La odisea de la pequeña Margarida: 2.600 kilómetros en busca de nuevos pulmones para sobrevivir
La niña, de nueve años y residente en la isla portuguesa de Pico, tuvo que ser trasladada de urgencia a Barcelona en un avión medicalizado para someterse a un trasplante pulmonar que le salvase la vida
El parque de juegos del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona se le queda corto a la pequeña Margarida Fontes, de nueve años. Pizpireta, mostrando las manos al viento con las uñas pintadas a dos colores, da vueltas y más vueltas en una silla giratoria en el patio infantil, baila, canta. Hasta enreda a su neumólogo, Nacho Iglesias, para que echen unos bailes de la mano. El médico acepta, para soltar unas risas y, ya de paso, ver cómo evoluciona la capacidad pulmonar de una niña que hace poco más de ocho mese...
El parque de juegos del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona se le queda corto a la pequeña Margarida Fontes, de nueve años. Pizpireta, mostrando las manos al viento con las uñas pintadas a dos colores, da vueltas y más vueltas en una silla giratoria en el patio infantil, baila, canta. Hasta enreda a su neumólogo, Nacho Iglesias, para que echen unos bailes de la mano. El médico acepta, para soltar unas risas y, ya de paso, ver cómo evoluciona la capacidad pulmonar de una niña que hace poco más de ocho meses llegó al hospital desde su Portugal natal con los dos pulmones destrozados, amarrada a un respirador y condenada a vivir atada a una cama a la espera de un trasplante. Era el último golpe de una infancia rodeada de infecciones y hospitales a causa de una enfermedad sin nombre —probablemente una inmunodeficiencia, según los especialistas— y la pequeña echó los restos: en su casa, en una isla del Atlántico (Pico, en el archipiélago de las Azores) ni siquiera hay hospital y en Lisboa, donde atendían su caso, tampoco hacían trasplantes pediátricos tan complejos, así que Margarida y su familia cruzaron los 2.600 kilómetros que separan su hogar de Vall d’Hebron, centro de referencia para este tipo de intervenciones, para poner fin a su odisea. La vida le iba en ello.
Margarida no jugaba como los otros niños, tampoco corría y apenas caminaba. Casi desde que nació, cualquier esfuerzo era una agonía. Se cansaba. No podía respirar. Enganchada a una botella de oxígeno más pesada que ella misma, la pequeña ha pasado buena parte de su vida lidiando con una dolencia que le provocaba infecciones respiratorias constantes e ingresos hospitalarios periódicos. La última complicación, ya irreversible, dejó sus maltrechos pulmones completamente inservibles y condenó a la niña a vivir enganchada a un ventilador mecánico y a un sistema de oxigenación extracorpórea (ECMO), que limpiaba la sangre por ella, a la espera de un trasplante que le permitiese volver a respirar sola.
Sobre la radiografía, los pulmones de Margarida parecían una especie de “queso de Gruyère”, ejemplifica Joan Balcells, jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) pediátrica de Vall d’Hebron. Los bronquios estaban tan extremadamente dilatados que dibujaban enormes cavidades huecas donde se acumulaba moco y, a la postre, infecciones respiratorias constantes, explica Nacho Iglesias, médico adjunto de la Unidad de Neumología Pediátrica que ha llevado el caso: “Margarida tenía una insuficiencia respiratoria crónica en el contexto de muchas infecciones con broncoestasias [dilataciones de los bronquios] y destrucción del parénquima pulmonar [el tejido que se encarga del intercambio gaseoso] y sin un diagnóstico que explicase el porqué”. Se habían descartado todas las causas conocidas de broncoectasias en niños. “Lo único que sabemos es que tiene inmunoglobulinas bajas y la sospecha es una inmunodefiencia, aunque en el estudio genético no ha aparecido ninguna entidad con nombre y apellidos”, agrega Iglesias.
La pequeña ya estaba curtida en hospitales, pinchazos y medicamentos. Desde muy pequeña, a cada complicación, Margarida y su familia se veían obligados a abandonar Pico y cruzar en barco a otra isla cercana donde hubiese infraestructura especializada o, en los casos más difíciles, volar al hospital Santa Maria de Lisboa, de alta complejidad. Pero esta vez, el escenario era más peliagudo: la niña requería un trasplante urgente y Vall d’Hebron, con quien el país tenía un convenio para este tipo de intervenciones, era el centro habilitado para hacerlo.
