Bajo un nuevo clima de violencia y con el secuestro disparado: siete años del acuerdo de paz

Los tropiezos de la paz total se suman a un camino de baches en la implementación del acuerdo con las antiguas FARC

Una mujer abraza a un rehén recién liberado por disidentes de las FARC, en Tacueyo, el pasado 26 de septiembre.Andres Quintero (AP)

El acuerdo de paz que pactaron el Gobierno de Colombia y la antigua guerrilla de las FARC el 24 de noviembre de 2016 ha cruzado la mitad de un horizonte de 15 años trazado para su implementación; un camino de baches y subidas. El respiro que trajo la firma en el Teatro Colón de Bogotá, sellada con un apretón de manos entre el entonces presidente de la República, Juan Manuel Santos, y el último comandante del grupo subversivo, ...

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El acuerdo de paz que pactaron el Gobierno de Colombia y la antigua guerrilla de las FARC el 24 de noviembre de 2016 ha cruzado la mitad de un horizonte de 15 años trazado para su implementación; un camino de baches y subidas. El respiro que trajo la firma en el Teatro Colón de Bogotá, sellada con un apretón de manos entre el entonces presidente de la República, Juan Manuel Santos, y el último comandante del grupo subversivo, Rodrigo Londoño —conocido con el alias Timochenko antes de dar el salto a una vida sin armas— se ha contraído.

El país afronta un nuevo clima de violencia, especialmente en los territorios donde grupos de disidencias, como el Estado Mayor Central, y otras organizaciones ilegales, como el ELN -la última guerrilla armada- y el Clan del Golfo –un grupo de antiguos paramilitares asociado al narcotráfico, que domina el paso ilegal de migrantes por el Tapón del Darién– se fortalecieron y dispersaron como hormigas en los años posteriores a la desmovilización de una mayoría de integrantes de las Farc.

El secuestro está en cifras similares a las de hace una década, cuando aún existía el que fuera considerado el mayor ejército irregular de Colombia. En las zonas alejadas de la mirada del poder central, las comunidades se enfrentan a desplazamientos forzados, encierros y extorsiones. Solo entre el lunes y el miércoles de esta semana, cinco masacres y dos asesinatos de líderes sociales volvieron a mostrar esa realidad, que por un tiempo parecía ser desdicha del pasado. Antes de que las heridas de más de medio siglo de conflicto sanen, se han abierto otras más.

En municipios como Cartagena del Chairá (Caquetá) o Tibú (Norte de Santander), en la región del Catatumbo, el principal enclave de cultivos de coca en la zona fronteriza con Venezuela, los alcaldes han tenido que gobernar desde el exilio por amenazas. Las poblaciones indígenas y afrocolombianas también han seguido soportando el lastre de la guerra. La vicepresidenta Francia Márquez reconoció que es necesario alcanzar logros más concretos en el capítulo étnico del acuerdo de paz.

La radiografía actual del conflicto tiene como antecedente una implementación con tímidos y cuestionables avances en el Gobierno del expresidente Iván Duque, sucesor de Santos. Al cumplirse siete años de la firma con las Farc, el presidente Gustavo Petro, el primer mandatario de izquierda en la Colombia contemporánea, tiene como serios desafíos acelerar la reforma rural integral y materializar el giro de la política de drogas que defiende, dos de los puntos centrales del texto.

Ambos retos se entrecruzan con la obstinación por la paz total, la negociación simultánea con múltiples grupos armados ilegales y bandas criminales que ha tenido poco progreso y muchos tropiezos, como lo reflejó la reciente destitución del comisionado de paz, Danilo Rueda.

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La falta de acceso equitativo a la tierra es la causa del conflicto armado que ha echado más raíces en Colombia y encarna uno de los mayores vacíos de la implementación del acuerdo. El documento contempla una “transformación estructural del campo” con enfoque de género y el uso adecuado de la tierra. Que no solo se asegure la tenencia de títulos, sino que sea más productiva en un país con la paradoja de ser una potencia agrícola donde 28 de cada 100 hogares corren el riesgo de pasar hambre.

