Columna

Sin perdón

El grito de “vete al médico” es tan gratuito como salvaje, es el exabrupto de un miserable impune, es la barbarie y el desprecio hacia los más débiles en estado puro

En vídeo, Íñigo Errejón, durante su intervención en la sesión de control al gobierno en el Congreso de los Diputados el pasado miércoles. Vídeo: ALVARO GARCÍA / EL PAÍS | EPV

La iglesia católica no permitía enterrar en el cementerio a los suicidas. Con el infalible pretexto de que sólo Dios, ese desconocido borracho de atributos, era el único que podía otorgar la vida y la muerte. Imagino que a los que decidían su trágico destino les importaba una mierda dónde iban a descansar sus huesos. Solo anhelan el final del sufrimiento físico o moral, del acorralamiento, la soledad y la devastación con los que les castigó la vida. Pero también se necesita coraje para el definitivo adiós.

A lo largo de 15 años fui internado en cuatro clínicas de rehabilitación, refugio...

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La iglesia católica no permitía enterrar en el cementerio a los suicidas. Con el infalible pretexto de que sólo Dios, ese desconocido borracho de atributos, era el único que podía otorgar la vida y la muerte. Imagino que a los que decidían su trágico destino les importaba una mierda dónde iban a descansar sus huesos. Solo anhelan el final del sufrimiento físico o moral, del acorralamiento, la soledad y la devastación con los que les castigó la vida. Pero también se necesita coraje para el definitivo adiós.

A lo largo de 15 años fui internado en cuatro clínicas de rehabilitación, refugios contra el desastre, treguas en nombre de la supervivencia. El alcohol y la cocaína, tan gratos y consoladores durante mucho tiempo, me exigían su brutal factura anímica, exceso de tristeza, algo cercano a la desesperación. En ellas conviví con gente rota. Con el cerebro y el corazón averiados, con demonios internos a los que la medicación pretendía aplacar o desterrar. Bastantes de ellos no eran adictos a la droga ni al trago compulsivo. Simplemente les inundó un océano de tristeza, el miedo, los fantasmas, la locura, el desvalimiento mental, la impotencia para vencerlos. Y sientes inmensa piedad hacia sus gestos helados, sus miradas acuosas o doloridas, su desesperanza, su alivio temporal o su resignación, su deseo de abandonar el túnel.

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Un político, por convencimiento o a la caza de votos, qué más da, habló el otro día en el Parlamento de los suicidas, de los que tienen enferma el alma y el cerebro, de los que necesitan ser escuchados por la psiquiatría y píldoras que hagan desaparecer su cotidiano infierno. Pero surgió la irritante voz del más idiota, cruel e irresponsable de la clase gritándole al que pedía al Gobierno que se ocupara de los náufragos —los psicólogos y la medicación son caras—: “Vete al médico”. Es tan gratuito como salvaje, es el exabrupto de un miserable impune, es la barbarie y el desprecio hacia los más débiles en estado puro. Dicen que la bestia, intentando atenuar el escándalo, después pidió perdón en Twitter. William Munny le diría: “Sin perdón”. Yo también. Pero ahí sigue el fulano. Cobrando del erario público, representando al pueblo.

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