Lo que nos gustaba eran los anuncios: “Me lo pido”
Hay películas clásicas de Navidad y programas especiales de Fin de Año, pero la publicidad de juguetes siempre ha sido uno de los grandes atractivos para los niños
Podría decir que eran las películas esas que repetían todos los años (La gran gamilia, Mujercitas, Qué bello es vivir…) o los especiales aquellos de Fin de Año en los que también siempre salían los mismos. Pero, en realidad, lo que nos gustaba ver en Navidad eran los anuncios. Nos sentábamos, mi hermano y yo, a ver la tele, sin que nos importara mucho el programa, ya que sabíamos que, más pronto o más tarde (más pronto que tarde en verdad), llegaban los anuncios. Casi todos eran de juguetes. Por eso nos gustaba tanto verlos. Ideamos un juego muy simple y que supongo se rep...
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Podría decir que eran las películas esas que repetían todos los años (La gran gamilia, Mujercitas, Qué bello es vivir…) o los especiales aquellos de Fin de Año en los que también siempre salían los mismos. Pero, en realidad, lo que nos gustaba ver en Navidad eran los anuncios. Nos sentábamos, mi hermano y yo, a ver la tele, sin que nos importara mucho el programa, ya que sabíamos que, más pronto o más tarde (más pronto que tarde en verdad), llegaban los anuncios. Casi todos eran de juguetes. Por eso nos gustaba tanto verlos. Ideamos un juego muy simple y que supongo se repetía en todas las casas, que consistía en gritar antes que el otro, en cuanto apareciera el anuncio de un juguete que deseáramos, “¡Me lo pido!” Así, salía el Madelman explorador o el Scalextric o el fuerte Comansi y “¡Me lo pido!”. Convenía no precipitarse. Porque si te pasabas de listo podías acabar gritando “¡Me lo pido!” a la Nancy (eran tiempos sexistas y duros), a un perfume o al madelman gasolinero (¿A quién podía interesarle un madelman gasolinero?).
El juego, como cualquiera puede imaginarse, degeneraba frecuentemente en discusión y en jaleo: “Me lo he pedido yo primero”, “No, yo”, etc. Mi tía Laura, que pasaba las Navidades con nosotros, nos miraba con la misma expresión estupefacta que yo hubiera dedicado por esa época al diseñador del madelman gasolinero de haberle tenido delante. Pero luego intercedía tratando de aportar calma (Mis padres, más acostumbrados, se desentendían sabiamente del asunto): “Bueno: un anuncio para cada uno, chicos”, decía mi tía. En realidad, empeoraba la cosa, porque si te tocaba el perfume, o la Nancy o el madelman gasolinero, a la frustración había que añadirle la burla del otro. Entonces mi tía se encogía de hombros con resignación y rezaba para que se reanudara la emisión de Qué bello es vivir, o la Gran Familia o Mujercitas.
Con los anuncios raros no sabíamos qué hacer: el de las muñecas de Famosa caminando en blanco y negro hacia el portal como autómatas nos daba algo de miedo y el de los tipos que volvían a casa por Navidad de El Almendro nos dejaba indiferentes porque nosotros por entonces siempre estábamos en casa y éramos olímpicamente felices, sin saber lo que era la nostalgia.
Pero la mayoría eran anuncios normales, de juguetes normales y nosotros pensábamos que tal vez los Reyes Magos verían también los anuncios o, mejor, que nos verían a nosotros dos ver los anuncios y pedir esto y lo otro, una y otra vez. Aunque dudábamos, porque sabíamos por experiencia que los Reyes (eran tiempos duros: ya lo he dicho) acababan poniendo lo que les salía del gorro. Pero eso, en el fondo, daba igual en aquellas tardes dichosas de finales de diciembre. Bastaba con jugar frenéticamente al “me lo pido”, que fueran vacaciones, que echaran las películas repetidas de todos los años, que andara por ahí la tía Laura y que en fin, el mundo pareciera un lugar previsible y seguro en el que no había sitio para cosas extrañas como, por ejemplo, los madelman gasolineros. Visto desde este 2020, me lo pido.