Catalanes en Madrid
Antonio Franco fue inteligente, amable y ciertamente un periodista excepcional, experimentado y riguroso, y capaz de interpretar el oficio con alegría y gozo y grandes esfuerzos de experimentación
1982 fue un año excepcional. Por primera vez en la historia de España había un Gobierno socialista químicamente puro (en la II República el PSOE había gobernado en coalición). Ese mismo año, Gabriel García Márquez obtuvo el Premio Nobel de Literatura, y los Rolling Stones tocaron en el estadio del Manzanares.
Felipe González incorporó a su Consejo de Ministros a dos catalanes muy representativos: Narcís Serra, en Defensa (llegaría a ser vicepresidente), y Ernest Lluch en Sanidad (luego sería vilmente asesinado por ETA). Acompañándolos, llegó a Madrid una miríada de cuadros catalanes que...
1982 fue un año excepcional. Por primera vez en la historia de España había un Gobierno socialista químicamente puro (en la II República el PSOE había gobernado en coalición). Ese mismo año, Gabriel García Márquez obtuvo el Premio Nobel de Literatura, y los Rolling Stones tocaron en el estadio del Manzanares.
Felipe González incorporó a su Consejo de Ministros a dos catalanes muy representativos: Narcís Serra, en Defensa (llegaría a ser vicepresidente), y Ernest Lluch en Sanidad (luego sería vilmente asesinado por ETA). Acompañándolos, llegó a Madrid una miríada de cuadros catalanes que se incrustaron con éxito en la Administración central del Estado y en organismos como los bancos y empresas públicas que entonces existían o en el Instituto Nacional de Industria. Fue un tiempo magnífico de convivencia. Carlos Barral escribió entonces en EL PAÍS un artículo en el que sostenía que, en apenas una generación, se había pasado del recelo al cariño entre los catalanes y el resto de los españoles que vivían y trabajaban en Madrid.
Aprovechando ese ambiente y mirando al futuro, ese mismo año de 1982 EL PAÍS sacó en Barcelona su edición catalana. Fue una apuesta profesional premonitoria de los tiempos que vendrían, definida por el principio de mejorar la convivencia. Al frente de esa edición puso a Antonio Franco, que no tardó en practicar un puente aéreo continuo entre Barcelona y Madrid. Como ocurrió en el Gabinete González, Franco llegó rodeado de un extraordinario grupo de periodistas catalanes que pronto se convirtieron en una cantera de cuadros para todo el periódico, en Madrid, en Barcelona o en las corresponsalías internacionales.
“Hay un periodista catalán que dicen que es un fenómeno. Van a intentar traerlo como director adjunto para que lance la edición de EL PAÍS en Cataluña”. Esto es lo que se comentaba por las mesas de la redacción de Madrid. Era Antonio Franco, tenía 35 años (todos éramos jóvenes en aquel año mágico; el otro director adjunto, Augusto Delkáder tenía 32) y era grande. Grande, porque era alto y fuerte, y grande porque fue inteligente, amable y ciertamente un periodista excepcional, experimentado y riguroso, y al mismo tiempo capaz de interpretar el oficio con alegría y gozo y grandes esfuerzos de experimentación.
Gracias a Antonio Franco “los de Madrid” aprendieron muchas cosas de Cataluña (que hoy siguen sirviendo), de su política y su cultura, pero también del resto de España, de economía, de historia, de política internacional y del Barça (en lo que no hacía concesión) y, sobre todo, de periodismo. Los redactores de Madrid usaron, incluso, algunas palabras en catalán, de tanto escucharle hablar en una lengua y en otra, cambiando casi sin respirar. Antonio parecía “muy catalán” pero ante todo y siempre fue un periodista militante de la democracia y del centroizquierda, que quería “un país para todos” (título del primer editorial en el que colaboró) y que no creía que la información hubiera de estar al servicio de alguna patria o poder.
A Antonio se le ha querido siempre mucho en la redacción de Madrid de EL PAÍS, incluso cuando abandonó el periódico en busca de otras aventuras profesionales. Porque era un hombre bueno, cariñoso y generoso, pero también porque era un jefe que parecía haber nacido para ejercer esa responsabilidad, con su manera pausada y cordial de decir las cosas y de negociar los conflictos, inevitables entre las redacciones. Se reía como un niño, risueño y plácido pero era, al mismo tiempo, duro, preciso y serio si la ocasión lo requería o pensaba que no se estaba aprovechando suficientemente el trabajo de la redacción catalana. En los últimos tiempos trataba de engañar a sus amigos sobre su estado de salud, la mayor parte de las veces sin conseguirlo. Aunque sea difícil de escoger, nosotros pensamos que esa convivencia cotidiana periodística Madrid-Barcelona, que han continuado sus herederos profesionales, será su principal activo periodístico. Por ello, su pérdida, más allá del dolor personal que nos hiere, nos inquieta en los tiempos que vivimos.