Nunca una investigación periodística mereció tanto la pena
La curiosidad de los periodistas abrió nuevas puertas, descubrió algunos secretos y destapó años de infamia en el seno de la Iglesia
EL PAÍS ha caminado mucho en estos últimos cinco años para llegar muy lejos, aunque nunca pudo imaginar hasta dónde era posible. La Redacción empeñó una parte de su esfuerzo profesional en investigar si España había sufrido, como otros países del mundo, un problema grave de abusos a menores en la Iglesia. El Defensor del Pueblo, previo encargo del Congreso de los Diputados, ...
EL PAÍS ha caminado mucho en estos últimos cinco años para llegar muy lejos, aunque nunca pudo imaginar hasta dónde era posible. La Redacción empeñó una parte de su esfuerzo profesional en investigar si España había sufrido, como otros países del mundo, un problema grave de abusos a menores en la Iglesia. El Defensor del Pueblo, previo encargo del Congreso de los Diputados, ha puesto ahora letra y número oficial a la trágica verdad que EL PAÍS fue contando en dolorosas entregas durante los últimos cinco años de empeño periodístico.
440.000 víctimas menores de edad han sufrido abusos en la Iglesia —la mitad a manos de curas— durante los últimos 80 años, según la estimación del estudio encargado por el Defensor del Pueblo. Casi nadie escuchó, protegió o defendió a las víctimas en todo este tiempo. La inmensa mayoría de sus verdugos nunca fueron castigados. La Iglesia ocultó a conciencia los delitos cometidos en su seno.
Las señales de humo siempre estuvieron vivas, pero casi nadie supo ver el fuego.
EL PAÍS informó el 14 de octubre de 2018, con el estilo reservado a las grandes noticias, que la Iglesia española había silenciado durante décadas los casos de pederastia. Llegar a esa pobre conclusión, pues era imposible conocer la magnitud del problema, costó cientos de llamadas a la Iglesia española, un territorio blindado por la opacidad, un lugar donde el poder se diluye entre diócesis y congregaciones hasta llegar a Roma.
La Conferencia Episcopal, supuesto Gobierno de la Iglesia en España, evitó a EL PAÍS desde el principio con la excusa de que quienes conocían el “minoritario” problema de los abusos a menores eran las diócesis: “No podemos informar sobre esos asuntos; primero por respeto a las víctimas y después porque somos un órgano colegiado, la información depende de las diócesis, que solo responden ante el Papa”.
No se puede acusar a nadie de mentir si cree firmemente en lo que dice. De las 70 diócesis a las que preguntaron los periodistas de EL PAÍS para conocer cuántos abusos había registrados en sus archivos, solo contestaron 12 con evasivas y datos insuficientes.
La inmensa mayoría de los obispos consultados no necesitó mentir, simplemente levantó un muro de silencio para ahuyentar a los periodistas de EL PAÍS. El camino de esa investigación periodística se llenó así muy pronto de puentes rotos y agujeros negros.
Este periódico apenas había prestado atención durante sus primeros 42 años de existencia a un problema que causaba un impacto devastador en miles de víctimas. A juzgar por lo publicado en EL PAÍS, la pederastia en la Iglesia española era poco menos que una dolorosa anécdota.
Los artículos escritos hasta 2018 sobre ese asunto sumaban varios cientos de páginas donde se informaba de algunas sentencias de los tribunales de justicia —el Centro de Documentación Judicial registró, en 40 años, 33 condenas con 80 víctimas en un país con 23.000 parroquias y 18.000 sacerdotes—. El periódico también recogió otras denuncias que con el tiempo habían caído en el olvido.
La curiosidad de los periodistas abrió nuevas puertas, descubrió algunos secretos y destapó años de infamia en el seno de la Iglesia, con bochornosos encubrimientos a pederastas o sospechosos traslados de abusadores para alejar miles de kilómetros el problema.
Ese trabajo sin pausa nunca fue suficiente para llegar tan lejos. Las víctimas fueron la clave, ellas prendieron la mecha que permitió iluminar un siniestro pasado, el mismo que habían ocultado hasta entonces incluso a sus familiares. Sin las víctimas, la investigación periodística estaba abocada al fracaso, pese a sus escandalosas revelaciones. Ni la Iglesia, por estrategia de autodefensa, ni la clase política, enfrascada en otros sucesos, parecían dispuestas a moverse para buscar soluciones al problema.
Un buzón abierto en una cuenta de correo al que las víctimas podían enviar sus testimonios se convirtió durante meses en el principal archivo vivo de cientos de delitos ocultos durante décadas que habían quedado sin castigo. Los periodistas llamaron, y cuidaron, a cientos de personas que habían enviado antes por escrito su experiencia. Muchas se atrevieron a contar después en EL PAÍS el infierno que habían vivido.
La Iglesia reaccionó tarde y con desgana al aluvión de casos destapados por el periódico. La Conferencia Episcopal tomó algunas medidas de aparente transparencia, pero apenas se preocupó de investigar aquellos sucesos.
EL PAÍS, con tanta precisión como perseverancia, acumuló en un archivo del horror todos los hechos conocidos, investigados, contrastados y publicados. Un listado de la maldad que entregó al papa Francisco, quien se preocupó por el problema español y pidió colaboración para quitar el velo a aquella realidad tan oscura.
La política intervino finalmente en 2022, cuando el Congreso encargó al Defensor del Pueblo una investigación a fondo. Muchos muros levantados por la Iglesia para ocultar el infierno habían sido derribados para entonces por la acción periodística de EL PAÍS y de otros medios que se sumaron a la denuncia. Pero faltaba el impulso final de una investigación oficial con suficientes recursos de conocimiento, talento y rigor para fabricar la radiografía más completa de la pederastia en la Iglesia.
Nunca un esfuerzo periodístico mereció tanto la pena, aunque llegara 40 años tarde.