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‘La suerte’: arte, saber, y toros

La serie sale victoriosa de esa aventura que es hablar de tauromaquia sin meter sangre y arena

Qué lejos quedan esos últimos ochenta en los que nuestros artistas —modernos entonces, comprometidos hoy— iban a los toros en tendido de sombra. Qué lejos queda el videoclip Take a bow en el que Madonna y Emilio Muñoz compartían plaza y corrida. Desde entonces, pocas ficciones se le han dedicado a la tauromaquia.

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Qué lejos quedan esos últimos ochenta en los que nuestros artistas —modernos entonces, comprometidos hoy— iban a los toros en tendido de sombra. Qué lejos queda el videoclip Take a bow en el que Madonna y Emilio Muñoz compartían plaza y corrida. Desde entonces, pocas ficciones se le han dedicado a la tauromaquia.

Manolete no fue lo que se esperaba, y está más cerca de El capitán Trueno que de Tardes de soledad. Esta última aparece ficcionada en algunos capítulos de La suerte, primera incursión de Paco Plaza en la comedia (cosa que nos hacía falta desde Rec 3 como poco) en compañía de Pablo Guerrero, flanqueados ambos por los guionistas Borja González Santaolalla y Diana Rojo.

El primer acierto de La suerte es centrarse en la cuadrilla en lugar de en el torero. El opositor protagonista (Ricardo Gómez) es un Nick Carraway fascinado ante la figura del Maestro (Óscar Jaenada), un Gatsby que tiene rasgos de personajes habituales en las hagiografías modernas: Elvis, Julio Iglesias, Paquirri, Bob Dylan. El éxito —que tiene algo de prisión y mucho de frenopático— necesita de palmeros, igual que el torero necesita de apoderados y capitalistas. Y en un ritual del que rara vez salen vivos los dos protagonistas, toro y torero, la suerte lo es todo.

Repasando mentalmente películas sobre el mundo del toro, encuentro más interesantes las que hablan de la involuntaria fragilidad del torero: la bellísima Mi tío Jacinto (Ladislao Vadja), la amarga El monosabio (Ray Rivas) y la áspera Tú solo (Teo Escamilla). La suerte está más cerca de estas cintas que de Tarde de toros, y su protagonista tiene más que ver con el Limeño de La vaquilla, que con el Fernando de El último caballo.

Jaenada tiene tan poco diálogo como se espera de un torero, y el peso de la historia recae en los hombros de Gómez y de los secundarios en los que, si cambiamos “tauromaquia” por “cine”, “rock”, o “fútbol”, resultan más familiares que extravagantes. El músculo de La suerte es la propia sucesión de casualidades que la serie entona con brío, donde la comedia no se busca en cada escena, y ese es otro gran acierto en una ficción que sale victoriosa de esa aventura que es hablar de tauromaquia sin meter sangre y arena. Aquí tenemos arte, saber, y toros, como aquella canción sobre Salamanca que no sé si alguien más recuerda.

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