El lector que cazaba luces de neón en EL PAÍS
Fausto Rojo era el paradigma de esos lectores que desean que su periódico, que leía desde el primer número, cumpla con la calidad que promete
Fausto Rojo López no enviaba desde noviembre mensajes al Defensor del Lector con denuncias de faltas gramaticales o errores que a él le dolía tanto ver en su periódico. Aquello no era normal. Le echaba de menos, porque Rojo llevaba años enviando continuos avisos sobre esas “patadas al idioma”, como él las denominaba. Su ausencia invernal fue un mal presagio que confirmó el lunes Lara Rojo, quien me comunicó que su padre había fallecido en Barcelona una semana antes, el día 11. Convertido de facto en corrector-editor de EL...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Fausto Rojo López no enviaba desde noviembre mensajes al Defensor del Lector con denuncias de faltas gramaticales o errores que a él le dolía tanto ver en su periódico. Aquello no era normal. Le echaba de menos, porque Rojo llevaba años enviando continuos avisos sobre esas “patadas al idioma”, como él las denominaba. Su ausencia invernal fue un mal presagio que confirmó el lunes Lara Rojo, quien me comunicó que su padre había fallecido en Barcelona una semana antes, el día 11. Convertido de facto en corrector-editor de EL PAÍS, Fausto envió un total de 558 alertas con esas “patadas”. Era tan estricto y meticuloso que hasta las enumeraba.
Este cartógrafo jubilado nació hace 74 años en Granada, pero luego vivió en Almería, estudió en Madrid y se estableció en 1967 en la capital catalana, donde se casó y desarrolló su actividad profesional al frente del departamento de cartografía del Área Metropolitana de Barcelona.
“He hecho lo que me gustaba en la vida; he tenido mucha suerte”, me contó en mayo de 2019. Acababa entonces de superar los 400 avisos de otras tantas “patadas” y le dediqué por eso una columna del Defensor del Lector.
Para entonces, mi antecesora en esta función, Lola Galán, ya le había citado elogiosamente en dos de sus textos. Se lo merecía, porque Fausto Rojo se había convertido en el paradigma de esos lectores que desean que su periódico, que leía desde el primer número, cumpla con la calidad que promete. “Me gusta creer que aporto un microscópico grano de arena a la mejora de mi periódico favorito y presumo con mis nietas (Emma y Nuria)”, me dijo.
Decía que había desarrollado “una especie de sexto sentido” para detectar esas faltas. “No las busco; se me aparecen como luces de neón. Me hieren”. Admirador de Ingmar Bergman, Bernardo Bertolucci, Julio Cortázar o Julio Verne —como se recordó en la despedida familiar del pasado día 12—, tenía un fino detector de imprecisiones y un gran sentido del humor.
Demostró ambas cualidades en esa última “patada 558” que me envió el 8 de noviembre: “Hoy, página 52, casi al final del artículo nos tropezamos con esta frase: ‘Zalacaín ha cerrado sus puertas después de 47 años de singladura…’ Considerando que la singladura es lo navegado en 24 horas, la frase resulta un pelín desconcertante. Son las consecuencias de usar palabras cuyo significado desconocemos”.
Fausto Rojo ha sido uno de esos lectores exigentes, de los que nos espolean para no bajar la guardia. De esos a los que les debemos un doble agradecimiento: el de leernos y el de intentar mejorarnos. Él pedía con razón máximo respeto al buen uso del idioma, la principal herramienta del periodista. “Con un idioma tan bonito que tenemos…, tan rico…, con tantos matices…”
Nos ha dejado marcadas 558 luces de neón. Lo echamos de menos.
Carlos Yárnoz es Defensor del Lector de EL PAÍS.