“La investigación de la Iglesia es una fachada”. La mayoría de los obispos ignora a las víctimas de los casos que debe indagar
Solo nueve diócesis de las 31 involucradas en el informe de EL PAÍS han solicitado el contacto con los afectados. Se siguen limitando a esperar que acudan a ellos: “Que se personifique en el obispado”, dice la de Santander a un denunciante
El suplicio de Pablo Jiménez Gutiérrez comenzó a los 12 años. Acusa al sacerdote Raúl Poo Urresti, de Santander, de haber abusado sexualmente de él entre 1970 y 1973. Su historia está recogida en el informe de 251 casos que El PAÍS entregó en diciembre al Vaticano y a la Conferencia Episcopal Española (CEE), pero de momento al obispado de la capital cántabra no le interesa. El dosier ha llevado a la Iglesia a abrir una investig...
El suplicio de Pablo Jiménez Gutiérrez comenzó a los 12 años. Acusa al sacerdote Raúl Poo Urresti, de Santander, de haber abusado sexualmente de él entre 1970 y 1973. Su historia está recogida en el informe de 251 casos que El PAÍS entregó en diciembre al Vaticano y a la Conferencia Episcopal Española (CEE), pero de momento al obispado de la capital cántabra no le interesa. El dosier ha llevado a la Iglesia a abrir una investigación sin precedentes en España y este periódico se ha puesto a su disposición para facilitar el contacto con las víctimas. Pero lo cierto es que la mayoría de los obispos por el momento las ignoran. La diócesis de Santander, interrogada por este diario, no ha querido ni siquiera facilitar un correo electrónico o un teléfono para que Jiménez pueda contactar con ellos. El vicario judicial, Prudencio Cabrero, simplemente responde por teléfono: “Que la víctima se personifique en el obispado y le atenderemos gustosamente”. Pablo Jiménez vive en Gran Canaria.
Muchos obispos españoles mantienen su postura de los últimos años: las víctimas que aparecen en los medios de comunicación para ellos no existen. Ha pasado más de mes y medio desde que el informe de EL PAÍS llegó al presidente de la CEE, Juan José Omella, y solo nueve de las 31 diócesis afectadas en el dosier por 61 denuncias (la mayoría afectan a órdenes religiosas) se han dirigido a este diario para pedir el contacto de las víctimas. Es un paso esencial para abrir la investigación canónica que están obligados a emprender, según las leyes eclesiásticas, ante cualquier información de un posible caso de pederastia. Es decir, están desobedeciendo al Papa. Hasta la fecha solo las diócesis de Orihuela-Alicante, Ávila, Barcelona, Bilbao, Cartagena, Madrid, Santiago de Compostela, Teruel y Zamora han escrito a EL PAÍS. El plazo para la investigación que marcan las reglas eclesiásticas es de tres meses, y ya ha pasado la mitad. Por el contrario, la mayoría de las órdenes religiosas, que aglutinan el 77% de los casos, han pedido ya la mediación del diario para hablar con los denunciantes.
El comportamiento de las diócesis está ligado a la actitud de la CEE, que se ha desentendido de la investigación, y a las palabras que el secretario general de la CEE, el obispo Luis Argüello, les hizo llegar por carta al enviarles el dosier. En la misiva, con fecha del 23 de diciembre y a la que ha tenido acceso este periódico, se deja todo al criterio de cada obispo: “Vuestra Excelencia podrá considerar los pasos que resulten oportunos dar en orden a la investigación de los casos denunciados (en varios casos es muy difícil por ser ‘desconocida’ la persona a quien se denuncia o estar ya fallecida). También habrá de valorarse si se considera oportuno solicitar al periódico El PAÍS la posibilidad de contactar con las víctimas denunciantes”. En realidad, los casos en los que no está identificado el agresor son solo 35 de los 251 casos del informe, y en la mayoría se aportan datos que posibilitan averiguar su nombre.
