‘La suerte’, el toreo sale a hombros en una serie que no es de toros
La comedia creada y dirigida por Paco Plaza y Pablo Guerrero afronta con suspicacias el mundo taurino y acaba cautivado por él
La suerte, la comedia de seis capítulos creada (junto a Borja González Santaolalla y Diana Rojo) y dirigida por Paco Plaza y Pablo Guerrero, que se estrenó el pasado miércoles en Disney+, se adentra en las relaciones personales entre un veterano matador de toros y sus hombres de confianza y...
La suerte, la comedia de seis capítulos creada (junto a Borja González Santaolalla y Diana Rojo) y dirigida por Paco Plaza y Pablo Guerrero, que se estrenó el pasado miércoles en Disney+, se adentra en las relaciones personales entre un veterano matador de toros y sus hombres de confianza y un joven opositor a abogado del Estado, antitaurino y taxista ocasional, convertido inesperadamente en chófer de los toreros, convencidos de que les trae fortuna.
La suerte no es una serie sobre el mundo del toro. No. No aparece una sola imagen de un festejo taurino. La tauromaquia es solo el telón de fondo que sirve de escenario para enfrentar dos formas de ver el mundo: el de un chico de su tiempo (Ricardo Gómez) y, como tal, antitaurino, según los creadores, y un reducido grupo de taurinos de otra galaxia, anclados en el pasado, regidos todos por enfermizas y obsesivas supersticiones, macarras, violentos (hasta un expresidiario con malas pulgas) y aduladores patológicos, todos ellos al servicio incondicional del maestro (Óscar Jaenada), un hombre taciturno, callado, sentencioso y triste.
Los directores afrontan el compromiso con complejo, con recelo y con miedo para no transgredir la línea que marca hoy lo políticamente correcto sobre el mundo del toro. Ya lo adelantó Plaza en unas declaraciones recientes: “La tauromaquia es una anomalía a contrapelo de los valores del siglo XXI”; y se nota su antitaurinismo. Los directores parecen empeñados en dejar patente su convencimiento de que los taurinos son personajes del pasado, ajenos a los patrones morales de la modernidad, malencarados, gente poco fiable… Y repiten la misma fotografía a cada instante al tiempo que David, el joven taxista, se muestra asustado, sorprendido, incómodo y extraño entre una panda de indocumentados gritones que se mofan de que quiera a toda costa sacar tiempo para estudiar el código penal.
El contrapunto lo protagoniza el maestro, aislado en una burbuja de silencio, un hombre trastornado por el triunfo, que, poco a poco, establece una relación de cercanía con el conductor que le da suerte, y ambos comparten experiencias de sus respectivos mundos. Los dos se encuentran en un bar adornado con motivos taurinos y banderas de España, y se establece entre ellos un diálogo que descubre a los creadores: “Juegas en casa”, le dice David; “las banderas, las figuritas de toros, las pulseritas…” “¿Qué pasa con las banderas? Estamos en España, ¿no?”, le responde el ‘maestro’. Y David le replica: “Sí, pero digo que los toros siempre están rodeados de banderas de España, nada más”.
A pesar de las diferencias, David se siente cómodo junto al torero y cada vez más cercano al ser humano que se viste de luces; y el maestro se preocupa de que estudie para su oposición. Incluso lo acompaña a una hamburguesería junto a unas amigas del taxista, llega a probar una carne vegana y acaba en una discoteca con sus jóvenes acompañantes. En justa correspondencia, el opositor se sienta en la cama en la que descansa el maestro y lee en voz alta el código civil para que el torero coja el sueño.
A medida que avanzan los capítulos pierden peso los malhablados hombres que rodean al ‘maestro’ en beneficio del matador, quien a duras penas se somete a una entrevista en televisión, en la que dicta una sentencia que es un giro conceptual de la trama: “Es un espectáculo duro (la corrida) porque es muy de verdad; la gloria, el fracaso, la vida y la muerte, esos cuatro conceptos, que se dan en todos los seres humanos a lo largo de su vida, se concentran en pocos minutos en la plaza, y algunos no lo quieren ver o entender”.
David le da suerte al matador por las distintas plazas de España; estudia cuando el volante se lo permite y coge verdadero cariño a una especie humana desconocida para él.
Al final, a pesar de las suspicacias iniciales de los creadores, la fiesta de los toros triunfa: es posible la amistad entre dos mundos opuestos; detrás de la imagen casposa de los taurinos que aparecen en la serie (alguno habrá todavía que se vea reflejado en la pantalla), cobran fuerza el sacrificio, la valentía, el compromiso… Unos y otros, taurinos y antitaurinos, ganan. Y la fiesta, a hombros de unos cautivados directores que, al menos en apariencia, han dejado atrás sus complejos.