Las series de médicos son un santoral
Por mucho que aumenten las agresiones en los hospitales, y aunque los doctores denuncien el desprecio que perciben, el imaginario los coloca en un altar
Hay un cuadro de Goya poco conocido por los españoles porque está expuesto en Mineápolis. Se titula Goya a su médico Arrieta, y es un exvoto o agradecimiento al doctor que le salvó la vida a finales de 1819. Antes de eso, el pintor aragonés había representado a los médicos como matasanos y burros. No simpatizaba mucho con el gremio. Sería porque entonces no había aún sanidad pública a la que aplaudir. Qué bueno debía de ser Arrieta para cambiar la imagen que el artista tenía de la profesión....
Hay un cuadro de Goya poco conocido por los españoles porque está expuesto en Mineápolis. Se titula Goya a su médico Arrieta, y es un exvoto o agradecimiento al doctor que le salvó la vida a finales de 1819. Antes de eso, el pintor aragonés había representado a los médicos como matasanos y burros. No simpatizaba mucho con el gremio. Sería porque entonces no había aún sanidad pública a la que aplaudir. Qué bueno debía de ser Arrieta para cambiar la imagen que el artista tenía de la profesión.
Pienso en ese cuadro (perturbador, como tantos otros de la vejez goyesca) mientras me embaúlo Pulso, una Anatomía de Grey 2.0 que hace buena la original y con la que mitigo el síndrome de abstinencia que me deja The Pitt, y medito sobre mi adicción a las series de médicos. Hay en ellas un gesto parecido al del cuadro de Goya: las vemos con admiración devota hacia unos profesionales elevados a la condición de santos.
El género policial ha madurado hasta presentar a polis corruptos, despreciables, antipáticos y abyectos, pero el género sanitario no se atreve a enseñar malos médicos. Malas personas, sí. House marcó un antes y un después, jugando con la idea de que el médico genial puede ser una persona abominable (aunque siempre se redime). Lo que no aceptamos es que sea uno de esos matasanos que dibujaba Goya en los Caprichos. Pueden ser cínicos, egoístas, ambiciosos e inmorales en mil y una modulaciones. Son malos amigos, ponen los cuernos, se traicionan, son jefes tiránicos y hacen la puñeta a los compañeros, pero cuando se ponen la bata y piden el bisturí del diez, devienen héroes. Las tramas de malas praxis siempre tienen una explicación sobrevenida: el sistema está saturado, se exige demasiado a los médicos o estos son novatos y tienen que aprender de sus errores. Que el desastre suceda porque el cirujano es negligente a propósito, corrupto o malvado no se contempla en las series que aspiran a dejar huella en el género.
Seguramente sea la médica la única profesión de ficciones televisivas que se expresa en forma de santoral, y eso revela cómo nos gusta verlos. Por mucho que aumenten las agresiones en los hospitales, y aunque los doctores denuncien el desprecio que perciben, el imaginario los coloca en el mismo altar que pintó Goya a su médico Arrieta en 1820. Sin esa devoción hacia el santo que salva vidas, las series de médicos no tendrían sentido ni éxito.