Junto con la carta, la CEE envió a las diócesis un informe sin firma y escrito en primera persona. Según fuentes eclesiásticas, se informó de que lo elaboraron “miembros de la CEE”. El documento, al que también ha tenido acceso este diario, es una “aproximación estadística” al informe de EL PAÍS, un análisis que extrae los principales datos y ofrece a los obispos una guía crítica. Por ejemplo, aventura que parte de las víctimas pueden ser falsas, mientras hay otras “verdaderas”: “El informe mezcla denuncias muy creíbles y rigurosas con otras sin rigor ni forma de investigar. Eso daña a las víctimas verdaderas, que aparecen entremezcladas con situaciones que hacen dudar de todo el informe”. También lamenta que sea la Iglesia quien deba moverse para comunicarse con las víctimas y escucharlas: “El PAÍS debería enviar las acusaciones a las congregaciones y a las diócesis correspondientes, señalando también el nombre y el contacto de quien acusa, para que puedan hacer una investigación preliminar y enviar el caso a Roma. En caso de prescripción, la diócesis decide si solicita levantar la prescripción y si podría ser verosímil. De no entender esto, se podría pensar que el interés no está en sanar a las víctimas sino en atacar a la Iglesia”.
“Jamás podré olvidar ni perdonar lo ocurrido”
Los 251 casos del informe de este diario tienen detrás los testimonios de 281 personas con nombres y apellidos, no hay ninguna denuncia anónima. Han escrito a EL PAÍS desde 2018. Desean que sus datos sean confidenciales, porque no confían en la Iglesia, y este diario ha remitido solo síntesis de sus relatos. Esperan ver si realmente se emprende una investigación rigurosa para aportar su testimonio. Como Pablo Jiménez, ignorado por el obispado de Santander, otros muchos aguardan una llamada de la Iglesia que no llega. La archidiócesis de Valencia, por ejemplo, aún no se ha interesado por contactar con Vicente Cortés, de 63 años, que denuncia abusos en los años sesenta. La de Calahorra y La Calzada-Logroño todavía no ha hecho nada por buscar a Mikel Sádaba, que los señala en los años noventa. Solo tras recibir una llamada de este periódico estas tres diócesis —Santander, Valencia y Calahorra y La Calzada-Logroño— han declarado que investigarán sus casos. Son solo tres ejemplos de indiferencia hacia las víctimas. Estas son sus historias.
Cuando Pablo Jiménez, que ahora tiene 63 años, vio el obituario de Raúl Poo Urresti el 15 de marzo de 2014, se puso “malísimo”. Murió con 85 años y lo describían como una “persona entrañable y querida por todos”. En ese momento, revivió el martirio de su adolescencia: “Recuerdo todo perfectamente. El dolor y el asco, las secuelas que me produjo, y el saber que todo el mundo lo veía, pero nadie hacía nada”. Sobre la investigación que la Iglesia española dice estar realizando, Jiménez asegura: “No me fío. Creo que lo que están intentando es ganar tiempo para que esto pierda actualidad. Así se han mantenido mil años y se mantendrán otros dos mil más”.
El acusado, Poo Urresti, era sacerdote en la iglesia de Santa Lucía de Santander, y también fue profesor y capellán del colegio de La Salle de esta ciudad. De hecho, se afilió a esta congregación en 1998. Pero además daba clase de latín y religión en la Filial nº 3 de Santa Lucía, dependiente del IES José María Pereda de Santander, donde estudiaba Pablo Jiménez. “A la mayoría les daba las notas en clase y a unos pocos en su ‘quiosco’, así llamaba a su confesionario en la parroquia, pero a mí me dijo que tenía que ir a su casa a recogerlas”, relata. “Ese día empezó mi calvario. Al fondo de un pasillo largo estaba su habitación. Yo estaba muy asustado y él empezó a ser agresivo. Si le decía que no, se ponía furioso y gritaba, rojo de cólera. Sentado sobre el camastro, sufrí su primera agresión sexual”, declara. Jiménez calcula que la escena se repitió una treintena de veces a lo largo de tres años. “Jamás podré olvidar ni perdonar lo ocurrido”, sentencia.
