El difícil oficio de reeducar hombres en Bogotá
La enfermera Carolina Bulla dicta talleres de labores de cuidado desde hace un año. Entre sus estudiantes se encuentran miembros de programas sociales, presos y funcionarios
Carolina Bulla está rodeada por ocho hombres veinteañeros un martes en la mañana durante un taller en el sur de Bogotá. Carolina, una enfermera de 38 años que es “feminista a muerte”, les corrige sus intentos de cambiar los pañales que tienen puestos unos muñecos. “Los veo muy contentos con el talco, pero no es obligatorio. Ustedes a este bebé le van a quemar la cola”, comenta. Tiene paciencia y les remarca una y otra vez que deben limpiar “del centro hacia atrás”. Se escuchan risas y ellos afirman estar contentos. Pero la tarea de la enfermera como parte de la Escuela de Hombres al Cuidado es...
Carolina Bulla está rodeada por ocho hombres veinteañeros un martes en la mañana durante un taller en el sur de Bogotá. Carolina, una enfermera de 38 años que es “feminista a muerte”, les corrige sus intentos de cambiar los pañales que tienen puestos unos muñecos. “Los veo muy contentos con el talco, pero no es obligatorio. Ustedes a este bebé le van a quemar la cola”, comenta. Tiene paciencia y les remarca una y otra vez que deben limpiar “del centro hacia atrás”. Se escuchan risas y ellos afirman estar contentos. Pero la tarea de la enfermera como parte de la Escuela de Hombres al Cuidado es más difícil de lo que parece.
La Alcaldía de Bogotá estima que 6 de cada 10 hombres realizan tareas de cuidado, frente a 9 de cada 10 mujeres. Ellos dedican poco más de dos horas diarias, mientras que ellas ocupan casi cinco horas y media. Por ello, surgió hace un año la Escuela de Hombres al Cuidado, una iniciativa del Distrito que les enseña a los hombres a realizar labores de cuidado a través de cuatro módulos: cuidado directo, cuidado indirecto (tareas del hogar), cuidado emocional y cuidado ambiental.
Las políticas de género de la Alcaldía se enfocaron inicialmente en la participación de las mujeres en las manzanas del cuidado, un programa de actividades de formación y entretenimiento para cuidadoras. Pero se observó un incremento en las agresiones que las mujeres participantes sufrían por parte de sus parejas, una tendencia preocupante en una ciudad que en 2021 registró 79 feminicidios. Ellos se sentían amenazados por el empoderamiento de ellas. Por eso, Carolina y sus compañeros, Juan David Cortés y Nicolás Londoño, se enfocan en los hombres.
Los tres sostienen la tesis de que aprender a cuidar a otros puede ayudar a los hombres a generar vínculos más saludables con sus hijos y parejas. En las sesiones de cuidado emocional, por ejemplo, hacen énfasis en que tengan una “escucha activa” con sus hijos y en que desarrollen relaciones con las mujeres en condiciones de empatía e igualdad, más allá del interés sexual. Hablan también de la importancia de expresar emociones y hacen una analogía con una olla a presión que no debe implosionar.
Carolina tiene clara su motivación para trabajar con los hombres. Está por terminar una especialización en estudios de género e interculturalidad y hace años que le interesa aprender sobre masculinidades. No obstante, le frustra lo difícil que es conseguir que los hombres se interesen: ha pensado en ocasiones que sus sesiones son “una pérdida de tiempo”. Sabe, por ejemplo, que los ocho participantes presentes ese martes no completarán las 19 sesiones del curso. Son parte de Parceros por Bogotá, un programa social para jóvenes que no estudian ni trabajan. La Alcaldía a veces les asigna otras tareas que toman prioridad, como pintar parques o prestar apoyo logístico en algún evento. Por ello, la mitad del grupo no ha asistido ese martes. Los que sí, están allí para acreditar horas y no por voluntad propia. “Sino no vendrían”, admite Carolina.
