Visitar el quilombo do Campinho para aprender de la resistencia negra
Iniciada por tres esclavas de origen africano en el sureste de Brasil a finales del siglo XIX, esta comunidad busca en el turismo comunitario una alternativa económica que además le permite dar a conocer su historia
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La palabra quilombo es de origen kimbundu, una de las lenguas de Angola. Significaba lugar de descanso o de campamento para pueblos nómadas. En Brasil, donde los colonizadores portugueses trajeron a unos cinco millones de personas de África para trabajar por la fuerza, la palabra quilombo se refería a las comunidades organizadas para huir de la esclavitud. El mayor y más emblemático es el Quilombo dos Palmares, en el noreste del país y se dice que existió entre 1580 y 1710. Pero en español la palabra quilombo significa lío, desorden, lugar de difícil acceso o prostíbulo. Una derivación lingüística racista. “Es un lío organizado”, bromea Luis Claudio dos Santos, conocido como Tuca en el Quilombo do Campinho. Es griô, retenedor de la historia de la comunidad. El más joven, con 49 años. “Aquí la mayoría descendemos de Vovó Antonica, Tía Marcelina o Tía Luiza y hasta hace un par de generaciones casi no nos mezclamos con personas de fuera, somos todos primos”, afirma en la entrada del quilombo donde vive, a 20 kilómetros de Paraty.
Paraty es una ciudad turística de 45.000 personas, localizada en el sureste brasileño, entre Río de Janeiro y São Paulo. Está reconocida por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad desde 2019, por ser un lugar mixto de Cultura y Biodiversidad. Su centro histórico es un conjunto de casas blancas frente a una bahía de aguas tranquilas, protegida por montañas cubiertas de selva. El escenario aparentemente idílico fue el mayor puerto exportador de oro de Brasil durante la época colonial. Allí llegaban cargamentos de metales y piedras preciosas extraídos del interior del país que partían por mar hacia Europa. También llegaban miles de personas secuestradas de países africanos.
Antonica, Marcelina y Luiza eran dos hermanas y una prima que desembarcaron de un navío negrero en la playa Paraty Mirim a mediados del siglo XIX cuando eran aún adolescentes.”Trabajaron en la Hacienda de la Independencia, pero cuando se instauró la Ley Áurea que abolía la esclavitud en Brasil, coincidió con que las tierras de las plantaciones de caña de azúcar y café de la hacienda estaban agotadas y los señores la abandonaron”, explica Tuca. Pero las tres mujeres africanas no se fueron, comenzaron allí mismo una comunidad que resiste hasta hoy: El Quilombo do Campinho da Independência, donde viven 550 personas, según los datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE).
Albertina dos Santos está a punto de cumplir 95 años, es la mujer con más edad del quilombo y rebosa energía. Su mirada brilla entre los párpados de piel oscura. Está sentada en el porche de su casa, a unos 15 minutos a pie del centro de la comunidad, a donde se llega por una pista entre vegetación frondosa. “Cuando llegué al Quilombo do Campinho hace 68 años era un lugar horrible, con selva cerrada y muchos animales peligrosos, como serpientes y jaguares”, dice.
Nació en Camburí, un pueblo costero a pocos kilómetros y, aunque prefiere el mar, con 25 años se casó y vino a vivir al quilombo, donde dio a luz a 13 hijos. “Esto ha cambiado muchísimo desde que construyeron la carretera Río-Santos en los setenta. Era un sacrificio enorme ir a Paraty caminando con la barriga grande y varios niños. Teníamos que atravesar el río, a veces con el agua al cuello porque en aquella época era muy caudaloso. Recuerda los pocos productos que traían del pueblo: sal para conservar los alimentos, queroseno para tener luz y jabón para limpiar. Una vez salimos de madrugada para llevar al médico a nuestro hijo de cuatro años enfermo y no llegamos a tiempo. Murió en mis brazos”, recuerda sentada en la mecedora de hierro y tiras de plástico. Conoció a la segunda generación del quilombo, las hijas de las matriarcas. “Contaban muchas historias de cómo era esto cuando empezó la comunidad durante la esclavitud, pero no me acuerdo bien”, reconoce. Tampoco recuerda si algún antepasado suyo vino de África. “Mis padres y abuelos nacieron en Brasil”, zanja.
En 2022, el IBGE investigó por primera vez los quilombos brasileños y concluyó que 1,3 millones de personas se declaran quilombolas, y que más de la mitad vive en la región noreste. 167.202 de ellos habitan alguno de los 494 territorios quilombolas oficiales, como el Campinho da Independência, el primero reconocido legalmente en el Estado de Río de Janeiro. Desde 1999 tienen título de propiedad de 287 hectáreas. El territorio está además protegido por Medio Ambiente porque el 70% es mata atlántica, uno de los biomas más diversos y amenazados del mundo.
