El más extraño capítulo de ‘Madrileños por el mundo’ visitó el Kabul de entreguerras. Y no prometía mucho
El reportaje de 2012 se sale de la tónica del programa sobre emigrantes triunfadores. Dos azafatos, un diplomático, un policía y un soldado cuenta unas vidas atemorizadas. Queda claro que los aliados nunca controlaron Afganistán
Estamos viviendo décadas convulsas en este siglo XXI. Estos belicosos años veinte quizás empezaron el 30 de agosto de 2021, cuando Estados Unidos retiró sus últimos soldados de Afganistán apresuradamente, tanto que dejó esa estampa de gente desesperada ...
Estamos viviendo décadas convulsas en este siglo XXI. Estos belicosos años veinte quizás empezaron el 30 de agosto de 2021, cuando Estados Unidos retiró sus últimos soldados de Afganistán apresuradamente, tanto que dejó esa estampa de gente desesperada tratando de agarrarse al fuselaje del avión. Aquello fue humillante para el supuesto líder del mundo libre. No hace ni tres años, pero han pasado tantas cosas en medio que se han hecho largos.
Sorprende mucho toparse en Madrileños por el mundo, en Telemadrid, con un capítulo grabado en Kabul. Ah, claro, es de 2012 y lo reponen como tantos otros después del episodio de estreno cada sábado por la noche. Este se aleja de la tónica del veterano programa sobre emigrantes triunfadores que nos enseñan sus casoplones y nos pasean por tiendas caras y cafés sofisticados. Vemos todo lo contrario, un descenso a los infiernos del Kabul de entreguerras, una década después del desembarco de los aliados y una década antes de la vuelta al poder de los talibanes. Las fuerzas occidentales habían desalojado a los islamistas del poder, trataban de construir un Estado y pretendían hacer creer que controlaban el país cuando solo controlaban, de verdad, una parte del centro de Kabul, una zona fortificada rodeada de gente de la que no se fían, que presumen hostil.
Los primeros madrileños visitados por la reportera, Beatriz Vigil, son un azafato y una azafata, reclutados por líneas aéreas locales, que te dejan con la duda de si sabían bien dónde se metían. Los demás están relacionados con las fuerzas internacionales: un soldado, un diplomático y un policía nacional. El espectador de hoy ve ese reportaje sabiendo que los entrevistados saldrán pitando de allí tarde o temprano. Esta vez no les preguntan qué echan más de menos, si la familia o las cañas y el jamón; tampoco si van a volver a Madrid algún día: se da por supuesto que lo harán. Las conversaciones tratan sobre todo de la supervivencia en un entorno inhóspito, sobre la paranoia de desconfiar de todos. Dos peligros acechan por doquier: el secuestro y el atentado.
El diplomático y el soldado son francos al explicar que casi nunca salen de sus recintos bien vigilados, la embajada y el cuartel, respectivamente. Si van afuera es por obligación, en el coche blindado y con chalecos antibalas. En el caso del soldado, no se quita el arma de las manos mientras vigila por las ventanillas de su vehículo. El de la embajada muestra sus instalaciones: un patio con una canasta, un futbolín, una cinta de gimnasio para caminar sin pisar la calle. “Somos monjes. Podríamos llamar a esto la Cartuja de Kabul”, dice. En 2015, esa sede diplomática sufrió un sangriento atentado en el que murieron dos soldados españoles, cinco afganos y cuatro atacantes.
A los auxiliares de vuelo los vemos caminar por mercadillos polvorientos, pero enseguida confiesan que viven con los demás occidentales en urbanizaciones amuralladas y con vigilantes armados en los tejados. El policía es el más intrépido: acude con la reportera a un ritual religioso en el que chiquillos chiíes se azotan la espalda. Visitan una cárcel de mujeres repleta de críos. Y presencian un espectáculo llamado buzkashi, en el que gente a caballo juega con el cadáver de un animal decapitado. Vigil se da cuenta de que es la única mujer entre cientos de asistentes. En un centro comercial, ella se prueba el burka, y vemos desde la cámara cómo se ve el mundo (muy mal) a través de esa rejilla de tela. Le da agobio, no es para menos. Pregunta si podría pasear con el burka por la calle, pero le responden que los locales detectarían enseguida a una occidental disfrazada, por sus movimientos, y que quizás no se lo tomarían bien.
Entiendes el fiasco de la reconstrucción de Afganistán, que los talibanes no habían sido derrotados, que ese sufrido pueblo volvería a caer bajo el yugo del fanatismo. Nadie dirá que no se veía venir.
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