Conservar la Orinoquía, un filete de chigüiro a la vez
Un proyecto de la Universidad Nacional de Colombia lleva más de veinte años contemplando la cacería de uno de los animales más icónicos de Latinoamérica como una herramienta para la conservación
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“Hay colegas que no entienden por qué para conservar uno tiene que comerse una especie”, dice el biólogo Hugo López, director del Grupo en Conservación y Manejo de Vida Silvestre de la Universidad Nacional de Colombia. A continuación explica el plan de él y sus colegas para la caza comercial de chigüiros.
En la Orinoquia colombiana siempre se ha cazado y comido chigüiro (Hydrochoerus hydrochaeris), también llamado capibara o carpincho en otras partes. Este roedor de pelaje marrón y ojos negros es abundante en esas sabanas inundables de pastizales altos y árboles pequeños que en verano se secan con un color amarillento, y que en invierno se inundan como espejos de agua con parches de verde en los que descansan babillas, venados, reses, cerdos y diversidad de aves. Una ganadera de la región cuenta que a veces son tantos los chigüiros que andan en manada que no dejan pasar vehículos por los caminos.
Tradicionalmente los lugareños los mataban con un golpe de garrote a la cabeza. Muchas veces era ahí mismo, entre la maleza donde caía el animal, que los cazadores le quitaban la piel y cortaban su carne.
Lo que proponen el profesor López y su equipo es un enfoque más aséptico, sostenible y “humano”: en uno de sus viajes de estudio salieron junto a ganaderos en sus monturas, cabalgando en la llanura con sus lazos en mano. Con un nudo en el cuello atrapaban a los chigüiros y los tiraban al piso, procurando no hacerles daño. Si eran machos y estaban sanos, los llevaban al “matadero”, la planta piloto que habían montado los investigadores en una finca. Allí el animal era insensibilizado con un disparo de perno cautivo en la frente, desangrado y procesado.
“Absolutamente todo el animal debe ser aprovechado”, dice el zootécnico y experto en manejo y procesamiento de carnes Guillermo Quiroga, también parte de este proyecto. Eso significa que su carne se convierte en filetes, su grasa en embutidos como chorizos y carne de hamburguesa, su piel en cuero, sus tripas fermentadas en alimento para aves y peces, e incluso de sus huesos salen aretes y otras piezas de joyería.
Esto es lo que ha hecho el Proyecto Chigüiro por más de veinte años: estudiar a estos animales en la región y, junto a los ganaderos de las haciendas o hatos de Paz de Ariporo, desarrollar un plan para su aprovechamiento sostenible y la conservación que incluye protocolos de caza y libros de recetas de embutidos.
Pero ante este plan de cazar chigüiros mucha gente no se pregunta cómo, sino por qué. El chigüiro tiene una categoría de “preocupación menor” en la lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), gracias a su amplia distribución y población. Es decir, no se trata de un animal que esté en peligro. Aún así, el encanto de estos roedores hace que el país se indigne cuando mueren en masa por las sequías del verano, o por su cacería furtiva.
De hecho, en Colombia la cacería comercial de esta y otras especies animales es legal, regulada desde hace décadas y está definida en el decreto 1076 de 2015. La ley de este país permite cazar por motivo de subsistencia (para consumo individual), con fines de investigación científica, de control e incluso de forma comercial, siempre que se tenga una licencia para hacerlo.
Sin embargo, gracias a un escándalo relacionado con esta especie que sucedió a finales de los noventa, se suspendió la comercialización legal de chigüiro en Colombia. Entre los años de 1991 y 2001 el departamento del Casanare registró un sacrificio de más de 112.409 especímenes, con la carne y la piel de cerca de 80.000 siendo exportados a Venezuela. Supuestamente estos individuos venían de zoocría (crianza en cautiverio), pero no era así. “No era zoocría lo que se estaba haciendo, sino extracción del hábitat”, cuenta Catherine Mora, bióloga e investigadora del Proyecto Chigüiro. “Realmente lo que se estaba haciendo era extraer chigüiros del medio para tenerlos en corrales”.
El tema fue tan mediático que llevó a que López y los demás investigadores de la Universidad Nacional empezaran a trabajar en este proyecto. Desde entonces la comercialización de chigüiros ha estado detenida: según dice el Ministerio de Ambiente, en la actualidad no hay ni licencias de caza ni zoocriaderos activos para chigüiros en el país.
El equipo empezó a estudiar poblaciones de chigüiros en la región en 2001 y, eventualmente, a crear un proyecto de aprovechamiento. Usando como lugar de investigación hacendados o hatos de Paz de Ariporo, en el Casanare, la iniciativa ha planteado un proyecto de caza “desde lo académico, lo legal e incluso lo ético”, cuenta López.