Autosuficiencia y turismo de base comunitaria
Daniele Elias Santos nació en el Quilombo do Campinho a finales de los ochenta, cuando ya había carretera y luz eléctrica. Ahora es presidenta de la Asociación vecinal AMOQC y coordinadora de la Rede Nhandereko de Turismo de Base Comunitaria, formada por pueblos indígenas y comunidades tradicionales caiçaras y quilombolas de la zona de Angra, Paraty y Ubatuba, localidades muy turísticas en el litoral sur de Río de Janeiro y litoral norte de São Paulo. “El turismo de base comunitaria contrapone la lógica del turismo de masas. Lo protagonizan las comunidades tradicionales, que muestran su cultura e historia, y genera trabajo y renta para la comunidad”, dice.
Una de las actividades que ofrecen es la visita guiada al quilombo. Hoy es jueves y a primera hora ha llegado un grupo de una veintena de niños. “La mayoría del público que viene es clase alta, de colegios privados. Es importante plantar una semilla en esos niños para que vean que hay varios Brasiles dentro de Brasil. Ellos viven en su burbuja. A través del turismo alzamos nuestra voz y explicamos lo que es vivir en una comunidad quilombola desde el siglo XIX hasta hoy”, sostiene Elias. Son las dos de la tarde y en la segunda planta del edificio del restaurante hay un grupo de adultos sentado en círculo en el suelo, frente a tres mujeres. “Nuestros maestros eran las personas más viejas del quilombo, que contaban la historia, nos enseñaban a plantar, el uso de las hierbas medicinales y la artesanía. No había escuela, nos traían profesores cuando había elecciones y nos daban clase en una casa durante unos tres meses, para conseguir votos”, cuenta la griô Adilsa da Conceição Martins. Detrás de ella cuelga una fotografía de su madre, Madalena Alves da Silva, junto a su padre, Seu Valentim Conceição; ambos líderes del Quilombo do Campinho.
Después de poner a los visitantes en contexto, dan un paseo guiado por la comunidad. Pasan por el campo de fútbol y por varias casas hasta llegar al cogollo, donde está la mayoría de edificios públicos, como el centro de salud, la escuela municipal, la asociación de vecinos, la biblioteca, la iglesia católica y una tienda de artesanía. Ofrecen talleres de cestería tradicional para grupos, de agricultura y de jongo, una danza afrobrasileña nacida en la Senzala, alojamiento donde se aprisionaba a los esclavos. “Antiguamente el jongo se practicaba a partir de medianoche para que no lo vieran los señores, porque se trataban estrategias de fuga y se hacía una limpieza espiritual con la danza. Ahora tenemos un grupo de resistencia”, cuenta Elias. También organizan eventos culturales abiertos al público, como el festival de cultura negra en noviembre, el mes de la conciencia negra, y la llamada Flip Preta -Flip Negra-, que es una alternativa a la conocida Fiesta Literaria Internacional de Paraty (Flip) que se celebra desde 2003, pero en este caso, la temática, referentes y público son negros.
El recorrido acaba donde empezó la visita, en el restaurante. Aquí no hay patrón, está gestionado por vecinas y el dinero es para la comunidad. Ofrece platos con ingredientes de la zona, como pescado, hojas de taioba y plátano, adornados con flores. Usan lo que tienen a mano, compran a productores locales e intentan no contaminar la tierra con un sistema de saneamiento ecológico. Uno de los ingredientes estrella de la carta es la juçara (Euterpe edulis), un fruto de la palmera del palmito muy parecido al popular açaí (Euterpe oleracea). “Es más lógico usar el fruto porque para el palmito hay que cortar el árbol y tarda unos diez años en ser adulto”, explica una de las trabajadoras. La alternativa que ofrecen es la pupunha (Bactris gasipaes), conocida como palmito ecológico, porque tarda menos en crecer y su producción es más sostenible.
La sostenibilidad y autosuficiencia siempre han sido básicas en el Quilombo do Campinho, donde sus habitantes han tenido que organizarse de manera independiente. “La abolición de la esclavitud en Brasil no se hizo bien, dejaron a las personas liberadas sin nada y se tenían que mantener de forma primitiva. Aquí siempre hemos estado muy unidos y hacíamos todo en grupo: preparar la tierra, construir una casa o cazar. Si alguien iba a la ciudad a comprar, lo dividía. Todo el mundo comparte con los demás”, dice Tuca. Cree que el racismo nunca acabará y que el turismo de base comunitaria es la mejor herramienta que tienen ahora para no perder su cultura, permanecer en el territorio y no tener que salir a trabajar fuera del quilombo para seguir siendo esclavizadas.