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La historia que no aprendemos: cuando el Estado y el crimen se cruzan

Como casi todo lo relacionado con la infiltración criminal en la política colombiana, los supuestos vínculos entre disidencias de las FARC y altos funcionarios del Estado parecen un capítulo nuevo, pero en realidad es parte de una historia que se repite

Las revelaciones de esta semana sobre los supuestos vínculos entre disidencias de las FARC y altos funcionarios del Estado —según una investigación de Noticias Caracol, basada en archivos incautados a alias Calarcá— volvieron a estremecer al país. Los documentos mencionan estrategias para montar empresas fachada, facilitar armas y movilidad, pactar no agresiones con miembros de la Fuerza Pública e incluso insinuaciones de posibles pruebas de financiación irregular en la campaña presidencial de ...

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Las revelaciones de esta semana sobre los supuestos vínculos entre disidencias de las FARC y altos funcionarios del Estado —según una investigación de Noticias Caracol, basada en archivos incautados a alias Calarcá— volvieron a estremecer al país. Los documentos mencionan estrategias para montar empresas fachada, facilitar armas y movilidad, pactar no agresiones con miembros de la Fuerza Pública e incluso insinuaciones de posibles pruebas de financiación irregular en la campaña presidencial de Gustavo Petro. Todos los señalados han desmentido estas acusaciones, alegando montajes. Es la primera reacción de siempre: escándalo, negación, confusión. Un libreto que Colombia conoce demasiado bien.

Porque, como casi todo lo relacionado con la infiltración criminal en la política colombiana, este capítulo parece nuevo, pero en realidad es parte de una misma historia que se repite.

1. Un país que avanza en círculos

Las últimas tres décadas demuestran, una y otra vez, que la cooptación criminal del Estado no es una desviación ocasional, sino un patrón. Cada década tiene su escándalo, cada Gobierno su grieta, cada entidad su puerta entreabierta. Basta un breve repaso para entenderlo.

En los años noventa, el Cartel de Cali logró penetrar la campaña presidencial de Ernesto Samper. El Proceso 8.000 es la máxima expresión de esa época: un momento en el que, según el testimonio de Aura Rocío Restrepo, los Rodríguez Orejuela no solo financiaron la candidatura, sino que intervinieron para sostener al presidente en medio del escándalo. Samper lo ha negado de forma reiterada, pero el daño institucional es innegable. Fue, para muchos, el punto en que se rompió la inocencia: quedó claro que los criminales podían llegar hasta la puerta de la Casa de Nariño.

Con el cambio de siglo surgieron otras formas de infiltración. Durante el gobierno de Álvaro Uribe, el DAS —el organismo de inteligencia del Estado— terminó capturado por el paramilitarismo. La Corte Suprema condenó a su director, Jorge Noguera, por entregar listas de sindicalistas al Bloque Norte para que fueran asesinados, borrar antecedentes judiciales y favorecer a personas al servicio de grupos ilegales. El organismo creado para proteger la democracia se convirtió en herramienta de criminales. Una paradoja tan brutal que pareciera escrita para un guion de ficción política.

Y ahora, en pleno gobierno de Gustavo Petro, surgen las revelaciones sobre funcionarios de alto nivel de la Dirección Nacional de Inteligencia, miembros del Ejército y supuestos pactos con las disidencias de las FARC. Quizá no esté comprobado aún, y por eso mismo debe avanzarse con rigor y sin linchamientos. Pero el patrón está ahí, una vez más: organizaciones criminales explorando las grietas institucionales, funcionarios dispuestos a facilitarles el camino, un Estado que no logra cerrarle el paso al delito dentro de sus propias estructuras.

Estos son solo tres ejemplos. Hay muchos otros: parapolítica, chuzadas ilegales, redes de corrupción subnacionales, infiltración de economías ilegales en campañas locales. Pero con este simple paneo queda claro que no estamos ante hechos aislados, sino ante un ciclo histórico que se repite sin descanso.