“Sus deseos sexuales fueron variando. Al principio era felación, siempre él a mí, terminó con él haciendo de mujer. Se acostaba bocarriba en la cama y me pedía que simulara una penetración”, cuenta Jiménez. Los abusos también ocurrían en clase: “Me hacía salir a leer, se ponía detrás de mí y manoseaba mi culo. Cuando teníamos exámenes, me hacía sentarme en el pupitre del pasillo, y ponía su mano entre mi ingle y mi muslo”. También lo hacía con otros alumnos, asegura Jiménez: “Todos lo veíamos, pero parecía como si tuviéramos un pacto de silencio no escrito”.
Jiménez recuerda otro episodio: “En el verano de 1972, al terminar la misa de la Virgen del Carmen, don Raúl se empeñó en que fuera yo el que llevara los bártulos. Cuando llegué, se le iluminó la cara, y le dijo a la señora que se estaba confesando que se apartara, para que me arrodillara yo. Puso la mano detrás de mi cuello y me acercó agresivamente hacia él para besarme. La señora lo vio, y dijo algo parecido a ‘¡pero si es un niño!’”. Dice que fue la única vez que alguien dijo algo.
A los 15 años, Jiménez se marchó a Madrid, pero el cura llamaba a su madre “interesándose” por él. “Ella, pobrecita, completamente ajena a lo que sucedía, insistía en que fuera a verle cuando volvía por vacaciones, y yo iba”, lamenta. Hasta que dejó de ir, con 16 años, y decidió que jamás volvería a verlo. No fue hasta los 40 años cuando por fin comentó con sus amigos y excompañeros lo que le había pasado. Descubrió que no había sido el único. Esos abusos le dejaron secuelas: “Me costó mucho iniciarme. Intenté con chicas, pero el sabor a babas y el contacto de sus manos, suaves y blandas, me recordaban a don Raúl. A los 27 años tuve mi primera relación sexual con un hombre. La considero la primera porque lo de don Raúl era violación. A día de hoy rechazo el sexo, en una forma de asexualidad que me hace sentirme por fin cómodo conmigo mismo y no obligado a nada”.
Raúl Poo Urresti, que se jubiló en 2003, se había ordenado en 1959 y pasó por varios colegios y parroquias de Santander, según información de la diócesis. En 1961, fue profesor del seminario Monte Corbán y de religión en la filial de Santa Lucía; luego fue capellán del colegio de los Sagrados Corazones; ayudante en el centro pastoral de juventud Obispo Vicente Puchol en 1968; y miembro del equipo parroquial de la parroquia del Espíritu Santo en 1975.
“Me metía su lengua hasta el paladar”
Otra historia es la de Vicente Cortés, de 63 años. Acusa a Enrique Cogollos, que era el párroco de su pueblo, Higueruelas (Valencia), en 1965. Según relata, abusó de él cuando tenía siete años, y de al menos dos niños más. “Recuerdo tres veces, en la escuela del pueblo, Matías Montero, y en la iglesia. En el baño del colegio, se arremangaba la sotana y entre las piernas de él te acogía. Me metía su lengua hasta el paladar y con la mano me cogía el pene como si estuviera haciendo una rosquilleta. En el baño al lado de la sacristía repetía la misma operación”, relata. “Nos metía en sitios oscuros. Cerraba la puerta. Eran unos cinco minutos. Al final, te subía el pantalón y los calzoncillos y te marchabas”, describe. En aquel momento, Cortés no se lo comentó a nadie. Ni siquiera lo compartió con los dos compañeros que sufrieron los abusos junto a él. “Yo veía algo extraño, pero como luego no lo hablábamos entre nosotros, pues no se lo dije a nadie”, concluye.
