25 años del asesinato de Ana Orantes, que cambió la lucha contra la violencia machista en España
Después de 40 años de torturas, el exmarido de Ana Orantes la mató después de que ella contara su historia en televisión. La indolencia social y la falta de protocolos contra el maltrato desprotegieron a esta mujer que había denunciado decenas de veces
El 4 de diciembre de 1997, la granadina Ana Orantes acudió a un programa de Canal Sur. Quería contar su vida. Tenía 60 años y 40 de ellos habían estado marcados por los malos tratos que sufrió en un matrimonio atroz. Fue ella quien tomó la decisión de llamar a la televisión, y sus hijos Fran y Raquel, con quienes convivía entonces junto a una nieta, los encargados de hacerlo. Varias veces se quedaron sin respuesta. “No nos llamaban y ella nos decía que insistiéramos. Quería hablar”. Finalmente, la convocaron para aquel primer jueves de diciembre y no fue su historia, sino su perseveranc...
El 4 de diciembre de 1997, la granadina Ana Orantes acudió a un programa de Canal Sur. Quería contar su vida. Tenía 60 años y 40 de ellos habían estado marcados por los malos tratos que sufrió en un matrimonio atroz. Fue ella quien tomó la decisión de llamar a la televisión, y sus hijos Fran y Raquel, con quienes convivía entonces junto a una nieta, los encargados de hacerlo. Varias veces se quedaron sin respuesta. “No nos llamaban y ella nos decía que insistiéramos. Quería hablar”. Finalmente, la convocaron para aquel primer jueves de diciembre y no fue su historia, sino su perseverancia y, quizá, la casualidad, la que la llevó a la tele. Era el programa De tarde en tarde, presentado por Irma Soriano, y nunca le pidieron que avanzara de qué iba a hablar. Solo allí, poco antes de empezar, dijo a la gente del programa lo que iba a contar. Lo siguiente es conocido: algo más de media hora de entrevista en la que dio cuenta de más de media vida de palizas, abusos, silencios y de estrategias de supervivencia para defender a sus hijos, ocho entonces, aunque la pareja había tenido 11.
Fue la primera mujer que denunció en televisión la brutal violencia ejercida contra ella, pero el nombre de Ana Orantes no apareció en ningún titular de prensa, radio o televisión al día siguiente. Solo 13 días después, el 17 de diciembre, los medios de comunicación recogieron su historia, cuando su exmarido, José Parejo, la asesinó. Pero en los 40 años anteriores, el sistema y la sociedad ya le habían fallado a Orantes decenas de veces. La violencia machista en aquel momento aún no tenía nombre. Ese concepto no existía y las palizas que recibían a diario muchas mujeres en España eran algo que pasaba dentro de las casas, algo privado, algo que pertenecía aún, social, política y legislativamente, a la intimidad de los hogares.
El relato de Orantes despertó una conciencia social y un debate público que hasta entonces no existían. Cientos de miles de mujeres se vieron reconocidas en ella. Se le puso un primer nombre: violencia doméstica. Meses después del asesinato, en 1999, se hizo una reforma del Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal que introdujo la persecución de oficio de los malos tratos (sin que hubiese denuncia por parte de la agredida), la violencia psicológica como delito y las órdenes de alejamiento. Fueron solo las primeras consecuencias de la visibilización de la violencia que Orantes expuso en televisión. Después llegaron y siguen llegando muchas otras.
Ella fue el disparador del despertar de la ciudadanía y de la política que lleva ya un recorrido de un cuarto de siglo en el que España no solo se ha transformado en uno de los países más igualitarios del mundo, sino que ha creado algunas de las leyes más avanzadas y algunos de los mejores recursos para la prevención de la violencia machista y la protección de mujeres y los niñas y las niñas.
Raquel Orantes, su hija menor, acompañó con 21 años a su madre a la televisión andaluza. Raquel reconstruye 25 años después un relato que deja al descubierto cuántas veces hubo algún resquicio para que Orantes se salvara y cómo no ocurrió. También esa idea se desprendía del relato de su madre aquel diciembre, en el que aparecieron vecinos, gente conocida, amigos, que sabían lo que ocurría dentro de aquella casa y nunca hicieron nada. Como el amigo que se los encontró en la calle mientras él le pegaba y le dijo “para ahora o te denuncio”. Parejo paró y a aquel amigo eso le bastó, olvidó la paliza y nunca denunció.
