La nueva normalidad
Residentes de distintos lugares de América enviaron sus testimonios a EL PAÍS para contar cómo han cambiado sus vidas cotidianas con la cuarentena
Para la ciencia que estudia nuestro comportamiento, el peligro real frente al virus no es que entremos en pánico, sino que entremos en confianza: que después de pasar un tiempo encerrados pensemos que no nos va a pasar nada, subestimemos el riesgo y volvamos a salir. Es un patrón de conducta. Si uno deja que las personas decidan por sí mismas cómo actuar ante una amenaza, le dijo el presidente de la European Association for Decision Making a The New York Times, se obtienen dos tenden...
Para la ciencia que estudia nuestro comportamiento, el peligro real frente al virus no es que entremos en pánico, sino que entremos en confianza: que después de pasar un tiempo encerrados pensemos que no nos va a pasar nada, subestimemos el riesgo y volvamos a salir. Es un patrón de conducta. Si uno deja que las personas decidan por sí mismas cómo actuar ante una amenaza, le dijo el presidente de la European Association for Decision Making a The New York Times, se obtienen dos tendencias opuestas: una minoría que exagera y reacciona de manera histérica (como los acumuladores de papel higiénico) y una mayoría que, a medida que pasa el tiempo, se siente más segura y toma cada vez más riesgos.
En América Latina todavía no ha pasado demasiado tiempo: los que tenemos un techo y una cama, una ventana, un plato de comida cada día, vivimos el aislamiento entre estas dos tendencias, en una especie de esquizofrenia permanente. Angustiados por las noticias y la incertidumbre, nos repetimos que esto no es normal, que es una situación excepcional, que hay que resistir hasta que termine. Pero la única forma de operar con algo de cordura sobre este presente —de no convertirnos en reos en pijamas, de no entregarnos por completo al alcohol, de mantener algún tipo de actividad productiva— es aceptar que, por un tiempo, esta es la realidad. Que la cuarentena es la nueva normalidad.
Estos días, encerradas en sus casas y en sus pensamientos, miles de personas sufren de insomnio y sueños terribles, pero otras miles han descubierto consuelo en aprender a amasar su propio pan: en Latinoamérica, la búsqueda de los términos “receta pan” se ha disparado en los últimos 30 días. Los vídeos de gente haciendo música en los balcones han tomado las redes sociales país tras país, la anárquica banda de sonido que anuncia la llegada del virus, pero otros se han vuelto a mirar a la tierra y encuentran sosiego en cultivar su propio jardín. Parecen atisbos de una necesidad compartida de conectar con algo más elemental, algo que nos saque de nuestro ensimismamiento. Los ataques de pánico y de ansiedad se multiplican con el encierro, pero también se multiplica cierta sed por narrar y escuchar historias, algo que siempre ha servido a los seres humanos para encontrar sentido en épocas de confusión y desamparo.
Las noticias nos cuentan primero lo más excepcional de un mundo donde todo ha cambiado de golpe, al igual que en tiempos de guerra: las novedades en el frente. Pero la explosión del virus también ha transformado las realidades más cotidianas, ha fundado nuevas rutinas, insólitas y normales al mismo tiempo. Habitamos un tiempo extraño, donde los conteos de muertes en directo marcan el ritmo de nuestros miedos, y en medio de todo hay momentos de alegría trivial y chistes malos, hay rincones al sol y personas armando rompecabezas, hay reuniones en camisa y calzoncillos, gente que escucha los pájaros por primera vez y planes para el futuro.