Para lograrlo, ordena disponer de un fondo de tierras para la reforma rural integral de 3 millones de hectáreas y la formalización masiva de la pequeña y mediana propiedad rural con 7 millones de hectáreas adicionales. De estas, el presidente Petro afirmó el pasado mes de julio haber titulado un millón, una cifra imprecisa que desató controversia al interior del propio gabinete y que se ajustó a 240.000 hectáreas. Ahora se ubica en 450.640, según un contador oficial que creó el Ministerio de Agricultura buscando mejorar la transparencia después de la confusión. De los 3 millones del fondo, van 61.255 hectáreas, un 12% de la meta de 500.000 hectáreas que trazó el Gobierno para este año.

El representante especial del secretario general de Naciones Unidas y jefe de la Misión de Verificación de la ONU en Colombia, Carlos Ruiz Massieu, precisa que la reforma agraria se quedó rezagada en los primeros años. “Afortunadamente, el Gobierno actual la está priorizando. De hecho, hay más avances en la reforma rural en este tiempo de lo que se había logrado anteriormente”, afirma en diálogo con EL PAÍS.

Por su parte, la exministra de agricultura del Gobierno Petro, Cecilia López, advierte que sigue faltando coordinación entre las entidades responsables de la reforma en el sistema de articulación interinstitucional, un mecanismo obligatorio que habilitó el Plan Nacional de Desarrollo. También le preocupan los vacíos de la paz total que se suman al ya empinado camino de cumplimiento del acuerdo con las Farc.

“La violencia a quien más daño le está haciendo es al sector rural. Hoy volvimos a la historia contada por los mismos propietarios de tierra sobre gente que no vuelve a sus fincas, sobre todo de grandes cultivadores como de arroz o palma. Es muy grave, es la historia que se vuelve a repetir de antes del proceso de paz y de pequeños campesinos viviendo masacres y secuestros. ¿Estamos otra vez en guerra? Es la pregunta que amerita una respuesta del Gobierno”, cuestiona.

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La intensificación del conflicto en los territorios no solo supone una amenaza para el campo, sino que dificulta romper con las cadenas ilegales del narcotráfico, el principal músculo financiero de los grupos armados. El acuerdo de paz planteó la necesidad de encontrar una solución definitiva e integral al problema de las drogas ilícitas, desde la producción hasta el consumo, como un asunto de salud pública.

Los esfuerzos se han concentrado más en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito que en estrategias de prevención, la intervención integral frente al consumo y el sistema nacional de atención a personas consumidoras, otras acciones incluidas en el acuerdo. Las cifras muestran resultados estériles.

Al cierre de 2022, el país marcó un nuevo récord de cultivos de coca con 230.000 hectáreas sembradas frente a 204.000 del año anterior, según el informe del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas (Simci). Entre 2012 y 2022, se erradicaron forzosamente 843.905 hectáreas de coca, pero el área sembrada aumentó en un 327% en el mismo periodo, de acuerdo con el Observatorio de Drogas de Colombia. Se avanzó un paso y se retrocedieron tres.

Ana María Rueda, analista de políticas de drogas, lamenta que el programa de sustitución no haya alcanzado los objetivos. “Aunque tiene avances en términos operativos e inversión, los resultados son nulos. El plan no logró reducir la dependencia de las familias a cultivos de uso ilícito. Es muy desafortunado”, explica.

Cuando el programa nació había acceso a territorios a los que antes no era posible llegar por el control que ejercían las Farc. Pero ese espacio se ha reducido por la presencia de otros grupos armados en municipios productores, con niveles de pobreza más altos que el promedio nacional.

