Encerrarse con una adicción
La cuarentena pone a prueba los procesos de desintoxicación. Drogadictos que han vuelto a casa y sus familias relatan su experiencia
José María se ha encerrado, literalmente, en su casa de Montilla (Córdoba). Ha dado varias vueltas a la llave por dentro y la ha escondido. Es una de las recomendaciones que les dieron en la terapia para familias de toxicómanos. Su hijo, que se llama como él y tiene 47 años, lleva más de dos décadas enganchado a las drogas: primero a la cocaína y después a la heroína. Desde el pasado 2 de enero estaba interno en un centro de Proyecto Hombre, pero la crisis del coronavirus ha obligado a la asociación a reorganizarse: los internos con red familiar han vuelto con sus padres y las terapias de grup...
José María se ha encerrado, literalmente, en su casa de Montilla (Córdoba). Ha dado varias vueltas a la llave por dentro y la ha escondido. Es una de las recomendaciones que les dieron en la terapia para familias de toxicómanos. Su hijo, que se llama como él y tiene 47 años, lleva más de dos décadas enganchado a las drogas: primero a la cocaína y después a la heroína. Desde el pasado 2 de enero estaba interno en un centro de Proyecto Hombre, pero la crisis del coronavirus ha obligado a la asociación a reorganizarse: los internos con red familiar han vuelto con sus padres y las terapias de grupo se hacen ahora por videollamada. Los que no tienen un sitio al que volver o a quién acudir y los que necesitan mayor vigilancia permanecen en los centros. Varios terapeutas han ido a encerrarse con ellos para evitar recaídas.
“La cuarentena es una situación estresante para cualquiera. Para los adictos, la forma de actuar ante el estrés puede ser el consumo. Hay un mayor riesgo de recaídas. Pero también mayor control, menos oportunidades y manejar ese estrés es lo que más trabajamos”, explica Alfonso Arana, presidente de Proyecto Hombre, que atiende a más de 18.000 personas con problemas de adicción en 27 centros repartidos por todo el país. “La mayoría", añade, "ha vuelto estos días con sus familias, que nos llaman para pedirnos pautas porque se generan conflictos. No es fácil”.
Es muy difícil. José María ha regresado a una casa de la que sus padres le echaron varias veces a lo largo de los años porque se negaba a desintoxicarse, con todos los problemas que eso conllevaba: deudas, discusiones en el matrimonio… “Lo entiendo. Era una situación insostenible”, dice él, consciente de que probablemente hubiese hecho lo mismo. “Ahora aquí estoy un poco descolocado. Es una situación muy rara. La primera semana lo pasé peor. Pero me voy acostumbrando. Y por primera vez en mi vida no tengo miedo a recaer, aunque lo he hecho cuatro veces antes. En Proyecto Hombre no es como en otros sitios donde antes de ingresar te das un homenaje en la última gasolinera. Allí tienes que entrar limpio y convencido”.
Antes de volver a casa, José María estuvo un tiempo recibiendo metadona, pero la ha dejado ya también. La prioridad de los servicios de atención a drogodependientes estos días es que sigan recibiéndola. Una unidad móvil acude cada día al pabellón de Ifema, en Madrid, para suministrársela a los sin techo que ahora duermen allí y la necesitan, y se desplaza a otras zonas donde suelen estar quienes no tienen casa en la que encerrarse.
“La metadona es un tratamiento que llamamos de reducción del daño. Quedarse sin ella sería catastrófico”, explica María García Inés, coordinadora de uno de los diez centros de Atención a Adicciones de la capital –dos administrados por Cruz Roja, uno por Cáritas y siete por el Ayuntamiento–. “Ahora mismo atendemos a 314 personas en nuestro centro, y el 40% está en tratamiento por metadona. En total, en Madrid, en 2019, la red de centros del Ayuntamiento atendió a 8.903 adictos”. Los servicios mínimos son estos días el suministro de la sustancia y la asistencia telefónica (psicológica y social) a todos los usuarios. Pero no solo. “Hemos detectado que muchos que hasta ahora podían ganarse la vida trabajando, han dejado de hacerlo y tenemos que ayudarles a comprar comida”, explica García. En Madrid, epicentro de la epidemia en España, hay una media de 50 citas presenciales al día y se atienden unas 250 llamadas, según el Ayuntamiento.
Riegos ante el coronavirus
Adrián tiene 22 años y desde hace diez meses vive en el centro de Proyecto Hombre de Salamanca, donde permanecen ingresados 30 internos. “Vine por mi adicción a la cocaína, que empecé a consumir a los 16. Esto es una situación de riesgo, te preocupa que le pase algo a tu familia, a la que ahora no podemos ver, pero el personal del centro está muy atento si uno tiene un día más flojo. Lo han dejado todo para venirse a vivir aquí con nosotros. Me siento muy protegido. Y creo que a la gente de fuera le puede afectar más el encierro porque nosotros ya estamos acostumbrados a no salir”, explica.
Jesús, de 51 años, llegó a estar nueve años sin probar el alcohol y 16 sin jugar. “Pero tuve una recaída gorda, me arruiné, perdí a mí mujer y decidí ingresar aquí”, explica. “Estaba ya en la tercera fase del tratamiento, cuando empiezas a hacer actividades en el exterior. El ocio es lo más delicado, lo que implica más riesgo de recaer. Yo quería apuntarme a un club de lectura, pero todo se ha parado. El encierro es duro porque no podemos recibir visitas, pero ahora nos dejan llamar más por teléfono y los terapeutas están muy pendientes”.
“La actitud es buena. Saben que ante el coronavirus tienen que cuidarse más que nadie porque suelen estar delicados de salud”, explica satisfecho Manuel Muiños, director del centro de Proyecto Hombre de Salamanca y uno de los tres empleados que ha dejado su casa para encerrarse con los internos.
Los adictos y sus familias entrenan a un deporte conocido, la resistencia, y añaden planes para cuando pase la epidemia. “Tengo ganas de ver a mis padres y compensarles por todo. Terminar mi tratamiento y ponerme a estudiar. Me encantaría hacer enfermería”, dice Andrés. José María aspira a extender esa extraña normalidad que la cuarentena ha llevado a su casa, donde ahora juega partidas de cartas con el hijo del que perdió la pista durante años. Él quiere que esta sea la definitiva, para poder volver a ver a su pequeño de siete años. Un ejército de profesionales y voluntarios sigue asistiéndoles personal y telefónicamente para que nada se tuerza.
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