La coca, un soporte económico vital con beneficios fugaces para la Colombia más apartada

Un grupo de investigadores determina que los cultivos y el comercio ilícito de pasta base ha aportado un crecimiento del 0,4% de toda la economía del país

Productores de coca trabajan en Llorente, Colombia, en 2023.Edinson Arroyo (Getty Images)

Algo está sucediendo con el negocio ilegal del cultivo de la hoja y venta de la pasta base de coca en la que algunos llaman la “Colombia invisible”. Ese país que se extiende más allá de lo que los sociólogos han etiquetado como fronteras agrarias y donde la presencia estatal parece un eco lejano. Un grupo de investigadores, la mayoría de la Universidad de los Andes, en Bogotá, acaba de publicar un estudio revelador sobre una de las partidas más sombrías de la economía colombiana. Las conclusiones más sólidas de este nuevo aporte para comprender una actividad tan poco dada a la exactitud estadística son tres. La principal es que la contribución de los productores campesinos ―el primer eslabón de la cadena― al crecimiento del país ronda el 0,4%, en años donde la economía total del país aumentaba un promedio del 3%

El segundo resultado es que su impacto local, sin embargo, es vital. En los pequeños municipios cocaleros vertebra la vida, con un peso de alrededor del 10,5% de su PIB. Por último, se trata de un campo tan lucrativo a corto plazo como poco rentable a mediano o largo para los campesinos involucrados en las primeras fases. Es un negocio que a duras penas ha mitigado la pobreza en las regiones productoras. Varias de ellas, de hecho, hoy atraviesan una crisis humanitaria y alimentaria inédita en décadas. También, de acuerdo con la investigación titulada Crecimiento local basado en la coca y su impacto socioeconómico en Colombia, se ha convertido en un sinónimo voraz de deforestación.

A los daños ambientales generados por la tala de árboles, necesaria para extender las cosechas de hoja de coca, se ha sumado un acelerado aumento en la transición de tierras cocaleras hacia hatos y pastizales para la cría de ganado: “En la Amazonía colombiana el incremento fue de 302% entre 2014 y 2019″, explica el economista Lucas Marín-Llanes, director de la investigación.

Esta cercanía entre ganadería y coca se ha estrechado en algunos puntos de Colombia. Entre las explicaciones se halla el hecho de que parte importante de los beneficiarios de los programas estatales para la sustitución de cultivos de uso ilícito ha optado por migrar hacia proyectos ganaderos. “El ganado tiene unos beneficios y arroja alguna rentabilidad. Sirve como flujo de ingresos a través de la venta de leche e inversión para los hogares. Pero nuestra conclusión es que hay una interacción directa entre esas dos economías y que su promoción se ha convertido en los principales motores de la deforestación en Colombia”, aclara Marín.

El trabajo ha sido publicado por el Centro de Estudios sobre Desarrollo Económico de la Universidad de los Andes. Su alcance no llega a las cadenas de tráfico, distribución, exportación o lavado de activos asociados a la dimensión criminal de la cocaína. Los últimos estudios sobre ese mundo datan de 2019 y cifraban por entonces su peso en el PIB colombiano en un 1,88%.

El foco de esta investigación, que duró algo más de tres años, se posa sobre la producción rural de las hojas y su transformación en pasta base, un estadio previo que incluye la utilización de algunos químicos para elaborar el polvo blanco. Marín-Llanes cuenta que a partir de 2019 el sector ha tenido un giro significativo. La parálisis en el comercio mundial a raíz de la pandemia obligó a los traficantes a repensar la fórmula para el negocio. Colombia presenció una sobreproducción de hoja de coca que aún se acumula por montañas en las parcelas de departamentos como Norte de Santander, Nariño o Putumayo, en la frontera con Ecuador.

