Nadie sabe lo que quiere hasta que lo tiene
Una sabia soñaba con una IA que encarnase al chorbo ideal. Un novio a la medida, que cumpliera todas sus expectativas sexuales, afectivas y de compañía. No quieres eso, le dije
Charlando con una sabia que conoce a fondo la inteligencia artificial y mira mucho más allá de Matrix, dijo que soñaba con una I.A. que encarnase al chorbo ideal. Un novio a la medida, que cumpliera todas sus expectativas sexuales, afectivas y de compañía, una media naranja cuyos gajos ...
Charlando con una sabia que conoce a fondo la inteligencia artificial y mira mucho más allá de Matrix, dijo que soñaba con una I.A. que encarnase al chorbo ideal. Un novio a la medida, que cumpliera todas sus expectativas sexuales, afectivas y de compañía, una media naranja cuyos gajos se ensamblasen al milímetro con los suyos.
No quieres eso, le dije. Nadie quiere amar a un esclavo. De nuestras medias naranjas nos gustan sus defectos y sus manías. Nos gusta que no cumplan nuestras expectativas y que nos sorprendan. La gente no se divorcia tanto por incompatibilidad como por un exceso de compatibilidad: para que salten chispas hacen falta fricciones.
De acuerdo, me repuso: entonces la programaré para que me lleve la contraria y me decepcione. No puedes programar eso, le dije, porque la desilusión entra en la jurisdicción del deseo, y nadie sabe lo que le apetece o le disgusta a priori, y le cité el esclarecedor y brillante ensayo de Clara Serra El sentido de consentir, donde habla del deseo en unos términos tan resbaladizos e imposibles de planificar que hacen de su legislación una quimera. Decepcionarnos, llevarnos chascos e incluso disgustos es imprescindible para adivinar lo que queremos. El camino al placer está salpicado de amarguras, casi ninguna demasiado grave.
Más allá de lo sexual y lo afectivo, siento que vamos a un mundo que anula la posibilidad del deseo en todos los ámbitos. Al adivinar qué libros y noticias queremos leer o qué serie nos apetece enchufarnos como yonquis esta noche, los algoritmos impiden que sepamos realmente qué libros, noticias y series nos interesan, pues no lo sabremos hasta que no caigamos en ellas. Dejarse llevar, pasear sin rumbo ni expectativas, es imprescindible para conocer nuestros propios deseos, y estamos haciendo un mundo en el que es difícil salir a cenar sin reservar con una semana de antelación: ¿cómo carajos voy a saber lo que me apetecerá comer dentro de una semana? Ni siquiera sé si tendré hambre.
La tele convencional en abierto, tan limitada y denostada ella, con tan poquitas opciones, tan dictatorial y vertical, era una caja de aprendizaje del deseo. España no sabía que necesitaba el Un, dos, tres hasta que Chicho Ibáñez Serrador se lo puso delante de los ojos. El deseo no se despierta eligiendo referencias de un catálogo. Tal vez no sea demasiado tarde para volver a lo imprevisible e improvisado. Ojalá.
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