Atada al ventilador mecánico y a una máquina de ECMO, la pequeña voló a Barcelona en “la ambulancia submarina”, un avión de la fuerza aérea portuguesa con las paredes empapeladas de pececillos de colores. En el aeropuerto de El Prat, un vehículo medicalizado del Sistema de Emergencias Médicas (SEM) la esperaba para trasladarla al hospital barcelonés. Cada día jugaba en contra. Más riesgo de infecciones, de que fallase algún órgano, de que todo se fuese al traste, rememora Balcells: “Ella llegó en ECMO, pero el problema es que un paciente con una insuficiencia respiratoria crónica funcional, sin pulmones, cuando entra en ECMO, no se la podemos quitar. Y empieza a contar el reloj: el gran reto es el tiempo de espera, porque no sabes cuándo van a aparecer los pulmones. Y estar en ECMO no está libre de complicaciones y pueden dar al traste con todo en minutos: la niña tiene que estar en las mejores condiciones para trasplantarla”.
Margarida esperó alrededor de dos meses hasta que llegaron los órganos de un donante compatible —sin la solidaridad de los donantes y sus familias no se podría salvar la vida de miles de personas cada año, recuerdan los médicos—. Por el camino, sin embargo, la pequeña tuvo que enfrentar infecciones, fallos hepáticos, renales y también cardíacos. Pero sorteó todos los envites y llegó “grave pero estable” al trasplante en septiembre. Seis horas de intervención y un largo posoperatorio que aún continúa: “Encontramos un pulmón destruido, no servía. Estas infecciones de repetición destruyen el pulmón: lo desestructuran, no hay pulmón normal. Donde tiene que haber parénquima, hay un agujero y no son capaces de llevar a cabo el intercambio gaseoso entre el aire y la sangre”, concreta Joel Rosado, uno de los cirujanos torácicos que la operó.
Trasplante exitoso
El trasplante fue un éxito, coinciden los médicos consultados, pero tras la intervención, volvieron las complicaciones hepáticas y por efecto de los medicamentos. Tantos meses encamada pasaron factura y la recuperación fue —y es— lenta, apunta Iglesias: “Está estupenda. Haciendo actividad normal, aunque no está yendo al colegio porque es pronto. Pero juega en el parque media hora o una hora sin parar y está recuperando la fuerza, que es lo que más costará. Antes venía en sillita al hospital porque no podía caminar demasiado, pero ahora ya viene caminando ella sola”. A la pequeña todavía le queda cierta debilidad del diafragma que le provoca disnea y una parálisis en las cuerdas vocales que le dan un tono ronco a su voz. También tiene que ganar peso. Pero todo eso es cuestión de tiempo y rehabilitación, explican los médicos.
Ella es otra. Camina con paso firme por el pasillo de pediatría de Vall d’Hebron, la sonrisa de oreja a oreja y la cabeza levantada mientras agarra fuerte la mano de su neumólogo: lo peor de los últimos meses, dice, fue “la sonda para orinar”; lo mejor, que ya puede montar en bici, que es lo que más le gusta, susurra. Sus padres, en cambio, convienen al unísono que lo más duro fue “el trasplante”. Ahí se lo jugaban todo. Pero ya está, ya ha pasado, resuelve Tania Fontes, la madre: “La niña ha cambiado de la noche para el día. No tiene nada que ver con la Margarida que era antes, que estaba muy debilitada, limitada y tenía ingresos constantes. Es duro estar lejos de casa, pero es por un bien mayor”.
La falta de un hospital y equipos especializados en su isla limita la vuelta a casa de Margarida, admiten los médicos y la madre, que se deshacen en halagos mutuos. “Tenemos un poco de miedo de volver porque son muchas cosas de las que tenemos que estar pendientes. No sé si el Hospital de Horta [otra isla de las Azores, a media hora de Pico en barco] está preparado para hacer todo ese seguimiento a Margarida”, suelta Tania. La pequeña, incansable y siempre sonriente, revolotea por el parque de Vall d’Hebron sin parar. Su madre sonríe: “Antes tenía días malos, aunque siempre estaba contenta, pero se cansaba al jugar. Ahora el mundo es suyo”.