Petro y el fin de la historia… de la rebelión

Sentimos darle una mala noticia al presidente: hay lucha revolucionaria y la habrá siempre que las causas que provocaron el conflicto sigan intactas

Integrantes del ELN patrullan el río San Juan, en el departamento del Chocó, en noviembre de 2017.Ivan Valencia (Bloomberg)

Hay una vieja costumbre colombiana que consiste en decretar el final de la legitimidad de la rebelión contra el régimen tras cada proceso de paz parcial que logra desmovilizar a algún grupo guerrillero. Así pasó tras las desmovilizaciones que dieron paso a la Constitución de 1991. Así pasó tras el cuestionado acuerdo de paz con las FARC en 2016.

El presidente de la República, Gustavo Petro, fue fiel a esa tradición cuando informó a los militares, en una conferencia magistral ante generales y...

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Hay una vieja costumbre colombiana que consiste en decretar el final de la legitimidad de la rebelión contra el régimen tras cada proceso de paz parcial que logra desmovilizar a algún grupo guerrillero. Así pasó tras las desmovilizaciones que dieron paso a la Constitución de 1991. Así pasó tras el cuestionado acuerdo de paz con las FARC en 2016.

El presidente de la República, Gustavo Petro, fue fiel a esa tradición cuando informó a los militares, en una conferencia magistral ante generales y almirantes, que ya no hay lucha insurgente, que en los caminos y selvas de Colombia sólo hay “traquetos”, grupos que quieren controlar las economías ilegales. Paradójicamente, su relato contemporáneo sobre el conflicto también está salpicado de jerga de la vieja lucha contrainsurgente —como su referencia a la alianza entre campesinado y Fuerzas Militares—.

A nuestro modo de ver, ese es un enfoque equivocado, pero, ante todo, engañoso. Colombia sufre las consecuencias de un régimen que, heredero de los vicios coloniales, concentra el poder en unos pocos, ataca con violencia a toda persona que lo cuestiona y acumula beneficios mediante la desposesión de las mayorías apoyado en una narrativa que custodian tres o cuatro grandes medios de comunicación pertenecientes a las mismas élites.

Juan Manuel Santos vendió al mundo, y el mundo se lo compró complaciente, que acabadas las FARC, acabada la rabia. Para eso, firmó un extenso acuerdo lleno de literatura que prometía nada más y nada menos que ¡cumplir la Constitución de 1991! y que, siguiendo la tradición, fue papel mojado desde el mismo momento en que se secó la tinta con la que fue firmado. Es decir, después de que Álvaro Uribe mostrara al país al enemigo único, la tarea estaba cumplida. Mientras se negociaba la entrega de las FARC, las élites y el narcoparamilitarismo —no se entiende a las unas sin el otro— se preparaban para ocupar los espacios que esa guerrilla abandonó diligentemente tras la firma del acuerdo a finales de 2016. Y lo hicieron, aunque se toparon con la insurgencia armada del ELN y los planes no les salieron tal y como estaban previstos. Parafraseando a un gran poeta, se confirmaba que, en Colombia, detrás de una posguerra siempre comienza una guerra.

Entonces, tal y como asegura Petro… ¿ya no hay disputa por el poder? ¿Ya la única tarea es pensar los nuevos formatos de la guerra contra el narcotráfico y otras economías ilícitas?

Sentimos darle una mala noticia al presidente: hay lucha revolucionaria y la habrá siempre que las causas que provocaron el conflicto sigan intactas. Que la economía que sustenta al régimen haya mutado no hace diferencia. No reconocer esta realidad es síntoma de una ceguera peligrosa o de un negacionismo que impide avanzar hacia un verdadero proceso de paz.

El estallido social de 2021, y las protestas previas en las que se incubó, son una prueba de que los pueblos se organizan de formas diversas e imprevistas para responder a la violencia descomunal que el régimen practica. Lo que se debe preguntar el presidente Gustavo Petro es si durante de su Gobierno progresista el régimen aprovechará para reciclar sus formas, sus discursos y sus prácticas. Tenga en cuenta que en la lucha contra el crimen organizado suelen ganar los discursos de ultraderecha y que, por mucho que el Gobierno pasee lemas humanistas, el aparato del Estado sigue siendo enemigo de las mayorías, un aparato enfermo de corrupción abrumadora, de impunidad infinita y de dejación de sus funciones que se apoya en una arquitectura legislativa perversa.

No le podemos pedir a Petro que cambie ese estado de cosas. Al menos, no solo. Por eso, el ELN ha propuesto en la mesa de diálogos de paz con el Gobierno un gran acuerdo nacional que consolide unas mayorías capaces de empujar las transformaciones que necesitamos. Sabemos que estas no llegarán rápido y sabemos que el régimen se defenderá de manera agresiva, pero debemos empezar y empezar ya.

Comprendemos las frustraciones del presidente, los riesgos que enfrenta, las amenazas políticas que siente a cada paso que da, pero le pedimos que fomente el encuentro con los que estamos por los cambios que precisa el país, que nos ayude a promover una participación real —y no sólo escénica— de la sociedad, que entienda que en los tiempos políticos reales de los que dispone un acuerdo de paz integral y riguroso es uno de los principales legados que le puede dejar a este país harto de violencias estructurales y de violencias cotidianas.

En ese camino, encontrará al ELN. Nuestra organización insurgente, armada y rebelde está deseando asistir al fin de la historia de las disputas por el poder, pero ese tiempo no ha llegado. Todos y todas estamos disputando el poder a las familias, grupos e imperios que han ensangrentado el país por décadas. Si no entendemos eso, el poder fáctico de Colombia, no el que se ejerce desde la Casa de Nariño, quedará intacto tras su Gobierno. Y la rebelión, presidente, seguirá siendo el derecho inalienable de los pueblos.

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