2. La infiltración no tiene ideología: tiene oportunidades

Colombia suele leer estos episodios como ataques al gobierno de turno o como pruebas de la “naturaleza” de tal o cual sector político. Cuando el escándalo toca a un presidente de izquierda, la derecha dice que “eso se veía venir”. Cuando toca a uno de derecha, la izquierda habla de “la podredumbre del modelo”. En los noventa, el liberalismo quedó marcado por el Proceso 8.000. En los años dos mil, el uribismo recibió el golpe del DAS. Hoy, el petrismo está en el centro del huracán.

Pero reducir estos fenómenos a disputas partidistas es un error profundo. No estamos ante historias de izquierda o derecha: estamos ante historias de Estado.

Los grupos ilegales no buscan afinidades ideológicas. Buscan fisuras. Y el Estado colombiano les ofrece demasiadas: controles internos débiles, supervisión insuficiente sobre la Fuerza Pública, sistemas de inteligencia poco transparentes, mecanismos de financiación electoral permeables, partidos políticos que miran hacia otro lado, instituciones disciplinarias colonizadas por la política y una cultura pública que premia la lealtad por encima de la ética.

Cuando se observa el panorama desde cierta distancia, lo que emerge no es un árbol con ramas distintas, sino un mismo tronco lleno de grietas. Lo que cambia no es el fenómeno, sino el color del Gobierno al que le estalla el escándalo. Por eso, la discusión pública termina atrapada en defensas automáticas y ataques oportunistas. Una parte del país piensa que denunciar un caso es favorecer al adversario; la otra piensa que callarlo es proteger al suyo. Y mientras los bandos se insultan, las estructuras criminales siguen explorando nuevas vías para capturar las instituciones.

La verdadera lección, incómoda pero inevitable, es esta: la infiltración criminal es posible no porque un gobierno sea de un color particular, sino porque nuestras instituciones siguen demasiado débiles para impedirla. Es un problema de diseño del Estado, y sobre todo, un problema ético de enormes proporciones, no de ideología de los gobiernos.

3. Una democracia que se erosiona por dentro

Si algo demuestra la historia reciente es que la democracia colombiana no peligra por un evento extraordinario, sino por la acumulación lenta de pequeñas complicidades. No se deteriora por un golpe, sino por goteo. Un funcionario de inteligencia que entrega información, un militar que pacta lo que no debe, un político que recibe un dinero indebido, una entidad que pierde controles internos, un organismo de vigilancia que actúa según conveniencia partidista, un partido que decide no sancionar a uno de los suyos, una ciudadanía que solo protesta cuando el escándalo salpica a su adversario.

Nada de esto, por separado, derrumba un país. Pero juntos van formando una idea muy peligrosa: que la legalidad es flexible, que la institucionalidad es negociable, que la ética es un lujo de campaña, no una obligación del poder.

Para completar el cuadro, casi todas las grandes revelaciones institucionales de las últimas décadas no han surgido de los mecanismos formales del Estado, sino de episodios fortuitos: grabaciones filtradas, testimonios repentinos, documentos incautados, investigaciones periodísticas. El diseño institucional colombiano no descubre la corrupción: tropieza con ella. Es un sistema anticorrupción que funciona más por accidente que por arquitectura. Y eso, justamente, es lo más alarmante.

Al final, la pregunta de fondo no es qué tan grave es este escándalo, ni si afecta a uno u otro Gobierno. La pregunta es cuántas veces más estamos dispuestos a repetir el mismo ciclo. Porque mientras sigamos discutiendo cada caso como si fuera una anomalía, seguiremos sin reconocer lo esencial: que nuestra democracia se erosiona no por culpa de un solo presidente, sino por un Estado que nunca ha logrado blindarse del todo contra la infiltración criminal.

Quizá lo que deberíamos preguntarnos esta semana no es quién tiene la culpa, sino por qué seguimos aceptando que la historia vuelva siempre al mismo punto de partida y qué vamos a hacer para que no ocurra.

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