“El Estado, a través de la fuerza pública y de otras instituciones no llegó, o no con la fortaleza que se esperaba. Desafortunadamente, grupos armados presentes en los territorios fortalecen sus posiciones o amplían su incidencia en las comunidades, entonces la seguridad y los beneficios iniciales que se percibieron con la firma de los acuerdos, se empezaron a perder con el tiempo”, agrega el jefe de la Misión de Verificación de la ONU.

Rueda, también investigadora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), considera que al punto de drogas en el acuerdo le queda poco aire. “El desafío es cómo renegociar con las familias campesinas y construir relaciones de confianza inexistentes en el anterior Gobierno. En este hay una gran ventana de oportunidad, pero no ha sido aprovechada”, asegura.

El presidente Petro defiende la necesidad de un vuelco en la estrategia contra las drogas. “La guerra contra las drogas ha fracasado”, sentenció en su primer discurso ante los líderes mundiales en la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2022. Un año después lanzó una nueva política nacional basada en “oxígeno” para los campesinos con apoyo en el tránsito hacia economías lícitas y “asfixia” para las organizaciones criminales. La meta es reducir 90.000 hectáreas de coca de uso ilícito al año 2026. “La propuesta le apunta al lugar correcto, pero no plantea cómo el país va a crear las capacidades del Estado para poder llevar a cabo estos objetivos”, puntualiza la experta.

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En lo que existen avances más claros es en el punto de participación política. El Partido Comunes, conformado por exintegrantes de las Farc, completa su segundo periodo en el Congreso de la República, donde tiene cinco curules en el Senado y cinco en la Cámara de Representantes hasta 2026. Ese año tendrán que convencer a los electores para mantener sus escaños. En las elecciones legislativas pasadas, tras cuatro años de atraso, se crearon las 16 curules de paz que ocupan representantes de las víctimas.

Entre tanto, otros firmantes del acuerdo han logrado iniciar una nueva vida, sin el peso de los fusiles. “Ha sido fundamental la cooperación internacional. Nos apoyaron para iniciativas productivas asociadas a vivienda, como una fábrica de bloques, una carpintería y una transportadora que tiene un camión y una volqueta”, celebra Abelardo Caicedo, uno de los 162 firmantes de la zona veredal de Tierra Grata, en el departamento del Cesar.

Pero la reincorporación, aclara Caicedo, no ha tenido el mismo rostro en todas partes. Algunos espacios territoriales han sido objeto de desplazamiento forzado, como el de Vistahermosa (Meta), de donde tuvieron que huir decenas de familias en julio pasado. Desde la firma del acuerdo de paz, 402 firmantes y 1.561 líderes sociales han sido asesinados, según cifras del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz.

La Misión de Verificación de la ONU en Colombia destaca logros como haber consolidado el informe final de la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el mecanismo de justicia transicional para los delitos cometidos antes del primero de diciembre de 2016, como parte del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición.

“El hecho que una antigua guerrilla acepte haber cometido crímenes de guerra, a tan solo unos años de haber llegado a un acuerdo de paz, es algo histórico que tampoco sucede en muchas partes del mundo. Hay avances muy importantes”, subraya Ruíz Massieu.

Ángela María Ballesteros, madre de Ángela Yesenia Briñez, personera de Roncesvalles (Tolima) asesinada el 11 de julio de 2002, coincide en la importancia de dar pasos hacia la reconciliación. “Para mí fue muy valioso ese proceso porque me ayudaron a sanar muchas heridas en los encuentros de las víctimas con los responsables. Uno aprende a perdonar. Como que descansé, me quité un peso de encima, pero espero que antes de irme a la tumba me revelen la verdad que he esperado sobre la muerte de mi hija”, señala.

Haber pactado el acuerdo de paz, probablemente el más reciente en el mundo, según la ONU, representa un logro histórico. “La invitación es a hacer una renovación del compromiso para redoblar esfuerzos, particularmente en las áreas que han quedado rezagadas y proteger lo logrado. Creo que es a lo que todos aspiramos”, concluye Carlos Ruíz Massieu, el representante del secretario general de Naciones Unidas.

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