Argentina y su extrema derecha rockera
El economista ultraliberal Javier Milei crece en popularidad con ataques al Estado y a la casta política que calan entre los jóvenes
“Hola a todos. Yo soy el león”: la canción de la banda La Renga se escucha en los mítines de Javier Milei, la versión argentina de la derecha alternativa que recorre el mundo. Con una energía y una estética rockera y el pelo revuelto (dice que lo peina la mano invisible del mercado), el economista de 51 años recorre el país rodeado de multitudes de jóvenes veinteañeros que festejan sus arengas contra la “casta” política y su amenaza de sacar a los políticos “a patadas en el culo”. Algunos de sus seguidores llevan banderas de Gadsden (un símbolo proveniente de Estados Unidos que incluye una víbora con la leyenda “no me pises), pegan el rostro de Donald Trump en sus móviles y sienten que están protagonizando una revolución cultural anticolectivista en un “país de zurdos (izquierdistas) como Argentina”.
Antes de lanzarse a la política para las elecciones de 2021, este economista matemático -y fugaz ex-portero de las inferiores del club Chacarita- ya aparecía en talk shows televisivos o llenaba teatros con un monólogo sobre economía. Ya en el escenario, no se privaba de hacerle un fuck you al retrato del economista John Maynard Keynes, su enemigo ideológico número 1. Poco a poco, Milei fue creciendo en popularidad fuera de los radares de los politólogos, que lo despreciaban por su figura extravagante.
Pero es precisamente su excentricidad transgresora una de las razones de su popularidad. En las elecciones legislativas de 2021, obtuvo el 17% en la Ciudad de Buenos Aires, con porcentajes similares en barrios medios, altos y bajos, incluso en los más pobres, y entró así al Congreso nacional. Con canciones del rock de los años 90/2000 como “se viene el estallido” como telón de fondo de sus apariciones y dando clases de economía en las plazas, Milei creció gracias al pobre desempeño del gobierno de Mauricio Macri, que dejó espacio para el surgimiento de una fuerza a su derecha.
“El capitalismo es estruendosamente superior -productiva, moral y estéticamente- al socialismo”, repite como si estuviera en medio de la Guerra Fría. Y en sus discursos resuena algo del capitalismo heroico que la filósofa rusa estadounidense Ayn Rand plasmó en novelas como el best seller La Rebelión del Atlas, lo que pone en aprietos ideológicos al macrismo. Mientras que los “halcones” de Juntos por el Cambio, como el propio Mauricio Macri o la ex ministra Patricia Bullrich, querrían tener a Milei de aliado, las “palomas” de esa alianza de centroderecha, como el alcalde de Buenos Aires Horacio Rodríguez Larreta o la Unión Cívica Radical, lo ven como una amenaza para la democracia. (Él dice que sí es una amenaza, pero para “la casta” política). El mundo, como ya dijera Rand, es una lucha entre productores y colectivistas saqueadores.
El economista bebe sobre todo de las aguas ideológicas del “paleolibertarismo” estadounidense de Murray Rothbard (1926-1995), un seguidor de la escuela austriaca de economía de Mises y Hayek. Los paleolibertarios rechazan radicalmente al Estado pero defienden posiciones reaccionarias en el plano social. Rothbard diferenció su libertarismo del hippismo antiautoridad del Partido Libertario de Estados Unidos, qué él mismo había ayudado a fundar, y terminó siendo un populista de derecha avant la lettre.
Desde esas coordenadas ideológicas, Milei puede reclamar la abolición del Estado y al mismo tiempo reivindicar a Donald Trump, vincularse con Jair Bolsonaro y apoyar a la extrema derecha española de Vox. Comparte con ellos un odio visceral al progresismo.
A veces lleva su antiestatismo al límite del absurdo. Como cuando dijo: “Entre la mafia y el Estado prefiero a la mafia. La mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente, la mafia compite”. O cuando pidió la privatización de las calles: “cada vez que piso una baldosa escupe socialismo”. Hoy admite que la abolición del Estado no es posible en el corto plazo y sostiene que, entretanto, hay que reducirlo lo más posible. Y ahora interactúa con “la casta” en el Congreso.
Milei se enorgullece de haber popularizado el liberalismo (“antes los liberales cabían en un ascensor”, repite), lo cual no es fácticamente cierto:en los años 80 y 90, hubo una corriente liberal-conservadora con incidencia ideológica, incluso en el movimiento estudiantil. Pero sí es verdad que nunca el liberalismo argentino tuvo un liderazgo tan disruptivo y “antisistema”. Ni nunca antes reivindicarse de derecha resultó tan cool para tantos jóvenes argentinos como hoy en día.
Uno de los grandes golpes de efecto de Milei fue organizar un sorteo mensual de su sueldo de diputado: como considera que los fondos públicos provienen de un robo (los impuestos) no solo no puede cobrarlo sino tampoco donarlo. Por eso decidió repartirlo al azar. Los políticos tradicionales lo consideran un acto de demagogia pero él sigue adelante y, al día de hoy, ya tiene una base de datos de más de dos millones de inscriptos que cada mes esperan ganarse esa lotería poco convencional.
Eliminar el peso como moneda
El panteón construido por Milei puede resultar algo curioso para quien lo mira desde afuera: reivindica a liberales de la argentina exportadora del siglo XIX (cuando aún no existía el Banco Central) pero también a Carlos Menem, el ex presidente peronista que en la década de 1990 llevó adelante las reformas estructurales y ató por ley el valor del peso al dólar. Milei quiere, directamente, eliminar la moneda nacional y dolarizar la economía. “El peso es la moneda de la casta, no sirve ni para abono”.
Pero más allá de sus propuestas, el economista se postula como una suerte de libertador de los argentinos de la esclavitud a manos de los políticos.
Hoy el país entero habla de él, para bien o para mal, y su imagen se proyecta hacia America Latina. Cada día acepta decenas de selfies de jóvenes apenas posadolescentes. Y, desde la pequeña estructura del Partido Libertario argentino como base, aspira a consolidarse como candidato presidencial. Para ello deberá transitar un largo camino minado para un político novato y tratar de que la burbuja de su popularidad no se pinche en el intento. Por ahora sigue gritando a toda voz: “Viva la libertad, carajo”, cada vez que termina sus intervenciones y hasta se calza un chaleco antibalas. Su última excentricidad en un país sin magnicidios.
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