Los precios se desplomaron y la vida en cientos de municipios sufrió una metamorfosis latente: “Las consecuencias socioeconómicas son impresionantes. En períodos de bonanza los municipios de departamentos como Caquetá abren almacenes, el comercio se llena de tenis y ropa de todas las marcas. Los restaurantes, las discotecas y los bares y billares se llenan. Pero con la caída de los precios en el mercado hay un impacto evidente. Esos mismos lugares ahora parecen desiertos, deshabitados, la infraestructura se ve descuidada y la actividad desaparece”, explica Marín.

Se trata de un retrato ajustado para una industria que mueve millones de dólares en otros rangos más altos de la cadena criminal, pero que en los pueblos y campos de las regiones cocaleras de Colombia apenas sostiene una endeble estructura económica. Queda claro que, si en los días espumosos sirve como un oasis de progreso, no resuelve las raíces estructurales de vulnerabilidad y marginalidad de una Colombia que a menudo parece olvidada. “Es el principal sector económico en estos territorios. Incluso cuando hay intervenciones estatales para atajarlo, también hay problemas. Cualquier choque a una fuente que produce el 10% del PIB genera desequilibrios en la organización de la sociedad”, afirma el investigador.

Se refiere especialmente a las zonas en las que las cosechas y el negocio han crecido durante décadas por su cercanía a países vecinos o a las rutas de salida marítimas. Las pistas clandestinas de aterrizaje y muelles de atraque para submarinos y otras embarcaciones se reproducen en las costas de departamentos como Nariño, el Cauca o Chocó, sobre el Pacífico. Pero también en zonas del Casanare, Meta o Guaviare, en los llanos orientales del país.

Otro hallazgo revelador del estudio riñe con los postulados académicos clásicos que han engarzado la correlación entre violencia y coca como un binomio inseparable. Al igual que en trabajos recientes sobre el tema, como los de la historiadora Lina Britto sobre la marihuana, este estudio también elaborado por los economistas María Alejandra Vélez y Manuel Fernández, y el geógrafo Paulo Murillo-Sandoval, establece que la violencia no es “inherente ni un comportamiento estratégico dentro de las organizaciones o comunidades que participan en este mercado”, detalla Marín.

Los indicadores recogidos durante la investigación señalan que en aquellos años de bonanza cocalera (2014-2019), cuando las imágenes satelitales sugerían que el país estaba inundado de cultivos, la violencia, medida en la presencia de grupos armados, tasas de victimización u homicidios, no aumentó en los municipios.

Si bien la investigación no desestima las sangrientas luchas entre grupos criminales que hoy se disputan la primacía de los territorios y el control de la producción, el coautor Manuel Fernández recuerda que durante los años que escudriña no hubo un aumento visible en los registros de desplazamiento forzado: “Esto, quizás, contrasta con una parte de la literatura que muestra una asociación muy grande entre las economías ilícitas y la violencia, pero el boom cocalero no agudizó ese factor”.

El auge ha terminado, a pesar de que el número de hectáreas cultivadas sigue en niveles altos, según el monitoreo de agencias como la ONU. Los precios en más de una zona se mantienen por el suelo y las ventas estancadas. ¿Qué método emplearon los investigadores para sustentar su trabajo?: “Usamos datos satelitales producidos por diferentes fuentes sobre el nivel de luminosidad”, explica Fernández. “Los incrementos en la luminosidad en las cabeceras municipales están altamente relacionados con los cambios en la actividad económica. Esa información sobre la cantidad de luz en zonas rurales emitida en el tiempo nos sirvió para relacionar otros procesos estadísticos”, añade.

Marín plantea que la producción de cada hoja de coca funciona como un eje multiplicador de recursos: “Por cada peso adicional en la producción, al PIB del país le están entrando entre 1,17 y 2,3 pesos adicionales. Por ese motivo genera una gran liquidez y dinamiza toda la vida económica de estas zonas. Sin embargo, la evidencia parcial que tenemos, y sobre la que seguimos trabajando, sugiere que los cinco años de bonanza no promovieron cambios estructurales o variables sostenibles de desarrollo en salud o capital humano”, concluye el economista.

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