Soledad de los viejos de fondo

Duelen mucho los muertos y más que nada duelen las atrocidades a que se han visto sometidos los ancianos en parte de las residencias

Maruja Torres, en una ilustración de Luis Grañena.EL PAÍS

Salí de la exposición de Rembrandt, en el Thyssen, y, tras un paseo por el Ídem del Prado (los magnolios han crecido tanto que parecen cubanos), di con el pebetero municipal en homenaje a las víctimas de la covid-19. Ira es poco. La llama (estúpida forma paramilitar de recordar a los muertos: el monumento debería representar el vacío, la ausencia) era alimentada, en aquel momento, por una campechana bombona de butano; pero un obrero se afanaba en facilitar la llegada de gas natural al asunto. Ahí se quedará, inane, entre el bramido del tráfico (que volverá a ser infernal), en la intersección d...

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Salí de la exposición de Rembrandt, en el Thyssen, y, tras un paseo por el Ídem del Prado (los magnolios han crecido tanto que parecen cubanos), di con el pebetero municipal en homenaje a las víctimas de la covid-19. Ira es poco. La llama (estúpida forma paramilitar de recordar a los muertos: el monumento debería representar el vacío, la ausencia) era alimentada, en aquel momento, por una campechana bombona de butano; pero un obrero se afanaba en facilitar la llegada de gas natural al asunto. Ahí se quedará, inane, entre el bramido del tráfico (que volverá a ser infernal), en la intersección de Cibeles con Alcalá.

Duelen mucho los muertos y más que nada duelen las atrocidades a que se han visto sometidos los ancianos en parte de las residencias. A su carnicería se añade, me cuentan, un daño colateral del que apenas se habla: el desamparo psicológico en que se encuentran los supervivientes. A tanto estrés se han visto sometidos, a tanto aislamiento, que ahora muchos “bajan los brazos y se dejan morir”, me dice un amigo médico que vive de cerca el problema. Se rinden. Dejan de comer. Meses sin ver a los suyos. Sin entender. Y para preservarles la salud se los condena a la soledad. El retiro impuesto se parece a un secuestro por decreto. El personal de las residencias ha trabajado y sigue haciéndolo más allá del límite, les han salvado la vida (trabajando contra todo tipo de elementos), pero el objeto de sus desvelos, en muchas ocasiones, se da por vencido. Los viejos se sienten inútiles y no comprenden lo que ocurre.

Si tengo angustia yo, que soy una vieja atípica, independiente, en una vivienda en la que me siento bien atendida por los amigos, ¿qué no sufrirán esas personas que han experimentado, prácticamente inmovilizadas, los vaivenes de este huracán? Faltan políticas racionales (cualquiera que sea el organismo pertinente) que no estén motivadas por el pánico que ahora sienten nuestros representantes públicos ante el temor a una nueva oleada de la pandemia, que se lleve por delante a los que quedan. Nuevas políticas, que sean políticas trazadas con y por humanidad. Y crear espacios en donde los viejos puedan trabajar su propio miedo y aprender poco a poco a adaptarse a lo que vendrá, sabiendo que aún los necesitamos. Que no tengan que soportar la media hora que se les deja compartir con sus familiares como una nueva dentellada a sus rutinas. Que puedan, entre ellos, intercambiar aunque sea miradas, aunque sea gestos de ánimo. Si eso no se organiza, se olvidarán de vivir, en sus habitaciones, sin más contacto humano que el profesional imprescindible (geriatras aterrados por la situación, me cuentan). A salvo del coronavirus, pero a solas con su abismo.

Por un viejo con covid-19 fallecido por falta de cuidados se pueden pedir responsabilidades penales; por uno muerto de soledad, no. Sacad las conclusiones.

Así que ni pebetero ni hostias.

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