Hasta 40 denuncias
La que sí denunció fue la propia Orantes. 15 son las que constan, pero hubo muchas más. Otras 25, al menos, fueron interpuestas o intentaron ponerlas sus hijos en diferentes momentos; a veces sin que la policía llegase a tomarles declaración y los mandaran de vuelta a casa. El sistema policial y judicial también pudo hacer cosas que nunca hizo, incluso con los protocolos de aquel momento, raquíticos y que no respondían a los problemas específicos de la violencia de género: devolvían una y otra vez a las víctimas con sus maltratadores. Cuando se divorciaron Orantes y Parejo, un año antes de que él la asesinara, el fallo judicial los obligó a seguir viviendo juntos, en un chalet en el pueblo granadino de Cúllar Vega donde la familia vivía el día a día sumida en el terror.
Recuerda Raquel aquel día de televisión, y cuenta que se enteró de muchas cosas según las iba contando su madre. A pesar de haber convivido durante años con aquella violencia, el relato la sorprendió con detalles nuevos. “Su objetivo fue siempre protegernos. Allí me encontré con una realidad inesperada para mí”. Al terminar la entrevista le preguntó a su madre cómo estaba. “Nerviosa y con miedo de que podía pasarle algo”, recuerda. El viaje de vuelta a Granada lo hicieron “sin apenas hablar y con mi madre muy nerviosa”.
Todo comenzó en 1956, cuando Ana Orantes se casa con José Parejo. Los malos tratos aparecieron inmediatamente y ella no lo contó en aquel programa de televisión, pero las hasta 40 denuncias que ella y sus hijos habían puesto a su marido y padre hasta su separación en 1996, eran también parte del relato. El recuento es de Raquel. Ninguna de esas 40 denuncias ante la policía sirvió para nada. “Algún arresto domiciliario temporal”, explica su hija, “pero casi siempre le decían que volviera a su casa con su marido. O si iba alguno de mis hermanos los echaban de la comisaría sin tomar nota siquiera”.
En 1986, tras un episodio de especial violencia, Ana les dijo a sus hijos que cogieran todas sus cosas, que se iban de casa. “Nos fuimos a Albacete, a casa de una hermana mayor que vivía allí”. Pasaron, recuerda Raquel, 15 o 20 días y “cuando mi madre se dio cuenta de que se podía manejar bien sola, decidió separarse”. Buscó abogado, se hicieron los trámites oportunos y se presentaron en el juzgado para concluir el proceso. El marido comenzó a llorar delante del juez, “de fuertes convicciones religiosas”, resume Raquel, que prefiere no entrar en detalles.
“Aquel hombre nos dijo que no podía separar a un hombre que estaba llorando y arrepintiéndose, que volvieran a casa juntos”. El sistema judicial impidió a Ana separarse obligándola a una década más de violencia y malos tratos. “Era la época en la que irse de casa suponía abandono de familia para la mujer”, dice su hija.
La separación
Parejo, como muchos maltratadores, iba cambiando de sitio permanentemente con el propósito de aislar cada vez más a su pareja y, también, de alejarse de vecinos que pudieran alertarse más de la cuenta. Después de varias mudanzas, se instalaron en Cúllar Vega a mitad de la década de los 90. “Estábamos en una casa que habíamos hecho nosotros con nuestras manos, llevábamos apenas cuatro o cinco años y ya había comprado un terreno con unos 40 o 50 olivos y una caseta”. Era el siguiente destino y el colmo de la indignidad: una caseta de una sola habitación con la cama, cocina y todo en un único espacio, relata su hija menor mientras dibuja en el aire la estancia a la que nunca fueron. “Ahí mi madre dijo basta y decidió separarse”.
Esta vez sí lo consiguió, pero no del todo. Su demonio, como algunos de sus hijos se refieren a su padre, siguió presente en su vida porque él siguió viviendo en la misma casa de dos plantas en las que residían en aquel momento. Ella abajo, él arriba. “Mi madre dijo que no se iba de ahí, que era su casa y que se fuera él. Mis hermanos intentaron comprar la mitad, la parte de él, para que se marchara, pero no quiso”.
La solución al conflicto quedó en manos del juez de paz de Cúllar Vega. El señor Gerardo, recuerda Raquel, dictó que compartieran vivienda porque, como declaró tras el asesinato, “él había dado su palabra de honor de que no le haría nada”. La realidad fue que en el año y medio de vecindad a la fuerza “no paraba de insultarla y de molestarla”. “Solo tuvimos paz unos meses en los que se echó una novia y se fue a casa de ella”, narra. Fue en ese año y medio cuando Orantes viajó y disfrutó algo de la vida.
