Tribuna

Ray Bradbury: el futuro era un arma cargada de poesía

Se conmemora el centenario del nacimiento de Ray Bradbury, poeta del futuro, menos interesado en predecirlo que en advertirnos de sus consecuencias

Ray Bradbury en Los Ángeles, California, en torno a 1980.Michael Ochs Archives (Getty Images)

Verano de 1963. La revista Playboy publica en sus ediciones de julio y agosto las dos entregas de su panel sobre las tendencias que marcarían el futuro con el orweliano título 1984 & beyond. Es el resultado de un encuentro con 12 de los más reputados escritores de ciencia ficción. Hombres “cuyos sueños y pesadillas han demostrado ser proféticos”. Entre ellos Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. La revista del conejito no era nueva para Bradbury. Hefner le había pagado 400 dólares por publicar...

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Verano de 1963. La revista Playboy publica en sus ediciones de julio y agosto las dos entregas de su panel sobre las tendencias que marcarían el futuro con el orweliano título 1984 & beyond. Es el resultado de un encuentro con 12 de los más reputados escritores de ciencia ficción. Hombres “cuyos sueños y pesadillas han demostrado ser proféticos”. Entre ellos Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. La revista del conejito no era nueva para Bradbury. Hefner le había pagado 400 dólares por publicar por partes en 1954 una historia de bomberos que queman libros, Fahrenheit 451, que acabaría formando, con 1984 y Un mundo feliz, la santísima trinidad de las distopías futuristas.

El tono del debate es muy alejado del de la novela. El optimismo inunda sus predicciones. Vuelos interplanetarios y estaciones espaciales para habitar la Luna en los 70. Venus Y Marte en los 80. Robots que realizan los trabajos más pesados y permiten semanas de cuatro días laborables y vacaciones pagadas de tres meses en las que La Luna sería un destino más económico que Australia. Sustancias químicas capaces de potenciar nuestras capacidades cerebrales y “expandir” nuestras posibilidades.Y por supuesto, vida eterna.

Más de 35 años después del horizonte fijado, ninguno de sus augurios se ha cumplido. El videoartista Gerard Byrne presentó en la Tate Gallery de Londres una instalación que reconstruía el encuentro. La obra jugaba con la extraña sensación de ver a 12 hombres blancos de mediana edad hacer erróneas conjeturas sobre un futuro que para nosotros ya es pasado. La experiencia quiere reflexionar sobre nuestra visión del futuro y sobre nuestra obsesión por adivinarlo justificando que ya otros lo consiguieron. Por eso en este centenario del nacimiento de Ray Bradbury (1920-2012) leeremos repetidamente que Fahrenheit 451 anticipó la llegada de las pantallas planas, que las conchas que utilizaba la mujer de Montag se parecen a los airpods que Apple presentaría 65 años después o que una universidad japonesa acaba de presentar un prototipo que se asemeja al sabueso mecánico de la novela.

Como escuchamos de forma recurrente que Julio Verne predijo el submarino, Wells, la bomba atómica; Orwell, la cibervigilancia; y Gibbson, el ciberespacio (aunque cualquiera que haya leído al patriarca del ciberpunk sabe que poco tiene que ver su concepto con el actual desarrollo de las redes). Arqueología del futuro para convencernos de que es posible preverlo. El deseo de conocer el porvenir es tan antiguo como el hombre. Como explica Yuval Noah Harari, lo que nos diferencia a los homo sapiens del resto de homínidos es nuestra capacidad de creer en cosas que solo existen en nuestra imaginación. Un potencial que nos permite creer en religiones, naciones o en ese abstracto concepto que llamamos futuro. Un futuro que hasta finales del siglo XVIII era poco más que un inevitable destino, como el que esperaba a Tebas y Edipo, pero que se convirtió en la promesa de un mundo mejor al calor de la Revolución Francesa y vivió su máximo esplendor en los albores del siglo XX, que empezó con la utopía futurista y terminó sumido en la nostalgia como explicaba Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia.

Pero los avances tecnológicos en los textos de Bradbury (como en los de Huxley, Orwell o antes Zamiatin) son poco más que un McGuffin hitchcockiano. Cómo él mismo afirmó en repetidas ocasiones, no trataba de predecir el futuro, sino de prevenirnos de él. Una Casandra contemporánea cuyas advertencias ignoramos como los troyanos hicieron con el aviso de su princesa sobre aquel majestuoso caballo de madera. Nuestra fascinación por la técnica del futuro parece proporcional a nuestra capacidad de obviar los avisos sobre su impacto, nadie quiere escuchar a Casandra.

Por eso, a Bradbury le interesa más la ficción que la ciencia, más la poesía que la tecnología. Por eso sus historias del futuro aplican a todos los presentes. Sus “deleitables terrores” hacían preguntarse a Jorge Luis Borges en el prólogo a la primera edición española de Crónicas Marcianas “¿qué ha hecho este hombre para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?” Y es que Bradbury fue un poeta del futuro, como aquel al que escribía Luis Cernuda. Sus artilugios no eran los cohetes ni las pantallas planas sino la alegoría y el símbolo y es en esa curiosidad por lo real que permanece debajo de la ficción donde se encontraban el porteño y el de Illinois, creyentes, por encima de todo, en el poder de las historias.

