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Columna

Entre cuatro zopilotes y un ratón de sacristán

Seguiré esperando a que la justicia francesa actúe no solo contra Kick sino contra todos los que estaban allí, todos los que contribuyeron, y todos los que permitieron la tortura hasta la muerte de un hombre cuyo único delito fue ser pobre, solitario, y discapacitado

Deseaba justicia para un hombre al que nunca conocí. La deseaba de verdad. Aún tengo esperanzas que la haya, de que su martirio sirva para que no se celebren más autos inquisitoriales.

El hombre del que no supe hasta su muerte, ha sido enterrado “ent...

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Deseaba justicia para un hombre al que nunca conocí. La deseaba de verdad. Aún tengo esperanzas que la haya, de que su martirio sirva para que no se celebren más autos inquisitoriales.

El hombre del que no supe hasta su muerte, ha sido enterrado “entre cuatro zopilotes y un ratón de sacristán”, como dice esa canción mexicana cuyo título no merecería el finado, aunque los que donaron para su tortura así lo piensen.

“En Nantes, cerca de Niza”, dicen las noticias, los streamers Owen y Safine acompañaron a la tumba al cuerpo que tantas veces golpearon, empujaron, dispararon y maltrataron. Lo hicieron entre lágrimas y caras de dolor. Tal compasión jamás les brotó cuando le volcaban cubos con vómito, agua sucia, o pintura, ni cuando le ahogaban o le propinaban patadas voladora a la silla sobre la que estaba sentado ese pobre hombre al que ahora llaman “amigo”. El sepelio lo han financiado Drake y Adin Ross, otros dos personajes que se beneficiaron del tormento del hombre al que me refiero.

No sorprenderá a nadie que esos cuatro zopilotes lleven a enterrar a su víctima a la que trataron como niños crueles a un insecto. “Ya murió la cucaracha, ya la llevan a enterrar”. Se me venía a la cabeza esta canción cuando veía las fotos y los vídeos del funeral al que la familia de Jean Pormanove (es decir, su madre) invitó a sesenta canallas y “un ratón de sacristán”, que cantaba Lydia Mendoza. Sesenta canallas y una mujer, Jöelle, de quien se reían en directo pocas horas antes de morir el reo. Jöelle, en cuyo rostro se lee una vida más bien desgraciada, era la madre de Pormanove, y por algún motivo, por algún cheque, alguna transferencia, cambió de opinión sobre los zopilotes (a los que aquí llamamos buitres, por si se lo están preguntando).

Cuánto necesitaría ese dinero para llegar a decir que el calvario de su hijo fue algo divertido, consensuado, banal. Un accidente tonto, un peaje por la diversión y felicidad (sic) que ha llevado a tantos hogares de niñatos sin alma ni vergüenza. No seré yo quien juzgue a esa mujer. Seguiré escuchando a Mendoza, esperando a que la justicia francesa actúe no solo contra Kick (cosa que ha hecho) sino contra todos los que estaban allí, todos los que contribuyeron, y todos los que permitieron la tortura hasta la muerte de un hombre cuyo único delito fue ser pobre, solitario, y discapacitado.

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