De la Operación Orión a un lujoso restaurante de Bogotá, pasando por la cárcel
Edwin Gutiérrez fue condenado por secuestro y tortura durante la señalada operación militar en Medellín; tras salir de la cárcel, ha tenido una segunda oportunidad
Está solo en una cabina revisando con atención las facturas del restaurante. Analiza que cada peso esté en orden. Y al terminar, alza su cabeza, camina con su cuerpo fornido y exhibe su sonrisa diseñada. Detrás de esa imagen atractiva se esconden seis años y medio de cárcel, estudios tras las rejas y años de frustración por no conseguir empleo.
Lo que empezó como un sueño, terminó en su peor pesadilla. Edwin Gutiérrez, de 38 años, acabó el bachillerato a los 16 y se enroló en la Escuela de Suboficiales del Ejército, en ...
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Está solo en una cabina revisando con atención las facturas del restaurante. Analiza que cada peso esté en orden. Y al terminar, alza su cabeza, camina con su cuerpo fornido y exhibe su sonrisa diseñada. Detrás de esa imagen atractiva se esconden seis años y medio de cárcel, estudios tras las rejas y años de frustración por no conseguir empleo.
Lo que empezó como un sueño, terminó en su peor pesadilla. Edwin Gutiérrez, de 38 años, acabó el bachillerato a los 16 y se enroló en la Escuela de Suboficiales del Ejército, en Tolemaida (Cundinamarca) para iniciar su anhelada carrera militar. Al cabo de dos años se graduó y empezó a fungir como cabo tercero. En ese rango, el más bajo de la escala de suboficiales, participó en 2002 en la Operación Orión en Medellín, a cargo de 12 soldados. El operativo era una gran arremetida de la Fuerza Pública contra las milicias urbanas de las guerrillas de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y de los Comandos Armados del Pueblo (CAP), que controlaban muchos barrios ubicados en las empinadas calles de las laderas que rodean el centro de la segunda ciudad de Colombia.
Gutiérrez, quien tenía apenas 18 años, afirma que estaba encargado de la seguridad y la convivencia de los barrios Cuatro Esquinas, El Salado, Conquistadores, y 20 de julio, todos en la famosa Comuna 13, de donde años antes habían salido buena parte de los sicarios con los que Pablo Escobar planteó su fallida guerra contra el Estado colombiano. Tras la muerte y derrota de Escobar, las milicias habían asumido el control de las actividades ilegales en los barrios, algo que rechazaban muchos líderes sociales. Por eso, recuerda Gutiérrez más de 20 años más tarde, algunos miembros de las juntas de acción comunal les suministraban información: las caletas de droga, los depósitos de armas, el escondite de los guerrilleros.
En medio de la operación, una de las principales lideresas que les ayudaba fue asesinada. Los soldados encontraron a quien aparentemente era uno de los asesinos y le sugirieron a Gutiérrez llevarlo a un tanque de agua para extorsionarlo. El cabo aceptó la propuesta. “Tenía 18 añitos recién cumplidos y me enviaron a esa jaula de leones”, explica. Los militares retuvieron al joven por cinco horas, lo hundieron en agua, lo golpearon. La tortura era para obtener información sobre la ubicación de sus compañeros y de los cargamentos de droga y armas. Gutiérrez dice que en ese momento no dimensionó que su vida se estaba partiendo en dos y que su libertad estaba en juego.
Al año siguiente, la Fiscalía General inició una investigación por el secuestro y la tortura que cometió ese grupo de militares. En un proceso que duró nueve años y que asumió la justicia penal militar, Gutiérrez aparecía como responsable. Durante ese tiempo, siguió adelante con su carrera militar en regiones convulsas como Caquetá y Chocó. En 2011, con el juicio avanzado, enfrentaba una sentencia de 26 años de cárcel por los delitos de tortura, secuestro y concierto para delinquir. Entonces aceptó los cargos y contribuyó con información a la justicia, con lo que fue condenado a seis años y medio de prisión.
