistada por el enemigo al principio del ataque sobre Madrid y que era como una suerte de cuña hincada en el oeste de la ciudad. También desde allí y desde la Casa de Campo, llegaban los obuses lanzados por la artillería franquista. Y con mucha frecuencia, volaban sobre ellos las escuadrillas de aviones italianos y alemanes que machacaban a bombazos las calles de Madrid, en particular la Gran Vía.

A las doce, era la hora de cantar. Y lo hacían con gran grita, usando megáfonos, para que el enemigo pudiese escucharlos:

«Por la Casa de Campo, por la Casa de Campo

y el Manzanares y el Manzanares,

quieren pasar los moros,

quieren pasar los moros,

mamita mía, no pasa nadie,

no pasa nadie…».

Después, todas las voces se unían en un único clamor:

«¡No pasarán!, ¡no pasarán!, ¡no pasarán!»

***

En abril del 37, la República preparó un gran contraataque sobre el cerro de Garabitas, en la Casa de Campo, desde donde llegaban una buena parte de los bombardeos de la artillería rebelde que castigaban el centro de Madrid. Un numeroso contingente de tropas se concentró en varias zonas del barrio de Argüelles y, el día 8, a Muñoz y sus compañeros les suspendieron los permisos de pernocta en sus domicilios. Aunque no iban a participar en la ofensiva, les fueron asignadas varias funciones de apoyo desde la retaguardia. Se fijó la fecha de la madrugada del día 10 para el inicio de la ofensiva.

El 9 por la tarde, diversos dirigentes de los partidos políticos y de la Junta de Defensa de la ciudad acudieron al frente para presidir un desfile de tropas. Varios de ellos dirigieron discursos a los soldados, en su mayoría miembros de las milicias y de las Brigadas Internacionales. Muñoz se sentía electrizado ante la fuerza que emanaba la Pasionaria, toda ella vestida de negro, la barbilla alzada, el gesto determinado cuando se dirigía a los combatientes:

—Y pensad siempre que, mientras defendéis la República, estáis luchando, no sólo por la revolución del proletariado de todas las naciones, sino por la dignidad de todos los hombres y las mujeres del mundo. ¡Viva la República!

—¡Viva! —respondieron los combatientes en un rugido colectivo.

—¡No pasarán! —añadió ella.

Y Muñoz, embargado por la emoción, unió su voz a la de los otros repitiendo el grito:

—¡No pasarán!, ¡no pasarán!, ¡no pasarán!

Desfiló con paso desmañado junto a sus compañeros ante la Pasionaria y los otros líderes. Y alzó el puño izquierdo cerrado al pasar ante las banderas de la República y de los partidos políticos.

***

La ofensiva fracasó y el bando lealista fue incapaz de tomar el cerro. El 14 de abril, en el sexto aniversario de la proclamación de la II República, sus tropas recibieron la orden de retirada, dejando centenares de muertos en las faldas de la colina. En esta ocasión, nadie habló de celebrar desfiles ni acudieron los dirigentes civiles a pronunciar encendidas proclamas a los soldados vencidos.

Al día siguiente, el 15, Muñoz fue relevado de servicio durante dos jornadas. Hubo de esperar un par de horas la llegada del tranvía que lo llevaría a casa. Pero tuvo suerte y tomó plaza en el que conducía Juanita. Se acomodó junto a ella abriéndose paso entre milicianos, evacuados y paisanos de edad avanzada.

—¿Estuviste en los combates? —preguntó ella.

—En lo más crudo —mintió con ánimo de impresionarla—. Pero tuve suerte: muchos han muerto o han caído heridos.

—Os dieron pa’l pelo.

—Estaban mejor armados.

—¿Te has cargado a alguno?:

—En las batallas es difícil ver nada: vas a ciegas.

—Pues bien que disteis con el camino de vuelta, corriendo cuesta abajo…

—Hicimos lo que pudimos.

—Pocas medallas os van a dar como sigáis así.

—Me hubiera gustado verte allí.

—Te habría cambiado el sitio, no tengas dudas. Pero tú no sabes conducir tranvías.

—Ni tú disparar.

—Pónme un moro como blanco y ya verás si atino.

***

Transcurrieron las semanas, los meses, más de un año… y la ciudad se hundía en el desánimo. Juanita y Muñoz comenzaron a salir juntos cuando coincidían sus libranzas, o las tardes en que ella no operaba con el tranvía, después de que se cerrara la oficina de correos en donde él trabajaba. Muñoz ya no jugaba al dominó por falta de parroquianos y el bar Juanito había cerrado sus puertas. Se hicieron pronto novios y, a menudo, hablaban de casarse cuando terminase la guerra.

Por lo general, los días más tranquilos para los milicianos eran los viernes, la festividad semanal de los musulmanes, el día en que los marroquíes mercenarios de Franco solían dejar de darle al gatillo. En cambio, los Junkers alemanes y los Saboyas italianos —los llamados «moscardones» y «caproni» por la gente de la ciudad— no distinguían de fiestas y un bombardeo podía sorprender a los madrileños a cualquier hora de cualquier día. Pero los obuses eran ya también parte de la rutina de la capital española y los ciudadanos parecían no tomarse las cosas muy dramáticamente. Una copla se había hecho muy popular y podía escucharse en la radio varias veces cada mañana y tarde:

«Madrid, qué bien resistes,

mamita mía, los bombardeos.