Aunque puede sonar contraintuitivo, la cacería puede ser una herramienta en la conservación de especies y ecosistemas. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura ha dicho que “la cacería puede generar ganancias para la conservación al tiempo que provee beneficios económicos y sociales para las poblaciones rurales, que comparten la tierra con la fauna y cargan con sus costos directos e indirectos”. En lugares como Estados Unidos los impuestos a la cacería y sus implementos financian esfuerzos de conservación, y en lugares como México, Pakistán y Namibia, la cacería a la vez ha brindado oportunidades económicas a la comunidad.
En el mismo carril, el Proyecto Chigüiro apunta a que haya un incentivo económico para que los ganaderos contribuyan a conservar los espacios en los que viven y se reproducen estos animales. “Los chigüiros no necesitan gran manejo, solo su espacio natural”, dice Mora. “La idea es que los propietarios de las haciendas vean viable mantener ese ecosistema natural. Que rote el ganado, a la par que están los chigüiros, que se mantengan los cuerpos de agua, que se vea la fauna nativa… Eso sería lo ideal”.
Para asegurarse de que esto sea una labor sostenible y no simple explotación, se necesita que “se haga veeduría a todo el proceso”, como explica la bióloga. “La idea es que a final de cada año se hagan evaluaciones, de qué pasó, si se mantuvieron las poblaciones o disminuyeron, y ver si el próximo año se puede seguir dando permisos para la caza comercial o no”.
Antes de que sea una realidad, tanto investigadores como ganaderos necesitan dos cosas: primero, inversión gubernamental o de actores privados para construir una planta de aprovechamiento móvil para procesar la carne de chigüiro (tiene un costo estimado de 2.623.000.000 pesos, unos 583.000 euros). Se trataría de un camión con toda la tecnología para procesar animales medianos y su carne, muy diferente al que los investigadores montaron cuando hicieron las pruebas piloto, que se trataba de cuartos prestados por los hacendados.
Y segundo, que se establezca una cuota de cuántos individuos se pueden cazar anulamente, una cifra basada en los estudios que se han publicado y compartido con las autoridades. “La idea era que con todos esos datos el Ministerio de Ambiente sacara una resolución del cupo global de aprovechamiento para la Orinoquía, pero nunca lo ha hecho”, dice Mora.
El Ministerio de Ambiente declara que los cupos permitidos en los departamentos de Casanare y Arauca existían debido a la relación comercial con Venezuela, el principal socio cuando se trataba de carne de chigüiro, y que al quebrarse este vínculo entre 2020 y 2024, por esto no se habían otorgado. Ahora, dicen, están llevando a cabo “los estudios pertinentes para determinar, según demanda, el cupo de aprovechamiento a avalar”. Esos estudios poblacionales, según el Ministerio, tienen que ser de no más de tres meses y tienen que ser provistos por la corporación autónoma regional, en este caso Corporinoquia ya que es la autoridad ambiental de la región.
Aparte de eso, se hará un monitoreo constante a la especie y quienes reciban la licencia para el aprovechamiento tendrán que pagar una tasa compensatoria por individuo extraído. Pero, independientemente de que se pueda cazar chigüiros en la región, queda la pregunta de para quién se conseguiría esta carne. ¿Querrán los colombianos comerse a un animal tan simpático?
Los investigadores están convencidos de que sí. El equipo ha hecho pruebas piloto entre habitantes de Paz de Ariporo, ofreciendo cortes y chorizos a quien quisiera probar. López y sus colegas incluso mandaron pruebas a algunos restaurantes “bastante finos” de Bogotá. En un estudio de mercado que hicieron posteriormente, descubrieron que el 80% de las personas que encuestaron están dispuestas a consumir una carne que sea más magra como la de chigüiro, siempre que se garantice que es parte de una industria sostenible.
“A la gente le encanta la carne de chigüiro. Es una de buena calidad, baja en grasa y exótica”, dice el zootécnico Quiroga. “Sería un producto de temporada, regulado”, añade el profesor López, recordando que el chigüiro de hecho tiene una veda de temporada y solo se permite su cacería en los meses de enero a marzo. “Sería un plato que todo turista querría comer”
López y los demás miembros del proyecto admiten que la cacería no puede ni debe ser la única opción para conservar este ecosistema: hay opciones que deben ir de la mano, como la ganadería sostenible, el ecoturismo y el turismo de aves.
“Una cosa es decir ‘Colombia, país de la biodiversidad’”, dice López. “Pero la biodiversidad es un recurso, y podemos gestionarlo. Si no hacemos un proyecto como el de la cacería sostenible, estamos transformando las sabanas inundables en arrozales o zonas de palma africana, y estamos dejando atrás ese entorno tan bonito”.