En la virosfera

Las primeras enseñanzas de la Covid-19 me muestran cómo transitar la ermita moderna: incluso en el aislamiento formo un sistema con la casa y los demás

Una chica lee un libro en el balcón de su casa, durante el confinamiento en Barcelona.©Consuelo Bautista

El día que llegamos a Barcelona se detectó el primer caso de Covid-19 en Cataluña. Nuestro avión venía lleno de familias argentinas en plan exilio: éramos una invasión discreta a punto de encontrar otra. Cuando vimos la desesperación en Italia y cómo el virus comenzaba a escalar en Madrid, tomamos la decisión de aislarnos completamente.

Alquilamos un auto, lo llenamos de comida y partimos al sur de los Pirineos catalanes, en Cassà de la Selva, a 30 minutos del mar. Imaginábamos que pronto los placeres más simples de caminar por la calle y mirar los árboles serían lujos prohibidos. Dejam...

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El día que llegamos a Barcelona se detectó el primer caso de Covid-19 en Cataluña. Nuestro avión venía lleno de familias argentinas en plan exilio: éramos una invasión discreta a punto de encontrar otra. Cuando vimos la desesperación en Italia y cómo el virus comenzaba a escalar en Madrid, tomamos la decisión de aislarnos completamente.

Alquilamos un auto, lo llenamos de comida y partimos al sur de los Pirineos catalanes, en Cassà de la Selva, a 30 minutos del mar. Imaginábamos que pronto los placeres más simples de caminar por la calle y mirar los árboles serían lujos prohibidos. Dejamos Barcelona el sábado 14 de marzo: en la autopista los carteles decían “quedat a casa” pero todavía la policía no cortaba los accesos, el estado de excepción no era total.

En la sierra catalana llueve hace días. Hace frío, nos calentamos a leña. Tenemos paneles solares, pero sin sol, la energía es escasa. Si prendo el secador de pelo, nos quedamos sin luz. Y sin agua. Las primeras enseñanzas de la Covid-19 me muestran cómo transitar la ermita moderna: incluso en el aislamiento formo un sistema con la casa y los demás. Los Estados nacionales, en cambio, apenas saben cooperar entre sí, no entienden que todos viven en la misma casa.

Nuestros vecinos más cercanos son dos holandeses, padre e hijo, que viven a dos kilómetros. Los Kok recuperaron esta casa en ruinas, que perteneció a la misma familia entre 1065 y 1935. A veces nos traen huevos y quinotos de su huerta. Alrededor hay olivos de mil años, plantados por los dueños medievales de la casa. Han atravesado mil pestes.

La ciudad pertenece al virus ahora. Los virus andan libres, invisibles a la policía, mientras los humanos se esconden en sus madrigueras. Todo ha mutado en virosfera, todo menos tu casa. Cada virus es una amenaza a la especie entera, porque puede mutar. Puede captar esa diferencia que nos vuelve a los humanos especiales, y volvernos a todos iguales, portadores del hambre de un ser que busca nuevos organismos donde montar su casita insaciable. Podría pensar que esta experiencia me acerca a la naturaleza, pero soy una medieval del siglo XXI. Esta epidemia es un entrenamiento: solo nos queda hacer como el virus.

Reproducirnos: desplegar nuestra subjetividad contra todo lo que se reproduce demente, sin mente, como la máquina o el virus. Extender el dominio de lo humano contra la virosfera. Los pensamientos sí pueden salir, explayarse, infectar la virosfera de humanidad. La diseminación urgente de cultura ha sido nuestra primera respuesta colectiva: lo vemos en los cantos en los balcones, los grupos de lectura vía Zoom, las editoriales que abren sus compuertas digitales. Infectarnos de cultura, y quizás en estas condiciones adversas la cultura misma mute y se haga más resistente, como el virus, para volver a ser un ejercicio comunal de belleza y felicidad. Quiero dar un taller online de escritura y apocalipsis, pero tendrá que ser cuando no llueva, así me funciona Internet. Los que amamos escribir y leer nos preparamos toda la vida para esto.

Pola Oloixarac es periodista y escritora argentina. Su última novela es Mona.

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