De las bombas se ríen, mamita mía,

los madrileños…».

Pero la guerra avanzaba y la derrota de la República se hacía cada vez más previsible. Sus ejércitos sufrieron un duro revés en la batalla del Ebro, librada en el verano y el otoño de 1938, y ya no pudieron recuperar su fuerza militar. Barcelona cayó en manos franquistas el 26 de enero de 1939, tres días después de que el gobierno abandonara la ciudad para trasladarse a Figueras y, poco después, a Francia.

Madrid se quedó solo.

***

Juanita y Muñoz paseaban por el Retiro la tarde de la jornada siguiente a la rendición de Barcelona. El cielo parecía haberse congelado y la tristeza del mundo se retrataba en los árboles de troncos oscuros y ramas vacías de hojas. Había muy poca gente caminando entre los jardines y bosquecillos del gran parque madrileño.

—¿Quién va a ganar? —preguntó Muñoz.

—¿Aún lo dudas? —replicó la muchacha—. Ellos. Y no sé qué haremos.

—Tendremos que acomodarnos —dijo él.

—¿Cómo?

—Ahora no te conviene matar a ningún moro, se te ha hecho tarde para eso.

—Eso es una gracia sin gracia. Pensaba en cómo escapar de la que se nos viene encima.

—Quizás sean piadosos.

—En esta guerra no ha existido la piedad. ¿Por qué va a haberla ahora?

—Podemos casarnos cualquiera de estos días.

—Y eso, ¿para qué?

—Para demostrar que somos gente de orden.

—No seas ingenuo. Para los ricos, los militares y los católicos, el orden son solamente ellos y es desorden todo aquello que les lleva la contraria —dijo Juanita—. Sus principios sólo están en sus cuentas corrientes.

—¿Y qué podemos importarles personas tan insignificantes como tú y yo? —indicó Muñoz.

—¿Nunca has matado una hormiga de un pisotón simplemente porque te desagradaba o por pura diversión? Así son. Y aprende a respetarlos —concluyó la chica—, porque han vencido.

***

Madrid, aquella jornada del 28 de marzo de 1939, amaneció desierto y así siguió hasta bien entrada la mañana. Los tranvías circulaban, pero iban casi vacíos. Desde una semana antes, los combates entre las facciones republicanas habían dejado decenas de cadáveres en las calles de la capital. Y derrotados quienes eran partidarios de continuar la guerra, en su mayoría comunistas, por los socialistas y anarquistas que propugnaban un armisticio con los rebeldes, la urbe asediada se rendía.

Ahora, desde muy temprano, un desfallecido silencio pesaba sobre la ciudad. Ya no arañaban el aire aullidos de sirenas o ambulancias. Ni se presentían aviones llegando desde los aeropuertos del oeste. Era un pacífico día de aire templado que rompía la monotonía de una ciudad en guerra y bombardeada a cualquier hora durante más de dos años.

Muñoz había abandonado las trincheras de Princesa y arrojado entre los cascotes de una casa derruida la escopeta, las municiones, el mono obrero, las botas de goma, el pañuelo rojo, la pelliza de lana, el gorro cuartelero y cualquier distintivo que le identificara con los vencidos. Volvía a vestir un desastrado traje que le venía grande por causa de tanto kilo perdido, una ajada camisa blanca, una deshilachada corbata oscura y unos zapatos de áspero cuero y suelas desgastadas.

Durante el fin de semana, en la sede central de UGT habían procedido a quemar los archivos más comprometedores, entre ellos los que contenían las fichas de afiliados, y Muñoz pensaba que casi todo rastro de su implicación política en la guerra había quedado borrado. Sólo corría el riesgo de que algún vecino le denunciara, pero no creía contar con ningún enemigo entre todos ellos.

Esa mañana esperaba a Josefina para ir con ella hasta Princesa. Querían estar juntos, sin saber muy bien lo que podría a suceder en las siguientes horas. Cuando llegó a la parada de la cabecera de la línea, en Torrijos casi esquina a la calle de Goya, aguardaba una pareja de ancianos. Se saludaron sin hablar, con tímidos movimientos de cabeza.

El vehículo tardó en llegar. Apenas había media docena de viajeros en el interior del coche. Y ningún niño. Muñoz subió detrás del matrimonio y se acomodó en la plataforma delantera, junto a Juanita.

Un tranvía en Madrid, en 1937.

—Tu tranvía es el único que he visto —dijo él.

—Han salido otros; pero no muchos —respondió Juanita—. Casi no hay clientela. Sin embargo, el jefe se ha empeñado en que trabajemos unos cuantos. Dice que nosotros no estamos en guerra, que sólo somos unos profesionales. Ya veremos qué opinan los fascistas…

—Se hace extraño tanta calle sin nadie.