Bradbury, que no había ido a la universidad, se había formado con ellas. Leyendo durante horas en esas bibliotecas que él, como Borges, adoraba. En una de ellas, con una máquina de escribir alquilada, escribió uno de los más bellos alegatos sobre el valor de esas historias: Fahrenheit 451. “Era un placer quemar”, difícil escapar de la poderosa imagen de los libros ardiendo. Más difícil aún en 1953, cuando el libro fue publicado, solo 20 años después de que la NSDB, la federación nazi de estudiantes, hiciera arder las obras de judíos, marxistas y pacifistas en la Plaza de la Ópera de Berlín y en otras 21 ciudades universitarias en el punto álgido de la «Acción contra el espíritu antialemán» que empezó quemando libros y terminó quemando personas como escribió Heinrich Heine.

No eran nuevas estas piras en la literatura -el barbero y el cura ya quemaron los libros del Quijote-, ni la manipulación de los textos -Winston Smith reescribe los libros de historia en 1984-, ni el desprecio a las ficciones, en París, siglo XX de Julio Verne, las librerías no saben quiénes son Víctor Hugo y Balzac y solo tienen “libros técnicos y poesía científica”, pero Bradbury añadió su visión humanista con ese esperanzador final de los hombres-libro y la supervivencia de las historias. Porque lo que aterraba a Bradbury no eran los bomberos, sino que su tarea fuera innecesaria: “Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”, escribió en 1993 en Fuego Brillante como prefacio de una nueva edición de su más conocida novela.

Unos años antes, en 1985, Neil Postman escribía Divertirse hasta morir en el que planteaba que era Huxley y no Orwell el que había acertado con su visión distópica. Una sociedad en la que, como temía Bradbury, no es necesario censurar libros porque nadie está interesado en leerlos, no es preciso privarnos de información porque hay tantísima que es irrelevante, no hace falta un gran hermano porque todos estamos viendo Gran Hermano. Postman describía el efecto a posteriori de esas advertencias que Huxley o Bradbury hicieron a priori. El efecto adormecedor de las grandes revoluciones culturales del siglo XX, la mayoría de las cuales se enchufaban a la pared: la radio, el televisor y finalmente el ordenador. El ocio había sustituido a la religión como opio del pueblo.

Los tiempos han cambiado desde los 80 de Postman, pero no tanto. Ya no hace falta enchufar las pantallas y se pueden llevar en el bolsillo en vez de colgarlas en la pared. La primera potencia del mundo no la gobierna un actor sino un presentador de televisión que, como en la distopía de Bradbury, odia leer. En El Fuego y la Furia, el discutido retrato que Michael Wolff hizo de Donald Trump, el plan favorito del presidente es meterse en la cama a las 18:30 con una hamburguesa con queso a ver simultáneamente los tres televisores de su dormitorio mientras tuitea desde su teléfono móvil.

Esa tercera pantalla era el sueño de Mildred, mujer del protagonista de Fahrenheit y encarnación máxima de esa superficialidad que la novela critica y de la que cada vez somos más partícipes. Las redes sociales, herederas de esos familiares desconocidos que hablaban a Mildred desde la pantalla plana, usan la personalización del gran hermano de Orwell para construir el mundo feliz de Huxley. Hoy no quemamos libros pero nos atrevemos a resumirlos en 280 caracteres de Twitter o una foto con filtros de Instagram. Y más allá de eso, el dataísmo imperante propone el dogma de los datos como única y absoluta verdad. Todos convertidos en los hombres-número del Nosotros de Zamiatin. Las personas y las historias reducidas a una ingente cantidad de datos ignorando esas “variables no numerables” que para Deleuze y Guattari eran el último reducto del diferente. Ya hablaba de datos el Capitán Beatty, perverso jefe de los bomberos pirómanos en Fahrenheit 451,”Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados... Entonces tendrán la sensación de que piensan. Tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices”.

Años antes de Fahrenheit 451, Bradbury ya había abordado el tema de la censura y el desprecio a las historias en Usher II. En ella, William Stendahl, experto en literatura, se retira a Marte huyendo de la Tierra donde las obras literarias, cinematográficas y teatrales que tuvieran un tema fantástico estaban prohibidas. Allí construye una mansión idéntica a la de La caída de la casa Usher de Edgar Allan Poe. Cuando todo está listo, Stendahl invita a su nueva atracción a un grupo selecto de los responsables de la prohibición de la ficción: “miembros de la Sociedad de la Represión de la Fantasía, enemigos de la fiesta de los Muertos y del día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos, incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos y limpios”. A mitad de la fiesta, robots dirigidos por Stendahl comienzan a asesinar a los invitados imitando los crímenes descritos por Poe. Tal vez hoy los enemigos de estos robots defensores de la literatura serían influencers, dataístas, tertulianos televisivos, coach y directivos de marketing empeñados en crear mensajes simples que construyen esa falsa felicidad del que cree saberlo todo. La manera de vencerlos, seguir leyendo libros, periódicos, revistas o cualquier otra cosa que nos permita seguir haciéndonos preguntas.

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