Inicialmente, pagó su condena en un patio de funcionarios públicos de la cárcel de Itagüí, un municipio vecino a Medellín. Cuenta que sufrió ataques e intimidaciones de los reclusos que lo identificaban como el “tombo que los metió a la cárcel”. Al cabo de dos años logró el traslado a la prisión militar ubicada dentro de las instalaciones de la Tercera Brigada, en Cali. “Estaba con los míos”, asegura, y cuenta que su situación mejoró. Allí, en el centro de reclusión militar del Batallón Pichincha, se levantaba a las cinco de la mañana, corría una hora, iba al gimnasio y formaba filas a las siete. Desde las ocho tomaba clases de Administración de Empresas en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, una carrera que pagaban sus padres. Al ver que los recursos de su hogar iban disminuyendo, consiguió una beca para continuar su pregrado en la Universidad Militar Nueva Granada. Logró mantener su promedio de notas por encima de 4 sobre 5, y fue monitor de una de las clases de matemáticas. Sus padres y hermano gemelo lo visitaban cada ocho días en la prisión y su novia lo hacía cada quince días. Así pasaron más de cuatro años más, hasta el momento de volver a la libertad.
Gutiérrez recuerda que el día en que salió de la prisión estaba como “ese niño que usted suelta y sale desenfrenado a jugar”. Volvió a comer diferente, “rico” dice, a respirar el olor de la naturaleza y a sentir el calor de su hogar. Afirma que salió sin traumas, pues tomó esos seis años y medio como si estuviera internado en una academia estudiando teología.
Tras seis meses de libertad empezó a buscar trabajo, pero no encontraba oportunidades. Logró trabajar en el área administrativa de la ferretería de un primo, en Bucaramanga. Pero poco después quebró y Gutiérrez tuvo que ir a Bogotá, a vivir en una habitación que le alquiló la pareja de su hermano. Su búsqueda de trabajo seguía y, aunque llegaba a los últimos filtros de las entrevistas laborales, cuando le pedían los documentos para la vinculación aparecían sus antecedentes penales y disciplinarios. Cuatro veces le ocurrió lo mismo: le agradecían y elegían a alguien más. Eso, cuenta, lo devastó.
“Únicamente necesitaba una segunda oportunidad”
Gutiérrez no tenía dinero, su pareja —a quien sueña proponerle matrimonio frente a la torre Eiffel— pagaba todos sus gastos. “Únicamente necesitaba una segunda oportunidad”, dice. En 2023 vio en redes sociales un anuncio de Johana Bahamón, la reconocida actriz y activista que ha dedicado los últimos 12 años a ayudar a la resocialización de quienes salen de la cárcel, la población pospenada. La publicidad decía que las personas en su situación podrían recibir apoyo en la fundación Acción Interna. Sin pensarlo dos veces, aplicó a la convocatoria; una vez aceptado, pasó por las etapas psicosocial, jurídica y de preparación para el mundo laboral.
La fundación tiene un convenio con Takami, una de las cadenas de restaurantes más grandes del país, que lleva ocho años incorporando personas salidas de prisión en sus lujosos restaurantes. Gracias a ese proyecto, Gutiérrez es hoy cajero en Cantina y Punto, un restaurante de comida mexicana ubicado en la exclusiva Zona G de Bogotá. No sabía nada de manejar una caja ni de restaurantes. Fue ya trabajando que aprendió sus funciones. Sus ojos se iluminan cuando habla del lugar en el que está abriendo un nuevo capítulo en su vida.
En Universal Hamburguesas, el nuevo establecimiento de Takami, también se ha integrado al equipo una persona que estuvo en prisión. “Todos cometemos errores, pero también tenemos el derecho a enmendarlos, a cambiar”, afirma la persona pospenada, que pidió no ser identificada para evitar sufrir de la discriminación que suele afectar a quienes estuvieron en la cárcel y pagaron su deuda con la sociedad.
Santiago Arango, gerente de negocios de Takami, cuenta que se involucraron en el proyecto porque, además de creer en las segundas oportunidades, él tiene sensibilidad personal por la situación, pues un familiar suyo estuvo privado de la libertad. “No hay nada más bonito que seguir con su vida y salir adelante después de una situación de esas”. Explica que no buscan “la persona que tenga mil años de experiencia, sino que en la entrevista demuestre su potencial. Nosotros nos encargamos de desarrollarlo”. Edwin está agradecido por su familia, por su trabajo, por estar vivo y por aprender lo que, dice, a sus 18 años no sabía: enfrentar la vida. “Uno a veces tiene que equivocarse, pisar fondo y después poder levantarse con más verraquera”, dice Gutiérrez.
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