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La diplomacia cafetera y la politización del café

EE UU eliminó el arancel del 10% al café verde y la UE se vio obligada a replantear su ambicioso y rígido reglamento EUDR sobre productos libres de deforestación

Hace unos meses comentaba que la diplomacia cafetera estaba “a prueba”. Washington encarecía el café con sus aranceles, Bruselas complicaba el mercado con una regulación ambiental mal diseñada y Pekín abría la taza al café africano, mientras los productores sorteaban como podían exigencias ambientales, tensiones geopolíticas y trámites imposibles. Desde entonces, el mapa cambió de manera notable. Estados Unidos eliminó el arancel del 10% al café verde —incluido el 50% aplicado al café brasileño— y la Unión Europea se vio obligada a replantear su ambicioso y rígido reglamento EUDR sobre productos libres de deforestación.

Este doble giro confirma algo ya evidente: el café —cultivado por millones de pequeños agricultores en más de 60 países— no solo es un cultivo: es también un activo geoestratégico. Y, como tal, exige instituciones serias, profesionales y protegidas del vaivén político.

En Estados Unidos, la eliminación del arancel —improbable hace unos meses— alivió de inmediato la presión sobre los países exportadores. Fue una decisión económica, pero también política: en un contexto inflacionario, abaratar un producto cotidiano es rentable en términos electorales. El café, en el debate estadounidense, es hoy mensaje y narrativa, además de bebida.

Al mismo tiempo, la Unión Europea tuvo que corregir el EUDR. Lo que nació como un instrumento para combatir la deforestación terminó convertido en una pesadilla técnica para millones de pequeños cafeteros, la industria y para la propia UE, que en su diálogo con los países productores, se dio cuenta de que sus regulaciones, aunque bien intencionadas, eran poco realistas. La exigencia de trazabilidad total era difícil de satisfacer no por los requisitos ambientales —los países cafeteros pueden cumplirlos— sino por la obligación de demostrar el cumplimiento de normas nacionales complejas, en entornos que son difíciles de entender en el Viejo Continente.

Políticamente, el giro europeo no ocurre en el vacío. Las fuerzas menos afines a la agenda ambiental —muchas etiquetadas como derecha o ultraderecha— ya concentran cerca del 27% del Parlamento Europeo y gobiernan, o son parte de gobiernos, en buena parte del continente. Esa nueva correlación empuja hacia una versión más pragmática del EUDR, más consciente de la realidad agrícola y empresarial. Y ahí los países productores, si actúan unidos, pueden convertir el cambio en oportunidad.

No solo para el EUDR fue clave el trabajo técnico de divulgación y educación por parte de los productores, la diplomacia cafetera. En Estados Unidos, la National Coffee Association, la agremiación que reúne a la industria global, jugó un papel clave en la caída del arancel, apoyada por sus miembros, desde los grandes comercializadores y torrefactores multinacionales, hasta exportadores en países cafeteros como los hondureños agrupados en ADECAFEH y los productores colombianos en la Federación Nacional de Cafeteros. Aunque la Casa Blanca actuó por motivaciones internas, los argumentos y el trabajo de persuasión vinieron en buena parte de quienes representan a la cadena de valor. La lección es simple: la defensa del café y los cafeteros en los centros de poder depende tanto de la calidad del grano como de la solidez institucional del sector.

Esa institucionalidad, sin embargo, enfrenta riesgos internos. Los gremios, cooperativas, fondos estabilizadores, servicios de extensión y comités regionales son la columna vertebral del productor. Sin ellos no hay renovación de cafetales, ni asistencia técnica, ni trazabilidad, ni representación internacional. Son infraestructura cívica rural.

Por eso preocupa la creciente tentación, en algunos países, de instrumentalizar estas instituciones con fines políticos o electorales. No se trata solo de quién administra un fondo; está en juego la integridad de estructuras que sostienen a millones de familias campesinas latinoamericanas que producen la mayor parte del café arábico del mundo en al menos 18 países.

Colombia es el ejemplo reciente más visible. En 2022, recién llegado al poder, el presidente Gustavo Petro intentó sin éxito, durante la reunión anual del gremio, tomarse a la fuerza la Federación Nacional de Cafeteros, una institución que ha sido referente global de desarrollo y gobernanza rural durante 98 años. La intención era evidente: controlar sus recursos y aprovechar su capilaridad territorial —presencia en más de 600 municipios de 1.100 del país— con fines políticos de cara a las elecciones regionales de octubre de 2023 y más allá. La movida no tenía precedentes. Aunque la institucionalidad resistió, el golpe reputacional para el país cafetero fue grande y la confianza internacional —hoy en proceso de recuperación— sufrió daños importantes.

La historia podría repetirse. Esta semana se realiza nuevamente el Congreso Nacional de Cafeteros, otra vez en la antesala de unas elecciones cruciales para el gobierno: las parlamentarias en marzo y sobre todo, la presidencial de mayo de 2026. Circulan versiones según las cuales el Gobierno Petro —enfrentado con Washington, atrapado en una difícil situación fiscal y acorralado por escándalos de presunta corrupción que salpican a algunas de sus personas más cercanas, estaría buscando repetir la movida antes de las elecciones de 2026, a través de una toma hostil directa del gremio o socavándolo a través del empoderamiento a nuevas estructuras paralelas sin capacidad o experiencia, pero incondicionales electoralmente.

De suceder, el daño sería inmenso: no solo interno, sino también para la imagen internacional de un sector que produce uno de los cafés más valorados del mundo. Y pondría en riesgo bienes públicos —garantía de compra, investigación científica, institucionalidad gremial— que explican por qué el productor colombiano recibe históricamente una de las mejores porciones del precio internacional.

El momento de mercado —con precios relativamente favorables— debe ser aprovechado por los países productores para invertir en productividad, adaptación climática, relevo generacional e industrialización, con miras a avanzar en la prosperidad rural. Los buenos precios pasan; las instituciones sólidas y bien cuidadas, pueden durar siglos.

Los cambios recientes en EE UU y Europa muestran que las instituciones fuertes y la diplomacia cafetera funcionan; que la cooperación público-privada da frutos; y que sí es posible mover montañas regulatorias. Pero también recuerdan una verdad incómoda: la defensa de esa institucionalidad comienza en casa. Y sin independencia gremial, no hay interlocución creíble adentro ni afuera.

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