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Cristina Kirchner
Columna
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Por la revolución del encuentro

El intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner es un episodio más de la violencia política en la que Latinoamérica está atrapada

domicilio de Cristina Kirchner,
Una monja pasa por la puerta del domicilio de Cristina Kirchner, el pasado 3 de septiembre.LUIS ROBAYO (AFP)

El intento de asesinato a la vicepresidenta de la Argentina no es un hecho aislado. Es un episodio más de la creciente violencia política en la que América Latina está atrapada. De esta trampa solo se sale con una revolución, una que busque la reconstrucción del tejido social.

No debería sorprendernos la afirmación de que de la pandemia salimos peores. América Latina es la región que sufrió más muertes por millón de habitantes y la más profunda crisis económica. Somos más pobres, más desiguales, más violentos y menos democráticos que hace una década. Lo peor de todo, es que pareciera no haber un rumbo claro de salida.

Es por ello que la región necesita de una revolución. Según el diccionario de Oxford, revolución es un “cambio brusco en el ámbito social, económico o moral de una sociedad”. Pero claro, no podemos permitirnos cualquier revolución, no hay margen para más violencia en un mundo plagado de conflictos. En otras palabras, es salir del status quo de manera drástica, masiva y pacífica.

El status quo hoy es la extrema fragilidad del tejido social. Por un lado, tenemos un sistema político que poco interpela a su ciudadanía. La creciente desafección social por la política se traduce en que las democracias tienen los niveles más bajos de satisfacción en décadas, con opciones políticas débiles, y crecientemente polarizadas. En los últimos años, hemos visto retornar, también, los golpes de Estado en Bolivia, Brasil y Honduras, ahora sin militares, y naturalizado el asesinato a centenares de líderes sociales en Nicaragua, Colombia, México y Brasil. El intento de magnicidio a Cristina Fernández de Kirchner es solo un episodio más en esta cadena.

Paralelamente, vivimos en un capitalismo predatorio que permite multiplicar el capital de los más ricos al mismo tiempo que multiplica la pobreza. Este sistema está apoyado por una cultura del emprendimiento libertario que legitima a fortunas hechas en menos de una generación, tan grandes que permiten a los CEO enviar naves al espacio, quienes, al mismo tiempo, resisten ferozmente la sindicalización de sus empleados que pelean por un salario mínimo.

Asimismo, estamos permanentemente conectados por redes sociales que le inyectan esteroides a la confrontación social. Los algoritmos de Twitter y Meta detonan e incentivan la viralización de la confusión, el enfrentamiento y el odio. Una noticia falsa tiene cuatro veces más posibilidad de ser compartida en WhatsApp que una verdadera, y los mensajes de odio y confrontación tienen casi el doble de probabilidades de recibir likes. Estudios han demostrado que el algoritmo de Twitter promueve el intercambio parroquial y visibiliza lo violento.

Las consecuencias en nuestras sociedades son enormes. Paralelamente a la frustración, enojo y odio, las encuestas de Latinobarómetro han detectado cambios profundos en nuestra cultura. Hoy tenemos sociedades más anómicas, parroquiales y fracturadas. El sentido de “comunidad” es más débil, con niveles de individualismo preocupantes. Especialmente en nuestras juventudes, existe un mayor desprecio por lo colectivo, una menor confianza en “el otro” y un apego a círculos más pequeños y homogéneos.

Es por ello que hoy lo revolucionario es el encuentro. No es fácil, significa romper la inercia y resistir los incentivos económicos, comunicacionales y políticos hacia el individualismo y la confrontación.

Propongo tres ejercicios sencillos, aunque hayamos olvidado estas prácticas, para cualquier persona que trabaje en asuntos públicos. El primero, es el trabajo revolucionario de recuperar el sentido de la política como negociación, transacción, acuerdo y compromiso entre intereses divergentes. La política democrática no es un juego de suma cero. El segundo cambio radical que propongo es volver a buscar los puntos en común con el adversario, lo que nos hace ser parte de una comunidad, y hace posible un diálogo. A partir de allí, podemos disputar las diferencias. El tercer ejercicio es discutir sobre políticas (más o menos impuestos, público o privado) y evitar que el debate sea sobre las personas.

Esta es una menuda tarea que requiere de liderazgos a la altura de las circunstancias. Si logramos cumplir con estos pequeños ejercicios, creo que por allí lograremos empezar con la revolución de reconstruir el tejido social.

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