‘Sexo, mentiras y cintas de vídeo’:¿sigue siendo revolucionaria 30 años después?
La película de 1989 dirigida por Steven Soderbergh impulsó el cine indie, habló del deseo femenino sin tapujos y anticipó el fetichismo tecnológico.
“Los hombres aprenden a amar a las mujeres por las que se sienten atraídos y las mujeres se sienten cada vez más atraídas por el hombre que aman”. El observador Graham, interpretado por James Spader, presume de conocer a las mujeres, aunque lleva años sin acostarse con ninguna. La recatada Ann (Andy MacDowell) le escucha intrigada, al igual que hace con su psiquiatra, porque su vida sexual es nula. En realidad, ambos son tal para cual y se ocultan tras el tabú: él es impotente y se masturba viendo cintas de vídeo en las que diferentes mujeres le confiesan sus experiencias sexuales; ella es frí...
“Los hombres aprenden a amar a las mujeres por las que se sienten atraídos y las mujeres se sienten cada vez más atraídas por el hombre que aman”. El observador Graham, interpretado por James Spader, presume de conocer a las mujeres, aunque lleva años sin acostarse con ninguna. La recatada Ann (Andy MacDowell) le escucha intrigada, al igual que hace con su psiquiatra, porque su vida sexual es nula. En realidad, ambos son tal para cual y se ocultan tras el tabú: él es impotente y se masturba viendo cintas de vídeo en las que diferentes mujeres le confiesan sus experiencias sexuales; ella es frígida y no desea a su marido John (Peter Gallagher), que le es infiel con su extrovertida hermana Cynthia (Laura San Giacomo).
Sexo, mentiras y cintas de vídeo fue la primera película independiente con éxito comercial que habló de sexo de una forma desinhibida. Se estrenó el 20 de enero de 1989 en el Festival de Sundance, en el que ganó el premio del público, y se llevó la Palma de Oro en Cannes, convirtiendo a Steven Soderbergh -que entonces tenía 26 años- en el director más joven en conseguirlo (además, obtuvo el premio de la crítica internacional y Spader ganó como mejor actor). El guión, escrito en ocho días en un bloc de notas durante un viaje por EE UU, según cuenta el propio Soderbergh, fue nominado al Oscar. No sólo logró que el cine indie fuera en sí mismo una marca –convirtió a Miramax en la distribuidora más importante de los 90– e hizo de Sundance un imán para descubrir nuevos talentos (Spike Lee, Quentin Tarantino…), sino que también demostró que con un presupuesto bajo (1,2 millones de dólares) se podía hacer caja (recaudó 36 millones en todo el mundo) e instauró cierta estética indie que llega hasta nuestros días: localizaciones sencillas, escenas con pocos personajes, temas de actualidad que sugieran el debate y una intimidad incómoda.
El desconocido Soderbergh (que sólo había dirigido videoclips) sorprendió, para empezar, con un título larguísimo pero con un gancho que no ha perdido la gracia y que contenía la siempre problemática palabra “sexo”. Algo reseñable en una década castigada por la amenaza del SIDA. Su estreno en Berlín coincidió con la caída del Muro y no fueron pocos los alemanes orientales que cruzaron esperando encontrarse una película porno al estilo occidental. Lo paradójico del asunto, y una de las claves de su singularidad, es que en el filme se habla de sexo sin necesidad de mostrar un solo desnudo. La desnudez es emocional. Y sólo son dos personajes, los dos hombres, Graham y John, los que aparecen sin ropa: el segundo con una maceta sobre el pene, lo que le confiere un tono más cómico que sensual. Vista tres décadas después, es admirable descubrir que aquí los héroes (Ann y Graham) comparten sus fobias, una sexualidad disfuncional, y que son los “villanos” (el marido infiel, la hermana desleal) los que mantienen relaciones.
También es fascinante el análisis del mentiroso patológico, con un tono de comedia, sin ironía. “Si llevas un anillo en el dedo las mujeres se abalanzan sobre ti como si no hubiera otro hombre en el mundo”, se jacta John, un yuppie de manual, posesivo, que anima a Ann a dejar de trabajar para poderla manipular. John descubrirá por la cinta de Ann que su mujer nunca ha disfrutado con él, ni sabe lo que es un orgasmo. “Eso de que las mujeres necesitan tanto el sexo como los hombres es mentira, lo necesitamos pero por otra razón”, balbucea Ann, demostrándole a Graham lo engañada que está sobre su evidente insatisfacción sexual.
Por su parte, Graham se ha prometido no volver a fingir y no se corta, invade con sus preguntas la intimidad de Ann y de las otras mujeres. Algo que produce una extraña sonrisa en el espectador porque en ese juego de deseo hay una reacción sincera, terapéutica. De una forma sutil, Soderbergh se adelanta a su época y hace hablar a las mujeres, las grandes desconocidas. La mujer deja de ser invisible, se abre, es honesta. Una comparte la vez en que se masturbó en un avión sin que sus compañeros de asiento se dieran cuenta. Cynthia, de la primera vez que tocó un pene y descubrió que tenía venas. Este personaje femenino -interpretado por Laura San Giacomo- da una lección de empoderamiento tras otro. No sólo domina en la cama, si no que pone en su sitio a su amante John en más de una ocasión. En cuanto a la propia Ann, no puede evitar el sonrojo al confesar que le parece “ridículo y estúpido” masturbarse, por miedo a que le esté mirando su difunto abuelo.
El temor a la intimidad de Graham y Ann choca con la desatada y sudorosa pasión de John y Cynthia. Para liberar la tensión acumulada, Soderbergh usa las famosas cintas de vídeo, algo que aunque pueda parecer obsoleto está de plena actualidad. En efecto, el Graham del siglo XXI lo habría grabado todo. El formato ha caducado, pero no así la influencia de la tecnología en las relaciones sexuales. Por eso, hoy en día, no sería Graham el rarito (el “pervertido” como le describe Ann), por ser un fetichista tecnológico, si no John, el machirulo. Cuando Cynthia se masturba en la cinta que le graba Graham, Ann recrimina su actitud diciéndole a su hermana: “Podría emitirlo vía satélite. Algún viejo cachondo de Sudamérica podría estar viéndote”. Seguramente, en aquel momento esta aseveración sonase a chino, pero ahora encuentra una lógica aplastante. Sin embargo, Graham es un voyeur que promete a sus entrevistadas un uso personal de las cintas. Ése es su poder de seducción, el anonimato. Y es real, no miente. Como tampoco lo hace Soderbergh, cuando en un alarde de integridad absoluta, en el momento en que Ann y Graham, por fin, se tocan, apaga la cámara. Una decisión que hasta hoy resultaría fuera de lo común, revolucionaria, como casi todo en esta excepcional película.