La idea original era que la escuela fuera totalmente voluntaria. Carolina recuerda que antes del lanzamiento pasó mucho tiempo en parques para convencer a los hombres que paseaban por allí de sumarse. Pero no funcionó, fue “un fiasco”. A veces lograba que se inscribieran 25 hombres y solo aparecía uno el día del taller.
En el último año, han pasado alrededor de 1.530 hombres por la escuela, y 500 de ellos han participado de varias sesiones. La inscripción es gratis y sigue abierta a cualquier interesado, pero son pocos los alumnos que se acercan por iniciativa propia. La mayoría asiste gracias a acuerdos con empresas y dependencias del Estado. Por ello Carolina, que aparte trabaja en una oenegé, no está en un solo lugar. Se mueve por la ciudad. Comienza su día con Parceros de Bogotá en la manzana de cuidado de Usme, una de las zonas más pobres de la ciudad, y continúa en la Cárcel Distrital, en San Cristóbal.
Las reacciones a los talleres de Carolina son variadas. Los presos en la cárcel hablan más y son más cercanos en el trato, mientras que los Parceros de Bogotá son algo tímidos. Los funcionarios públicos y los empleados bancarios son los más críticos: le han dicho que le falta un enfoque LGBTI porque las actividades están centradas en parejas heterosexuales. Ella dice que le intriga que haya tantas diferencias y que es importante adaptarse.
Carolina está acostumbrada a los comentarios machistas y las excusas para no participar. “Algunos nos sacan la Biblia, nos dicen que Dios hizo al hombre y la mujer para tener descendencia”, comenta sobre la reticencia de varios al uso del preservativo. Otros le han dicho que no tienen tiempo o cosas peores: “¿Por qué voy a cambiar un pañal? Para eso está la mamá”. Algunos se justifican con que las mujeres los excluyen de las tareas de cuidado. Ella lo ha visto. Le ha pasado que algunas mujeres se burlen de sus alumnos durante los talleres que a veces imparte en la calle, junto a una camioneta de la escuela. Ella respira profundo ante los cuestionamientos de los hombres, les pregunta por qué dicen eso y busca incomodarlos sutilmente. Está convencida en que si confronta, ellos se cierran y pierde la oportunidad de reeducarlos al menos un poco.
Stywart es uno de los ocho hombres en la sesión sobre embarazo y cuidados de bebés. Es padre de un niño de cinco años y de una niña de la que no recuerda la edad. Tiene 24 años y es el único que reacciona distinto cuando Carolina pregunta cómo se debe sentir tener un hijo. Todos dicen que debe ser “bien bonito” y que seguramente cambia la vida. Stywart disiente. “Te cambia al principio, pero después ya no. Para qué digo mentiras, hace tres años no veo a mis hijos”, exclama.
Todos participan, Stywart el que más. Tiene recuerdos de cuando nació su primer hijo, al que llama su “perrito”, aunque admite que no asistió al parto porque estaba borracho. Ayudó con algunas tareas de cuidado, pero se cansó después del primer mes. La madre del niño le pedía que pasara más tiempo con el pequeño y que cambiara. Él no le hizo caso porque prefería viajar para seguir a su equipo de fútbol, Millonarios. Es barra brava, estuvo preso y varias cicatrices de heridas con cuchillos marcan su torso. Ahora las madres de sus hijos no lo quieren cerca. Él dice que se arrepiente y que lamenta no haber tomado antes un curso como el de Carolina.
La instructora está atenta a cada comentario y a cada gesto. “Sumercé la dejó caminando solita”, le corrige a un alumno tras una teatralización en duplas. Dos de ellos simulan una situación postparto en la que un hombre debe ayudar a su pareja. Los demás se ríen y le reclaman al que hace de hombre que le tome la cintura al otro. Carolina sabe que no se dieron la mano porque “no es de hombres” hacerlo, pero no comenta nada más. Ella no juzga.
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