Cortés asegura que esos hechos no le marcaron nada, pero reconoce que se sintió “extraño” cuando vio a Cogollos, hacia 1980, en casa de su madre, que lo había invitado a comer. “Y yo comiendo con el cabronazo este. No le miré a la cara y él a mí tampoco”, asegura. “La investigación de la Iglesia es una fachada”, opina. “Todo apunta a que no quieren descubrir el pastel. A mí me parece una falta de corazón. ¿La ley básica del cristianismo no es el amor? Pues practíquenlo”. La diócesis de Valencia solo ha reaccionado tras una llamada de este diario. Asegura ahora estar “recabando datos” sobre el caso, pero cuestiona que EL PAÍS actúe de intermediario entre las víctimas y la Iglesia. A la pregunta de por qué no han querido contactar con las víctimas un portavoz responde que tienen “un portal abierto desde hace un año” para ello, y esperaban que fueran los afectados quienes los contactaran. “Díganles que estamos totalmente abiertos y que, por favor, vengan, porque lo que queremos es ayudar, recibir, acoger y reparar”.
Un sacerdote que es juez eclesiástico se muestra sorprendido de que la mayoría de los obispados no hayan solicitado el contacto con las víctimas. “Ante esta situación, en el que un medio de comunicación ha tenido el valor de recabar determinadas denuncias, no se entiende que solo nueve diócesis hayan contactado. Fundamentalmente, porque lo importante es que cada obispo, a través de los datos que tenga, investigue todo lo que pueda”, dice. Explica que los prelados deben acatar los capítulos 9, 10 y 11 del vademécum del papa Francisco, que les obligan a tomar como “noticia de un delito” de abusos desde un rumor hasta casos anónimos o de medios de comunicación.
“Insisto, estas diócesis que no quieren investigar están incumpliendo normativas canónicas. El canon 1717 establece que ‘siempre que el Ordinario tenga noticia, al menos verosímil, de un delito, debe investigar con cautela, personalmente o por medio de una persona idónea, sobre los hechos y sus circunstancias así como sobre la imputabilidad, a no ser que esta investigación parezca del todo superflua’”, señala el juez. Y concluye: “La obligación es de atender a la víctima, sea vía EL PAÍS o vía otro periódico, da igual. Están actuando contra el magisterio. Lo lógico, canónicamente, que tenían que haber hecho todas las diócesis es haber pedido ya el contacto y que el periódico pueda ser el intermediario”.
En La Rioja, Mikel Sádaba acusa a Victoriano Labiano, fallecido en 2011, sacerdote en El Rasillo de Cameros durante más de dos décadas y muy conocido en la zona como Vitori. Este diario ha recibido dos denuncias contra él, que deberían ser investigadas por la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño. Sádaba tenía entre 16 y 17 años, en 1994, cuando describe cómo Labiano lo tocó sexualmente: “Estábamos acampando en la montaña. Empezó a llover y mi amigo conocía al cura Victoriano Labiano, que nos invitó a su casa para pasar la noche lejos de la lluvia. Allí puso la chimenea y nos sentamos en el sofá con él en medio. De repente me puso la mano en los genitales y empezó a masajear. Yo le dije que no y paró. Pidió mil disculpas y hasta ahí llegó todo”, recuerda.
Según Sádaba, en el pueblo corrían rumores sobre este sacerdote, pero en El Rasillo hay un museo etnográfico inaugurado en 2010 que lleva su nombre. Ya en un foro en 2007 se acusa a Labiano de abusar de menores entre los años setenta y ochenta. Tras recibir tres llamadas de este diario, el obispado de Calahorra y La Calzada-Logroño explica que los casos que implican a su diócesis se derivan a la de Pamplona y Tudela. Asegura que está investigando, pero su labor ha consistido hasta el momento en “esperar” a que las víctimas se presentaran en el obispado. Sin embargo, la diócesis admite que sobre este religioso había “rumores”. Para Sádaba es importante que su caso se investigue: “Me da miedo de que si me lo hizo a mí se lo podría haber hecho a más personas, especialmente a chicos más pequeños”.
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