Pero en la historia de Ana Orantes hay otras víctimas que nunca fueron reconocidas como tales. Fueron, son, sus hijos e hijas, cuyo sufrimiento comenzó en aquella casa y se mantiene, en mayor o menor medida todavía hoy. Orantes y Parejo —fallecido en la cárcel en 2004, cuando en la prisión estudiaban su paso a tercer grado— tuvieron 11 hijos, de los que ahora viven siete. “La vida no se rehace, tienes días buenos, malos y regulares”, dice Raquel, en su casa de Guadix (Granada), donde vive.
Aquello, además, deja huellas profundas. “Soy insegura y, como nos da miedo que nos vuelvan a hacer daño, parece que tienes una coraza que te hace parecer fría pero no es así. Ahora, 25 años después empiezo a hacer amigos”, reflexiona Raquel, que dice que durante años no pudo decirle a su madre que la quería o besarla con el padre delante porque “entonces él me decía que le diera otro beso y yo, y mis hermanos, nos negábamos”.
Además, los hijos “aprendimos a callar delante de él. No hablar era mejor que mentir porque ahí te pillaba”. Se refiere a esconderle las pequeñas excursiones que hacían con su madre que le daban un descanso del horror y que no eran otra cosa que alargar alguna salida permitida yendo “a tomar churros o a comprar algún lápiz”. Con el tiempo, algunos de los hijos, como Raquel, cambiaron el orden de sus apellidos para alejar el del padre y, en lo posible, no usarlo.
Los flecos institucionales
La protección del Estado contra la violencia de género tiene aún huecos. Pero en aquel momento los tenía todos. Dos de ellos eran la falta de ayudas y el abandono institucional, algo que conocen bien los Orantes. Nadie les ha reconocido nunca nada. Ni cuando el padre los maltrataba, ni cuando murió su madre, ni poco después, ni muchos después. Nunca han recibido ayuda psicológica o económica. Nadie se ha acercado nunca a echarles una mano o a darles cariño desde ninguna institución.
Pasados 25 años, Raquel no puede citar, porque no la ha habido, ninguna llamada de ningún responsable político o gubernamental. Sí recuerda Raquel a Álvarez Cascos, entonces vicepresidente primero y ministro de Presidencia en el gobierno de José María Aznar, que describió aquello como “un hecho aislado, obra de un excéntrico”.
Los 40 años de horror tuvieron algunos paréntesis, pocos, de felicidad. Cuando su marido estaba lejos, Ana Orantes era una mujer feliz, cariñosa, cercana, abierta, a la que le gustaba reír, salir y, en definitiva, disfrutar. Así la describe su hija Raquel, que dice que se acuerda de ella a diario y que, con frecuencia, ve el reflejo de su madre en su día a día. “A mi madre no podía faltarle azúcar, leche o café. A veces, teníamos que tirar azúcar porque compraba mucha y se hacía un bloque con la humedad. Eso me pasa ahora a mí”, dice con una media sonrisa.
A Orantes también le gustaba escuchar a Concha Piquer, a Rocío Jurado y a Ricky Martin. Cuando se separó de su marido hizo algunos viajes que había soñado pero que su demonio nunca le permitió. “Era una niña pequeña, disfrutaba de todo”. En ese año y medio que vivió separada pasó 15 días en la playa de la Herradura con algunos de sus hijos y visitó Sierra Nevada. En ese se año y medio, a ratos, fue feliz.
Raquel Orantes no ha visto entera la entrevista de su madre en Canal Sur. Nunca. Le duele. Como también le duele, y mucho, ver las imágenes del día del asesinato o los titulares de prensa de aquel momento. “Será porque es otra época pero todo es morboso y amarillo”. Tanto que para los homenajes que se celebran este sábado por el 25 aniversario no ha sido capaz de componer un collage que tenía pensado con los titulares de prensa. Dado su tono, ha resultado imposible, comenta. Las imágenes de televisión del 17 de diciembre, “las que usan cada vez que se habla de mi madre”, también le resultan insoportables, con los operarios de la funeraria trasladando el cadáver envuelto en una sábana delante de las cámaras.
Fue en 2019 cuando Ana Orantes recibió el primer reconocimiento popular e institucional, cuando nombraron la avenida de Ana Orantes en Sevilla. Desde entonces, numerosas ciudades han puesto su nombre a lugares públicos e incluso Cúllar Vega creó este año la 1ª Escuela de Formación en Igualdad Ana Orantes, un ciclo formativo de un par de días. En Granada, su ciudad —”ella era muy de la calle Elvira” recuerda su hija— tiene un parque nombrado con su nombre hace un año. No es hija predilecta, ni adoptiva, ni tiene ningún honor ni medalla. A pesar de que Ana Orantes, su historia y su asesinato, fueron lo que lo cambió todo en España.