—¿Qué podemos hacer? Ellos van a entrar.

—No creo que nos maten a todos.

—Los moros vendrán.

—Pero tienen mandos españoles.

—Yo no me fío de Franco —objetó la muchacha.

—Pues vamos a estar en sus manos.

—Nos casaremos; lo haremos por la Iglesia y así confiarán en nosotros.

—Ya se verá.

—A mí se me ha olvidado hasta el padre nuestro.

—Nos haremos con un libro de rezos y con otro que traiga sus canciones patrióticas.

—¿Te sabes alguna?

Muñoz se encogió de hombros:

—Por lo menos puedo olvidar las que hemos cantado estos años.

—Odio a los fascistas.

—Pues vas a tener que empezar a amarlos si quieres salvar la vida.

***

El primer signo de cuanto comenzaba a suceder fue un pequeño camión que les pasó con prisas por el lado izquierdo. La caja iba repleta de hombres, varios de ellos armados y algunos con camisas azules: gritaban eufóricos, reían sin descanso, les animaban a unirse a su algarabía, saludaban con el brazo derecho extendido y agitaban banderas rojas y gualdas, la enseña de los sublevados, y rojas y negras, la de los militantes de Falange.

El tranvía ya no se detenía, aunque marchaba a velocidad muy lenta. Dobló Torrijos y tomó la calle de Diego de León para iniciar la cuesta abajo hacia el Paseo de la Castellana. Las banderas monárquicas comenzaban a asomar en los edificios, colgando de un buen número de balcones y ventanas. Y ahora, sí: grupos de peatones iban apareciendo en las aceras enarbolando banderines de Falange y saludando al modo fascista a los coches que hacían sonar sus bocinas.

Nuevos vehículos iban uniéndose a la pequeña caravana y el gentío aumentaba sin pausa. El clamor crecía hasta cegar los oídos cuando llegaron a la ancha vía de la Castellana. Los muchachos trepaban a los árboles enarbolando enseñas rojas y negras. El tráfico y la muchedumbre corrían hacia el oeste de la ciudad. La mayoría de los grupos los formaban mujeres y chavales.

Desde Quevedo, ya no se podía avanzar, con los vehículos de motor atestando la plaza. Muñoz tomó del brazo a Juanita:

—¡Vámonos! —dijo.

—¿Y el tranvía?

—¡Échatelo a un bolsillo si te cabe!

—¿Adónde iremos?

—Adonde todos.

Caminaron sobre los raíles siguiendo a la turba y apretándose entre los cuerpos. Escuchaban vivas a Franco y al Ejército, el grito falangista de «¡arriba España!», algún ocasional «¡la guerra ha terminado!» y los clamores se mezclaban con himnos mal cantados que Muñoz y Juanita no eran capaces de reconocer. Él sujetaba la mano de su novia con vigor.

Alcanzaron el final de la línea y continuaron andando hasta poco más allá de la Cárcel Modelo. La muchedumbre había forzado las puertas de la prisión y decenas de presidiarios, uniformados con monos, salían a mezclarse y abrazarse con la gente.

Y en ese instante comenzaron a oírse voces entre los que iban en cabeza:

—¡Ahí vienen!, ¡ahí están!

La multitud se abrió, apretándose en las aceras. Eran miles, calculó Muñoz, quien junto con Juanita había logrado sitio en las primeras filas. Lucía el sol. Y al fondo de la ancha avenida, que se abría bajo el perfil azul de la cordillera del Guadarrama, se distinguía ahora una masa oscura, grisácea, formada por hombres y vehículos, que se movía pesadamente hacia la ciudad.

A Muñoz le latía el corazón con fuerza. Se le ocurrió pensar que, de pronto, una parte de su vida se cortaba de cuajo y desaparecía en las brumas del pasado, mientras el futuro acometía de pronto desde la nada para convertirse en algo real que marcaría el curso de su próxima existencia. Derrota y victoria, se llamaba aquella sucesión de mundos.

Ya llegaban. En primer término, asomaron varios generales con ropas de campaña, armados tan sólo con una pistola al cinto. Iban tiesos como varas, algunos con la gorra legionaria y los botones superiores del pecho sin abrochar para exhibir pelo de macho. Y tras ellos, flameaban las banderas agitadas por hombres vestidos de azul, otros con grandes boinas rojas y soldados legionarios y regulares marroquíes. Camiones cargados de tropas les seguían. Los cañones de los fusiles pinchaban el aire como si fueran agujas que buscaran convertir el cielo en un gran acerico.

Y la multitud alzaba los brazos hacia las tropas, aireando también sus estandartes. Se escuchaba un grito unánime de miles de voces:

—¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco!

Muñoz y Juanita levantaron a su vez los brazos, componiendo el saludo fascista. Y unieron sus gargantas al clamor:

—¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco!

Cuentos de trinchera y retaguardia

Autor: Javier Reverte


Editorial: Ediciones del Viento, 2020


Formato: 232 páginas, 18,50 euros



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