Ricardo Díez Hochleitner, un español universal
El economista y diplomático, nacido en Bilbao en 1928, abogó por la sostenibilidad y el medio ambiente. Fue presidente del Club de Roma y formó parte del consejo de administración de EL PAÍS
Hace diez años, Ricardo Díez Hochleitner recibió un galardón –uno más en una trayectoria cuajada de reconocimientos–, que expresaba cabalmente un rasgo importante de su figura, español universal, otorgado por la Fundación Independiente, tras recibirlo personalidades como Camilo José Cela, Plácido Domingo o Federico Mayor Zaragoza, entre otros. El recorrido vita...
Hace diez años, Ricardo Díez Hochleitner recibió un galardón –uno más en una trayectoria cuajada de reconocimientos–, que expresaba cabalmente un rasgo importante de su figura, español universal, otorgado por la Fundación Independiente, tras recibirlo personalidades como Camilo José Cela, Plácido Domingo o Federico Mayor Zaragoza, entre otros. El recorrido vital y profesional de Ricardo ha sido, en efecto, tan abierto a tantos empeños y horizontes, los ha cubierto con tanto compromiso y buen desempeño, que justificaba el lema de ese homenaje.
Tal vez sus estudios de posgrado en Alemania en Ingeniería Química le hicieron valorar el papel de la industria y la tecnología en la educación, y desde luego el paso decisivo para su interés y vocación por ésta fue a través de las enseñanzas técnicas, tanto en el Ministerio de Educación de Ruiz Giménez, en España, como inspector general de Formación Profesional, como en Colombia, donde encontró un escenario receptivo. Allí trabajó en el desarrollo de la Facultad de Ingeniería Química en la Universidad Nacional y en el Plan de Formación Profesional del Ministerio de Educación, del que fue coordinador general. Después, Washington y París; es decir, el Banco Mundial, donde sería el primer director de su Departamento de Educación, y la UNESCO, donde fue hasta su regreso a España en 1968 director del departamento de Planificación y Financiación de la Educación. En ambos destinos los viajes fueron constantes, por los proyectos que estas entidades desarrollaban en muchos lugares de un mundo necesitado de desarrollar sistemas educativos de amplio alcance.
Más allá del desempeño profesional, Ricardo ya debió dar pruebas de su compromiso y entrega a esta causa, respetando valores e instituciones bien diversos, pues le otorgaron la nacionalidad colombiana y los títulos de ciudadano honorífico en Tanzania y Afganistán.
Pero habría de ser en España, en el Ministerio de Villar Palasí, al que se incorporó como Secretario General Técnico en 1968, donde su aportación sería especialmente relevante. Impulsando, primero, la elaboración de un Libro Blanco sobre la situación, necesidades y propuestas para la educación española. Y dotando después de ambición y actualidad a los contenidos de la Ley General de Educación que las Cortes, en el último tramo del franquismo, aprobaron en julio de 1970. Tal vez no sea exagerado decir de ella que significó la transición de la educación en España, años antes de la transición política e histórica.
Lo fue porque extendió la educación a más estudiantes y durante más cursos, sentando las bases y el objetivo de la plena escolarización, que no se lograría en puridad, sin embargo, hasta veinte años después. Estableció una Educación Básica de ocho años, igual para todos, así como un Bachillerato unificado y polivalente, es decir, común para todos los estudiantes que lo cursaran, junto a una Formación Profesional en paralelo, a la que trató de dotar de actualidad e importancia. Introdujo una visión sistémica -de la que era muy defensor- para abordar el conjunto de variables que mueven el sistema educativo. Y, sobre todo, elevó el papel del profesorado, factor principal desde su retribución a los incentivos para actualizar su formación. Otorgó un papel estratégico a la Universidad, como culminación del sistema y motor, a la vez, en la formación de sus actores. La creación en cada universidad de un Instituto de Ciencias de la Educación para este fin y un Centro Nacional coordinador de los mismos, fueron iniciativas tan renovadoras como lamentablemente perdidas. Felizmente no sucedió así con las universidades autónomas, que impulsó, ya como subsecretario, en Madrid, Barcelona y el País Vasco. Bastantes años después recibió un justo doctorado honoris causa por la de Madrid.
No es de extrañar, por todo ello, que Federico Mayor Zaragoza, ministro de Educación tiempo después, dijera que el periodo 68/72 había sido "de los más fructíferos de un ministerio que ha habido en nuestro país”.
Tiempo después, y ya desde la iniciativa privada –como vicepresidente de Timón, titular entonces de la Editorial Santillana, y accionista de referencia de EL PAÍS, de cuyos consejos de administración formó parte– continuó impulsando el desarrollo y las mejoras de la educación, especialmente en el mundo iberoamericano. La Fundación Santillana, creada por Jesús Polanco y Pancho Pérez González en 1979, de la que fue vicepresidente, fue el cauce de numerosas iniciativas en el área, sumándose y siendo presidente de la Confederación Iberoamericana de Fundaciones, para promoverlas con los organismos de cooperación públicos y la sociedad civil; o las Semanas Monográficas de la Educación, que convocó durante muchos años en Madrid, y por las que pasaron buena parte de las figuras y líderes educativos de los últimos veinte años del siglo XX.
También en paralelo, trabajó para otra gran causa de ese fin de siglo: la sostenibilidad, la del medio ambiente y su relación con la economía y la sociedad. Desde la publicación de Los límites del crecimiento el interés había crecido hasta movilizar a expertos, intelectuales e instituciones. Se adhirió al Club de Roma, del que llegó a ser presidente, y desde él se aportaron un buen número de informes que muestran no solo el compromiso de sus promotores con una causa todavía plena de actualidad, sino que todavía mantienen una buena dosis de vigencia.