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Así mataron a Eze y a 385 niños más en Ecuador

Los asesinatos a menores de edad crecen un 50% en un país azotado por la violencia y el narcotráfico. Eze tenía cinco años

En los barrios de Guayaquil el silencio pesa. Ya no se oyen los gritos de niños corriendo tras una pelota, ni la música que solía colarse desde los parlantes en las esquinas. Hasta la salsa ha guardado silencio. Ese mutismo cotidiano solo se interrumpe cuando suenan los disparos de una pistola.

La gente se lanza al suelo, se aparta de las ventanas, se esconde bajo la mesa o en cualquier rincón que ofrezca refugio. Pero afuera, las balas vuelan al azar, como en una ruleta rusa. Cada disparo puede marcar el final de una vida, el quiebre irreversible de una familia. Como ocurrió con Ezequiel, Eze como le decían todos. Un niño de cinco años a quien una bala lo alcanzó en la puerta de su casa.

El sicario dobló la esquina de la calle Muisne, en el Suburbio de Guayaquil, sin detenerse ni un instante. La pistola apuntó hacia adelante, los disparos comenzaron a caer uno tras otro contra su objetivo, un joven que estaba en medio de la calle, y sin importar lo que estuviera a su alrededor. Las detonaciones quebraron el aire y la quietud de la tarde de ese domingo de agosto. El sicario, un adolescente de 16 años, corrió con el brazo extendido hacia atrás, disparando a ciegas e intentando huir de la escena macabra que había dejado, describe Mayra, la abuela del niño. Cerca del objetivo estaba Eze, quien no corrió. Se quedó paralizado en la puerta de la casa cuando una de esas balas alcanzó su espalda. Un golpe mortal.

En Ecuador, entre enero y agosto de 2025, 386 menores de edad han sido asesinados, lo que equivale a tres niños y adolescentes muertos cada 48 horas debido a la creciente violencia en el país. Esta cifra representa un aumento del 50% en comparación con el mismo periodo del año anterior, cuando fueron asesinados 258 menores. Según datos del Ministerio del Interior, el 91% de las víctimas fueron asesinadas con armas de fuego.

Milena Pincay repasa cada uno de los detalles del día en que su hijo Ezequiel fue asesinado. “Le había dicho que salgamos a jugar, pero él se quiso adelantar y salió con mi mamá”, recuerda. Vivían en la casa de los padres de ella. Una pequeña vivienda, donde el espacio que tenía Eze para jugar, era también la cama donde dormía. Desde ese día, Milena ha centrado toda su energía en la búsqueda de justicia, reuniendo dinero y apoyo para cubrir los gastos legales de un proceso que parece interminable. El 25 de septiembre, en el tercer intento, finalmente se instaló la audiencia para formular cargos al adolescente de 16 años acusado de quitarle la vida a Ezequiel.

El joven que disparó y mató a Ezequiel es conocido en el barrio. “Es hijo de unos hermanitos”, comenta Milena, aludiendo a los padres del adolescente, quienes son miembros activos de una iglesia evangélica. “Están vendiendo la casa porque quieren sacar a su hijo de la cárcel”, comenta con rabia y decepción. A sus 26 años, Milena no ha recibido ninguna respuesta que le ayude a sanar la pérdida de su hijo. El 4 de septiembre, Ezequiel habría cumplido seis años, y no pudieron celebrar. Aunque todo estaba listo para la fiesta, Milena tomó algunas cosas y las llevó al cementerio. Al lado de la tumba de su hijo, entonaron el feliz cumpleaños, una forma amarga de recordarlo, pero también de enfrentarse a una realidad que nadie le había explicado cómo manejar.

Con 6.021 homicidios en lo que va del año, el luto se convierte en un proceso perpetuo en las zonas donde el narco también arrebata la vida de niños y recluta a adolescentes como mano de obra para el crimen. La violencia ha penetrado a lo más íntimo y está transformando la estructura social y las dinámicas familiares, explica el sociólogo Evandro Moreno, del Centro de Estudios Sociales y Comunitarios, CESCU, quien trabaja en las zonas más violentas de Guayaquil. “Donde el Estado se ha retirado de nuestros barrios, con la educación de calidad, la seguridad, espacios públicos, quien toma y aplica su gobernanza es el narco, que viene con su modelo de producción, cultural, impone normas, reconfigura las formas de cómo se relaciona el barrio y la gente intenta adaptarse para sobrevivir”.

En los barrios más golpeados por la violencia, la supervivencia depende de estrategias casi rutinarias: “No salgas de la casa, no asomes la cabeza por la ventana, no vayas a la tienda, no vayas solo a la escuela”. Así lo explican las mujeres que están al frente de la resistencia comunitaria y que han identificado patrones que podrían salvar vidas. Según CESCU, el incumplimiento de estas reglas no solo pone en riesgo a quienes las siguen, sino que suele ser el detonante de tragedias. Ese fue el caso de Mikel, un joven de 14 años, que salió apenas unos metros de su casa para encontrarse con un amigo y, en medio de una balacera, un proyectil lo alcanzó.

En su análisis, el sociólogo Moreno señala que el daño va más allá de los asesinatos, pues la lógica criminal acaba infectando todo el tejido social. “Las personas que viven alrededor de esta violencia están marcadas por una forma de trauma basada en la venganza: ‘tú mataste a mi amigo y yo tengo que vengar su muerte’”, explica. Y ahí radica uno de los grandes problemas: el crimen reemplaza los valores fundamentales. En este contexto, Moreno advierte sobre el futuro sombrío que aguarda a los barrios donde los niños crecen sin los pilares de la familia, que es la que, en su esencia, transmite valores, seguridad y afecto. “La familia es pan y cariño, la que regula, calma y da seguridad”, apunta, y subraya que, en este vacío, el narcotráfico ocupa el espacio dejado por el afecto familiar.

“El narco impone las formas que se relacionan: ya no saludan al mayor, no desean ir a la escuela, no entienden por qué es necesario la protección de la salud sexual, entonces se están criando sin herramientas”, señala.

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