Los documentales sobre Corea del Norte superan con mucho la ficción

Un chef que hace negocios de narcotráfico y armas con el régimen, una pareja de cineastas secuestrados para filmar para el líder y dos jovencitas reclutadas para matar al ‘hermanísimo’. Historias delirantes pero reales

Soldadas norcoreanas, con el líder Kim Jong-un tras una inspección al arsenal de misiles del Ejército Popular en 2014.Foto: STR (AFP) | Vídeo: MAGNOLIA PICTURES AND MAGNET RELEASING

Mientras Corea del Sur exporta modernidad en forma de K-pop y series macabras, el mundo sigue fascinado por su reverso, la hermética y enigmática Corea del Norte. El último bastión del estalinismo en manos de una excéntrica dinastía, un lugar kitsch en el que el tie...

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Mientras Corea del Sur exporta modernidad en forma de K-pop y series macabras, el mundo sigue fascinado por su reverso, la hermética y enigmática Corea del Norte. El último bastión del estalinismo en manos de una excéntrica dinastía, un lugar kitsch en el que el tiempo se detuvo. Uno de los cuatro únicos apoyos de Putin en la ONU sobre su agresión a Ucrania.

Para la tele, el tirón de Corea del Norte está en que cualquier documental supera la ficción. Tres tienen especial interés. En El infiltrado (Movistar Plus+ y Filmin), un chef danés, perfil a priori nada sospechoso, se acerca a la élite de Pyongyang —muy en especial al español instalado allí Alejandro Cao de Benós—, y les propone participar en negocios sucios sobre drogas y armas que le llevan también a Uganda. Va acompañado de otro farsante, un exsoldado francés que se dedicaba al trapicheo de coca y que aquí hace llamar James. El aplomo de ambos es estremecedor. El chef-topo, llamado Ulrich Larsen, lo filma todo —durante casi una década que se le haría larga— con cámara oculta. El resultado es demoledor, sobre todo para Cao de Benós, que montó en cólera.

En Filmin, Los amantes y el déspota narra la increíble historia de un director de cine y una actriz surcoreanos, recién divorciados, secuestrados en 1978 en Hong Kong por orden del cinéfilo Kim Jong-il, entonces heredero del régimen, para que trabajaran para él, para que hicieran las películas que soñaba con encargar. Él, el renombrado director Shin Sang-ok, pasó por un campo de reeducación para asegurarse su docilidad; a ella, la muy popular actriz Shin Sang-ok, el dictador le dio un trato exquisito. Fueron forzados a filmar películas propagandísticas, y el régimen los exhibía como grandes figuras desertoras del Sur capitalista, antes de vivir una odisea para escapar durante un viaje a Austria... y poder contarlo. Se llevaron consigo grabaciones de Kim Jong-il, que ya había ascendido a Querido Líder. La aventura dio lugar al libro Producciones Kim Jong-Il presenta…, de Paul Fischer, e inspiró parte de una novela notable, El huérfano, de Adam Johnson.

Y no es menos delirante otra historia real, la de Asesinas (Movistar): la utilización de dos jovencitas, una indonesia y la otra vietnamita, ambas de origen humilde, para arrojar una sustancia letal en el aeropuerto de Kuala Lumpur a Kim Jong-nam, el hermano exiliado del líder norcoreano Kim Jong-un, en 2017. Las chicas habían sido reclutadas para participar en un supuesto espacio de un youtuber para gastar bromas pesadas e infantiles en lugares públicos. Ellas no sabían que estaban rociando el agente nervioso VX que mató al hermanísimo. Los cuatro agentes norcoreanos que habían urdido el plan se fueron de rositas. Las dos mujeres pasaron un par de años entre rejas en Malasia; una salió sin cargos y la otra pactó una condena menor. Hasta el país menos digitalizado del mundo (aunque reclute buenos hackers) sabe que, en la sociedad del siglo XXI, un youtuber gamberro es el mejor señuelo para un crimen.

Tres guiones peliculeros que no tienen una pizca de ficción. Un problema para el espectador de esos documentales es que ante lo estrambótico, ante lo que incluso resulta divertido, cuesta asimilar lo que es monstruoso, lo que es brutal. Y, ojo, que aquel no es el país paria que se puede pensar. La Rusia de Putin se le va pareciendo cada vez más, con la diferencia de que no hace ninguna gracia.

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