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La crisis argentina agrieta la relación entre los movimientos sociales y el peronismo

El Gobierno de Alberto Fernández acepta resignado los reclamos para reducir la tensión en la calle

ntegrantes de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) protestan frente al Congreso contra la inflación
Integrantes de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) protestan frente al Congreso contra la inflación, el 14 de julio de 2022.Anita Pouchard Serra (Bloomberg)

La alianza entre el peronismo y los movimientos sociales argentinos está en crisis. El deterioro de la economía y las peleas internas que desangran a la Casa Rosada corroen día a día el principal sostén político del Gobierno de Alberto Fernández: la calle. El heterogéneo abanico de sindicatos, piqueteros y organizaciones que hasta ahora controlan las protestas hacen equilibrio entre las presiones de sus bases, que piden soluciones, y los acuerdos con el poder. El peligro no es menor: los movimientos sociales son la válvula que quita presión a la olla de la crisis.

El miércoles, organizaciones aliadas al Gobierno marcharán a la Plaza de Mayo en Buenos Aires para exigir la creación de un salario básico universal. El 17 de agosto lo harán los sindicatos peronistas de la CGT, que se concentrarán frente al Congreso. La convocatoria es “contra la inflación” y “los formadores de precios”, esto es, las empresas. En todos los casos, las consignas son dignas de un malabarista. Deben protestar ante una situación social insostenible, pero sin romper con el Ejecutivo. Saben que una escalada de la tensión social puede terminar con un Gobierno que consideran propio, pero que ahora se tambalea fruto de su propia inoperancia para ponerse de acuerdo.

La disputa entre Alberto Fernández y su vicepresidenta, Cristina Kirchner, se saldó hace dos semanas con la renuncia del ministro de Economía, Martín Guzmán, garante del acuerdo firmado con el FMI en enero pasado. Desde entonces, todo ha empeorado. La inflación se ha disparado -ya supera el 60% interanual- y el peso argentino se derrumbó frente al dólar en todos los mercados informales. Kirchner dio su bendición a la nueva ministra, Silvina Batakis, luego de dos años de pedir la renuncia de Guzmán por considerarlo aliado del Fondo.

Acorralada por la crisis, Batakis prometió fidelidad al FMI y lanzó un plan de ajuste más duro que su predecesor: congelamiento de los gastos del Estado, más restricciones al uso de dólares para contener la fuga de divisas y acuerdos de precios para contener la inflación. El kirchnerismo no le ha dado un apoyo explícito, pero al menos no la humilla en público, como hacía con Guzmán. Una cuestión de supervivencia política. Pero la calle es otra cosa.

Los movimientos sociales argentinos son hijos de la crisis de 2001, la del “corralito”. Cuando la desocupación hacia estragos y la pobreza superaba el 50%, los expulsados del sistema se organizaron en lo que llamaron “sindicatos de desocupados”. Esos movimientos maduraron, se agruparon y crecieron. Hoy son parte fundamental del entramado social argentino, a costa de los sindicatos tradicionales que nacieron en la década del cincuenta del siglo pasado. Además de coordinar las ayudas sociales del Gobierno, administran cooperativas de trabajo, escuelas y cientos de comedores en los barrios más pobres. Forman un mosaico muy heterogéneo, que va desde la extrema izquierda trotskista hasta el peronismo más combativo. Y tienen la llave de gobernabilidad: pueden calentar la calle, pero también controlarla.

Cuando el peronismo volvió al poder en 2019, Alberto Fernández sumó a parte de ellos al Gobierno. Líderes del Movimiento Evita y Barrios de Pie se sumaron al ministerio de Desarrollo Social. Desde allí reparten los planes de ayuda. Solo el Evita administra unos 120.000. La apuesta por el Gobierno los distanció de los movimientos sociales de extrema izquierda y profundizó la grieta que ya tenían con los sindicatos peronistas. La CGT es la columna vertebral del sistema, pero el cambio en los modelos de trabajo, con cada vez más informales y menos asalariados, le ha quitado protagonismo.

El equilibrio de fuerzas fue siempre muy frágil. Y la pelea interna en la Casa Rosada amenaza con romperlo. Hace un mes, Cristina Kirchner reclamó en un mitin por el papel del Movimiento Evita y Barrios de Pie en el Gobierno. Ambos están integrados en la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), donde se suman todos los grupos que viven de autoempleo y la economía informal. La UTEP nació en 2019 para apoyar a Alberto Fernández. Kirchner vio allí demasiado poder concentrado y poca docilidad. Por ello pidió al presidente que los saque de la Casa Rosada y devuelva el manejo de los planes sociales a gobernadores provinciales e intendentes locales. Allí, en los barrios pobres, la UTEP compite por el favor de la gente con la agrupación ultrakirchnerista La Cámpora.

“Cuando habló Cristina estábamos dolidas y enojadas. Hay una realidad, hay sectores que no nos quieren”, dice la secretaria general adjunta de UTEP y portavoz del Frente Popular Dario Santillán, Dina Sánchez. “Estamos abocadas a la economía popular porque el Estado no ha podido resolverlo desde el lado público y privado. Muchas compañeras son jefas de hogar con varios hijos. Dentro de la economía popular encuentran un plato de comida, trabajo”, explica Sánchez.

La UTEP celebra el desgaste político al que sometieron al presidente liberal Mauricio Macri durante cuatro años. Cuando llegó al poder el Frente de Todos, con Fernández y Kirchner como timoneles, no previeron que las tensiones internas entre ambos terminarían por poner en riesgo la gobernabilidad. “Ahora somos realistas. ¿En el Frente de Todos nos quieren todos? No, pero somos parte de este Gobierno”, dice Sánchez. Eso no impide que salgan a la calle para marcar lo que consideran una política acorde a sus necesidades. La bandera es el salario básico universal, una demanda que comparten la UTEP y también el kirchnerismo.

Para Alberto Fernández es una demanda válida pero imposible de financiar en el contexto de déficit fiscal y falta de reservas internacionales que lastran a su Administración. Por eso ha optado por, al menos, controlar que la protesta no se salga de cauce. La Casa Rosada está resignada.

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