Los migrantes que Trump quiere deportar ayudan a reconstruir Los Ángeles tras los incendios
Sin trabajo y sin dinero a causa de los fuegos, se ofrecen para ayudar a levantar las comunidades afectadas por la tragedia
Treinta años después de estar cuidando y emparejando los mismos jardines, César vio la candela achicharrándolos. Fue uno de los primeros en subir a la zona montañosa de Altadena, Los Ángeles, cuando todavía no estaban totalmente controlados los incendios. Lo hizo camuflado entre un grupo de periodistas autorizados, porque ninguno de sus siete patrones le contestaba el teléfono y César ya se sentía desesperado por no saber de ellos ni de sus jardines.
Es un señor bajito que vino a California desde Michoacán, México, a luchar la economía familiar con su esposa e hijos, como las mariposas monarca michoacanas que huyen hacia el norte. Desde entonces es César, el jardinero y handyman, que prefiere no dar su apellido. Puede mudar una casa o pintarla hasta el techo o podar un árbol con una sierra eléctrica con la facilidad con que hierve un té porque, entre tantas cosas, sacó un certificado de seguridad en tiempos de desastres. Por eso, cuando bajó de Altadena, uno de los barrios que más destruyó el fuego, se inscribió rápido como voluntario y le asignaron una brigada para limpiar la ciudad.
- Al ver todo eso ahí arriba, me dije: si los que están afectados me dieron trabajo a mí para vivir y ahora ellos necesitan de una ayuda, aquí estoy.
En los primeros días, llegó a comandar hasta 50 personas. Luego la cantidad de voluntarios disminuyó y ahora cada brigada lleva una docena. “Primero me cercioraba de que llevaran su equipo adecuado, para que no se fueran a dañar. Y antes de comenzar las labores tenía una reunión con ellos para hacerles saber lo que estábamos haciendo y no exponer la vida de ellos ni tampoco su salud”, relata.
Y así salía en camión desde las ocho de la mañana a recoger escombros, podar y barrer, como si Altadena fuera lo único que vale la pena rescatar del mundo y César no tuviera que preocuparse por su propia vida, cuando todo el asunto de sus patrones y de sus jardines acabó por dejarlo sin empleo. Y a su esposa también, que era housekeeper.
¿De qué viven desde que no trabajan? De la caridad del banco de alimentos, que a veces en los paquetes que reparte incluye jabón y papel higiénico, esas minucias vitales. Pero César llega al centro de voluntarios más puntual que el metro, a las 6.00 de la mañana, y no para hasta las 8.00 de la noche. Sin cobrar nada. Acepta la comida y alguna ropa de las donaciones, cuando le dan. Le mete tanto empeño que, según dice, sueña por las noches que ya anda paleando con su brigada.
No ha podido conseguir más trabajo porque las cosas se han puesto difíciles desde que el presidente Donald Trump destapó su contienda contra los migrantes, y ahora en la calle no hay quien contrate a los que no tengan los documentos en orden. Y él no tiene nada de eso ni cómo. Lo más que ha logrado, desde que media ciudad se fue abajo y comenzó el trámite de reconstruirla, es tratar de convencer a las compañías de electricidad, gas y agua, de que le den tiempo a recuperarse y pagar los servicios en un par de meses. Y convenció al casero para que haga lo mismo con la renta, aunque tiene que pagarle intereses, un porcentaje extra que no han acordado, por cada mes de atraso.
Y entre todo, César mueve su activismo silencioso para que California apruebe el proyecto de ley SB 227, un programa de trabajadores excluidos que propone “brindar asistencia en efectivo a los trabajadores desempleados que no son elegibles para el seguro de desempleo debido a su estatus migratorio”. La ley vigente que autoriza el pago de beneficios a desempleados en el Estado prohíbe que estos sean recibidos por trabajadores sin estatus regular. Y esto a César le parece injusto.
“Quienes no tenemos Seguro Social, de alguna manera u otra también pagamos impuestos. Cuando compro mis zapatos, mis pantalones, yo pago impuestos, ¿verdad? Pero nunca los vuelvo a ver de regreso”, comenta. “No estamos pidiendo un año ni dos años. Un corto tiempo, nada más, que se nos apoye para que podamos sobrevivir”.
Mientras tanto, su esposa está consiguiendo casas que limpiar por la zona de Highland, a 60 millas desde Altadena, dos horas en ómnibus. Y él, que tampoco puede pensionarse, va a “seguir hasta que pueda y esto se restablezca”. “Es mi obligación”, asegura. A sus 60 años, mientras llega el lobo de las deportaciones a todas partes, con pánico a encontrárselo en la esquina y que lo desguace como el fuego a los jardines, César va viendo cómo y de qué vive y quiere seguir ayudando a la gente. “De corazón”, dice, “aunque algunas de esas mismas gentes apoyen a quien nos quiere deportar”.