Opinión

The L word: por qué sigue costando tanto decir lesbiana

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Antes de que se me acuse de caer en la sucia estrategia del clickbait, ese señuelo que caza nuestra atención con una promesa que luego no cumple tan propio del periodismo digital, aclaro desde el principio que lo que viene a continuación poco o nada tiene que ver con la famosa serie estadounidense. Con permiso de sus fans, tomo prestado su pertinente título, que juega con la costumbre anglosajona de censurar las palabras malsonantes limitándolas a su inicial, de la misma manera que en el patio del colegio llamábamos al prójimo «gilipó y lo que sigue». Este título usurpado me servirá para hablar de un tema que, por lo que sea, no parece pasar de moda, aunque, paradójicamente, no esté en boca de nadie. La palabra que empieza por L no es una palabrota y, sin embargo, cuánto nos cuesta decirla y, por lo tanto, escucharla.

En las últimas semanas, tres artistas patrias han salido del armario, y qué alegría, ojo, pero yo vengo aquí a dar un dato: ninguna de ellas ha usado la palabra que nos ocupa. En las emocionantísimas y muy necesarias odas al amor, a la familia, al orgullo, a la libertad y a las personas, no encontraremos ni rastro de la palabra les y lo que sigue. Ni falta que hace, habrá quien piense. No quiero decirle yo a nadie cómo tiene que definirse, faltaría más, pero me llama la atención que de todas las palabras con las que podría definirse una persona, las famosas de mi condición sean tan dadas a preferir la elipsis.

Hay eufemismos que ya se han quedado anticuados, como el «entender», de finales del siglo pasado o, uno de mis favoritos, por lo sutil y lo inevitable: el «ser así» de principios de este. Lo que sigue estando vigente es evitar la palabra lesbiana, al menos fuera del ambiente, por usar otra palabra demodé.

La palabra lesbiana sirve para lo mismo que el resto de los sustantivos: para nombrar lo que existe, lo que percibimos como parte de nuestro mundo. Cuando ponemos nombre a lo que somos, sentimos que pertenecemos a un grupo y, por lo tanto, nos sentimos menos solas.

En 1993, nace en Madrid el colectivo LSD, que toma la palabra que empieza por ele y la convierte en la primera inicial de una sigla que puede leerse de muchas maneras posibles, en las que solo esa primera letra representa siempre a la misma palabra: Lesbianas Saliendo Domingos, Lesbianas Sin Duda, Lesbianas Se Difunden, Lesbianas Saben Divertirse, Lesbianas Sediciosas Deliciosas, Lesbianas Sospechosas de Delirio, Lesbianas Sin Dinero, Lesbianas Sin Dios, Lesbianas Son Divinas. La palabra que empieza por ele se convierte así en una palabra divertida que invita al juego y al jolgorio y que da muchas ganas de decir bien alto. Y qué descanso, porque no tenía ninguna intención de seguir escribiendo este artículo en tono de acertijo.

Lesbianas somos, lesbianas seremos y en el armario no nos quedaremos

Una de las frases bienintencionadas que puede recibir una lesbiana en una de las innumerables ocasiones en que la presunción de heterosexualidad le hace salir del armario es «pues no lo pareces». Y yo me pregunto y me lo pregunto en serio: ¿qué es parecer lesbiana? Cuantas más lesbianas digan en público que lo son, más diversa y realista será la idea que tenga la gente de lo que somos y más absurda resultará esa pregunta.

Muchas mujeres anónimas y conocidas han roto esa barrera del silencio y la metáfora y han empedrado el camino de baldosas amarillas que nos hace la vida más fácil a las demás. Solo en el mundo del libro, el que me da sustento, encontramos a muchas lesbianas orgullosas: las libreras Mili Hernández, de Berkana, y Ana Murillo, de Mary Read, que han construido lugares de encuentro que son un refugio para mucha gente diversa; las editoras Sandra Cendal, de Continta me tienes, y Sol Salama, de Tránsito Editorial; escritoras como Gloria Fortún, Eva Gallud, Pilar Bellver o Lidia García, que lo mismo te hace un podcast que te escribe un libro que se arranca a cantar una copla mientras te habla de folclóricas de ayer y de hoy. En la farándula también hay artistas reconocidas como María Pelae, que no se anda con rodeos ni en sus letras ni en la vida.

En estas fechas en las que millones de niñas en todo el mundo supuestamente se están haciendo lesbianas por obra y gracia de una película de Disney titulada Lightyear, he quedado para ver La amiga de mi amiga, una comedia de enredo dirigida por Zaida Carmona que celebra la lesbianía, la lesbiandad, la condición y el disfrute del ser y proclamarse lesbiana y saberse acompañada. En la cinta, con un reparto de lujo compuesto por la propia Zaida Carmona, Rocío Saiz, Alba Cros, Thaïs Cuadreny y Aroa Elvira, acompañamos a Zaida, la protagonista, en una ruptura amorosa y sus sucesivos enamoramientos en serie en la noche barcelonesa. Todos los personajes, salvo un brevísimo cameo de Marc Ferrer, son mujeres y la grandísima mayoría de ellas, lesbianas. En el público, lesbianas y simpatizantes, ríen con las peripecias de las protagonistas, con un guion que sabe entretener, representarnos y no tomarse ni tomarnos demasiado en serio. Nuestra vida muchas veces se desarrolla en los márgenes y en silencio, pero nuestras vivencias, como las de todo el mundo, hacen ruido y son universales.

Gracias a las que vinieron antes y pusieron el cuerpo y la palabra, aunque siga habiendo escollos  nada desdeñables en el camino, cada vez es más fácil que amemos a quien queramos, como podría decir cualquier campaña institucional, y que seamos como somos, signifique eso lo que signifique. Puede que solo nos falte poner nombre a esa cosa tan abstracta que se conceptualiza con unos rodeos de lo más extraños. Esos nombres ya existen, nos han insultado con ellos, y está en nuestra mano resignificarlos. Las que podemos lo hacemos todos los días. Cuantas más seamos, más fácil será para las demás, porque, como dice una de mis consignas preferidas del orgullo crítico, detrás de las ventanas, también hay lesbianas.

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